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Authors: Katherine Neville

El ocho (84 page)

BOOK: El ocho
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Todas las noches, Lily jugaba al ajedrez con Solarin. Él nunca la dejaba ganar y después de cada partida le explicaba con todo detalle los errores que había cometido. Al cabo de un tiempo Lily no solo empezó a aceptar bien sus derrotas, sino también a interrogarlo cuando un movimiento la desconcertaba. Volvía a estar tan absorta en el ajedrez que apenas se daba cuenta de que, desde la primera noche pasada en la isla, yo dormía en cubierta con Solarin, en lugar de en el camarote.

—Tiene el don —me comentó Solarin una noche, mientras contemplábamos el cielo estrellado—. Todo lo que tenía su abuelo… y más. Si puede olvidar que es una mujer, será una gran jugadora de ajedrez.

—¿Qué tiene que ver que sea una mujer? —pregunté.

Solarin sonrió y me acarició el cabello.

—Las niñas son distintas de los niños —dijo—. ¿Quieres una prueba?

Reí y lo miré a la pálida luz de la luna.

—Te has explicado muy bien —contesté.

—Pensamos de manera distinta —agregó. Se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza sobre mi regazo. Me miró y comprendí que hablaba en serio—. Por ejemplo, para descubrir la fórmula contenida en el ajedrez de Montglane, probablemente tú y yo procederíamos de forma muy distinta.

—De acuerdo —dije, entre risas—. ¿Qué harías tú?

—Trataría de detallar todos los datos de que dispongo —explicó tras beber un trago de mi brandy—. Después vería cómo pueden combinarse esos datos para formar una solución. Admito que cuento con una pequeña ventaja. Por ejemplo, tal vez sea la única persona en mil años que ha visto el paño, las piezas y también el tablero. —Me miró al notar que yo daba un respingo—. En Rusia, cuando apareció el tablero, hubo quienes se arrogaron rápidamente la responsabilidad de encontrar los trebejos. Por supuesto, eran miembros del equipo blanco. Creo que Brosdki, el funcionario del KGB que me acompañó a Nueva York, es uno de ellos. Me congracié con altos funcionarios del gobierno al dar a entender, tal como me había indicado Mordecai, que sabía dónde había otras piezas y podía obtenerlas. —Tras una pausa volvió a su idea inicial. Mirándome a la luz plateada, añadió—: Vi tantos símbolos en el ajedrez de Montglane que creo que quizá no es una sola fórmula, sino muchas. Al fin y al cabo, como ya has supuesto, esos símbolos no representan solo planetas y signos del zodíaco, sino también elementos de la tabla periódica. Me parece que para convertir cada elemento en otro se necesitaría una fórmula diferente. Pero ¿cómo sabemos qué símbolos debemos combinar y en qué orden? ¿Cómo sabemos que esas fórmulas funcionan?

—Con tu teoría no podríamos saberlo —contesté. Bebí un trago de brandy mientras mi cerebro empezaba a trabajar—. Habría demasiadas variables aleatorias, demasiadas permutaciones. No sé mucho de alquimia, pero entiendo de fórmulas. Todo cuanto sabemos apunta a que hay una sola fórmula. Pero puede no ser lo que pensamos…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Solarin mirándome.

Desde nuestra llegada a la isla ninguno de nosotros había mencionado las piezas guardadas en la bolsa bajo el fregadero. Tácitamente habíamos acordado no estropear nuestro breve idilio hablando de la búsqueda que había puesto nuestras vidas en peligro. Ahora que Solarin convocaba el espectro, empecé otra vez a analizar la idea que, como un dolor de muelas, había latido en mi cabeza durante las últimas semanas.

—Quiero decir que creo que hay una sola fórmula, con una solución sencilla. Si era tan difícil que nadie podía comprenderla, ¿por qué ocultarla detrás de semejante velo de misterio? Es como las pirámides. Durante miles de años la gente ha hablado de lo duro que debió de ser para los egipcios levantar aquellos bloques de granito y piedra caliza de dos mil toneladas con sus herramientas primitivas. Sin embargo, allí están. Pero ¿y si no las movieron? Los egipcios eran alquimistas, ¿no? Debían de saber que se puede diluir esas piedras en ácido, meterlas en un cubo y pegarlas entre sí como si lo hicieran con cemento.

—Sigue —dijo Solarin mirándome con una sonrisa extraña. Incluso visto desde arriba era muy apuesto.

—Las piezas del ajedrez de Montglane resplandecen en la oscuridad —continué. Pensaba a toda velocidad—. ¿Sabes qué se obtiene cuando descompones el elemento mercurio? Dos isótopos radiactivos. Uno se transforma en cuestión de horas o días en talio… y el otro, en oro radiactivo.

