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Authors: Katherine Neville

El ocho (40 page)

BOOK: El ocho
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—Si crees que voy a dar un paseo por una playa desierta contigo, estás loco.

—No está lejos —dijo sin hacerme caso—. Te llevaré a un cabaret. Tienen té de menta y danza del vientre. Te encantará, querida. ¡Tal vez en Argelia las mujeres lleven velo, pero los bailarines son hombres!

Meneé la cabeza y lo seguí. Cerró la puerta con la llave que me había