Solarin se dio la vuelta y se apoyó en un codo mientras me miraba atentamente.

—Si puedo hacer de abogado del diablo un momento —dijo—, señalaría que razonas de efecto a causa. Dices: si hay piezas transmutadas, tiene que haber una fórmula para conseguirlo. Pero, aunque sea así, ¿por qué esta fórmula? ¿Y por qué solo una y no cincuenta o cien?

—Porque en la ciencia, como en la naturaleza, a menudo la solución más simple, la obvia, es la que funciona —respondí—. Minnie cree que hay una sola fórmula, que, según dijo, se compone de tres partes: el tablero, los trebejos y el paño… —Me interrumpí, porque de pronto se me ocurrió algo—. Como piedra, papel y tijera. —Al ver que Solarin me miraba desconcertado, agregué—: Es un juego infantil.

—Pareces una criatura. —Se echó a reír y bebió otro trago de mi brandy—. Pero también los grandes científicos son como niños en el fondo. Sigue.

—Las piezas cubren el tablero… el paño cubre las piezas —continué—. De modo que la primera parte de la fórmula puede describir el qué; la segunda, el cómo, y la tercera explica… cuándo.

—Quieres decir que los símbolos del tablero describen qué materias primas, qué elementos, han de usarse —dijo Solarin rascándose el vendaje—; las piezas indican en qué proporciones han de combinarse y el paño describe el orden.

—Casi —respondí entusiasmada—. Como has dicho, esos símbolos describen elementos de la tabla periódica; pero hemos pasado por alto lo primero que observamos. ¡También representan planetas y signos del zodíaco! La tercera parte de la fórmula indica exactamente cuándo, qué hora, mes y año, hay que ejecutar cada paso del proceso. —Sin embargo, tan pronto como lo hube dicho comprendí que no podía ser—. Pero ¿qué importa en qué fecha se inicia o termina un experimento?

Solarin permaneció en silencio un momento. Cuando habló, lo hizo lentamente, con aquel inglés seco y formal que usaba cuando estaba muy tenso.

—Importa mucho —me dijo—, si entiendes qué quería decir Pitágoras cuando hablaba de «la música de las esferas». Creo que has dado con algo. Busquemos las piezas.

Cuando bajé, Lily y Carioca roncaban en sus respectivas literas. Solarin se había quedado arriba para encender una lámpara y preparar el ajedrez magnético con el cual él y Lily jugaban todas las noches.

—¿Qué pasa? —preguntó Lily mientras yo buscaba las piezas en el armario bajo el fregadero.

—Estamos resolviendo el enigma —dije eufórica—. ¿Quieres unirte a nosotros?

—Por supuesto —dijo. Oí crujir el colchón mientras se levantaba—. Me preguntaba cuándo me invitaríais a vuestros aquelarres nocturnos. ¿Qué hay entre vosotros… o no debería preguntarlo?

Di gracias al cielo por la oscuridad. Me había puesto roja como un tomate.

—Olvídalo —agregó Lily—. Es guapo… pero no es mi tipo. Uno de estos días le ganaré una partida.

Se puso un jersey sobre el pijama mientras subíamos por la escalerilla y nos sentamos en los bancos tapizados de la caseta del timón, una a cada lado de Solarin. Lily se sirvió una copa mientras yo sacaba del bolso las piezas y el paño y los disponía en el suelo, a la luz de la lámpara.

Tras resumirle rápidamente la conversación que habíamos mantenido Solarin y yo, volví a sentarme. Solarin se quedó en el suelo. El barco se balanceaba suavemente, a merced de las olas. Una dulce brisa nos acariciaba mientras estábamos allí, bajo el universo de estrellas. Lily tocaba el paño y miraba a Solarin con una expresión rara.

—¿Qué quiso decir Pitágoras con lo de «la música de las esferas»? —le preguntó.

—Creía que el universo se componía de números —explicó Solarin mirando las piezas del ajedrez de Montglane—; que, de la misma manera que las notas de una escala musical se repiten octava tras octava, las cosas de la naturaleza siguen una pauta semejante. Inició un campo de la investigación matemática que solo recientemente ha experimentado avances importantes. Se llama «análisis armónico» y es la base de mi especialidad, la física acústica, y también un factor clave de la física cuántica.

Solarin se puso en pie y empezó a caminar. Recordé que una vez me había dicho que para reflexionar necesitaba moverse.

—La idea básica —prosiguió, mientras Lily lo observaba con atención— es que cualquier fenómeno que se repite periódicamente puede medirse; es decir, cualquier onda, ya sea sonora, calórica o luminosa, e incluso las mareas. Kepler aplicó esta teoría para descubrir las leyes del movimiento planetario y Newton, para explicar la ley de la gravitación universal y la precesión de los equinoccios. Leonhard Euler la usó para probar que la luz era un fenómeno ondulatorio cuyo color depende de la longitud. Pero fue Fourier, el gran matemático del siglo XVIII, quien encontró el método por el cual todas las ondas, incluidas las de los átomos, podían medirse. —Se volvió hacia nosotras. Sus ojos brillaban a la débil luz de la lámpara.

—De modo que Pitágoras tenía razón —dije—. El universo se compone de números que se repiten con precisión matemática y pueden medirse. ¿Crees que en eso consiste el ajedrez de Montglane… en el análisis armónico de la estructura molecular? ¿Medir ondas para analizar la estructura de los elementos?

—Lo que puede medirse puede comprenderse —afirmó Solarin—. Lo que puede comprenderse puede alterarse. Pitágoras estudió con el más destacado de los alquimistas, Hermes Trismegisto, a quien los egipcios consideraban la encarnación del gran dios Tot. Fue él quien definió el primer principio de la alquimia: «Lo que hay arriba es como lo que hay abajo». Las ondas del universo operan de la misma manera que las ondas del átomo más diminuto… y puede demostrarse que interactúan. —Hizo una pausa para mirarme—. Dos mil años después Fourier mostró exactamente cómo interactúan. Maxwell y Planck revelaron que la propia energía podía describirse en términos de estos fenómenos ondulatorios. Einstein dio el último paso y mostró que lo que había apuntado Fourier como una herramienta analítica era así en realidad: que la materia y la energía eran fenómenos ondulatorios que podían transformarse los unos en los otros.

Algo empezaba a despuntar en mi cabeza. Miraba fijamente el paño, donde los dedos de Lily recorrían los cuerpos dorados de las serpientes entrelazadas que formaban el número ocho. En algún lugar de mi mente estaba estableciéndose una conexión entre el paño —el labrys/laberinto descrito por Lily— y lo que acababa de explicar Solarin sobre las ondas. Lo que hay arriba es como lo que hay abajo. Macrocosmos, microcosmos. Materia, energía. ¿Qué significaba todo eso?

—El ocho —dije, aunque seguía absorta en mis pensamientos—. Todo conduce de regreso al ocho. El labrys tiene forma de ocho… y también la espiral que, según demostró Newton, forma la precesión de los equinoccios. Ese recorrido místico descrito en nuestro diario… el que dio Rousseau en Venecia… también eran un ocho. Y el símbolo del infinito…

—¿Qué diario? —preguntó Solarin, súbitamente alerta.

Lo miré incrédula. ¿Era posible que Minnie nos hubiera mostrado algo que su nieto desconocía?

—Un libro que nos dio Minnie —respondí—. Es el diario de una monja francesa que vivió hace doscientos años. Estaba presente cuando sacaron el ajedrez de la abadía de Montglane. No hemos tenido tiempo de terminarlo. Lo tengo aquí… —Empecé a sacar el libro de mi bolso y Solarin se acercó de un salto.

—Dios mío —exclamó—, de modo que a eso se refería cuando dijo que tú tenías la clave final. ¿Por qué no lo has mencionado antes? —Tocaba la suave piel del libro que yo sostenía en la mano.

—Tenía otras cosas en la cabeza —contesté.

Abrí el libro en la página donde estaba dibujado el recorrido de la Larga Marcha, la ceremonia celebrada en Venecia. Los tres nos inclinamos para verlo a la luz de la lámpara. Lo estudiamos un momento en silencio. Lily esbozó una sonrisa y se volvió hacia Solarin.

—Son movimientos de ajedrez, ¿no es cierto? —preguntó.

Él asintió.

—Cada movimiento representado sobre el número ocho de este diagrama —dijo— corresponde a un símbolo con la misma ubicación en el paño… probablemente un símbolo que también veían en la ceremonia. Y, si no me equivoco, cada uno indica un trebejo y su lugar en el tablero. Dieciséis pasos, cada uno formado por tres datos. Tal vez los tres que tú adivinaste: qué, cómo y cuándo.

—Como los trigramas del I Ching —dije—. Cada grupo contiene un cuanto de información.

Solarin me miraba de hito en hito. De pronto rió.

—Exacto —dijo inclinándose para estrujarme el hombro—. Vamos, ajedrecistas. Hemos adivinado la estructura del juego. Ahora reunamos todos los datos y descubramos la puerta al infinito.

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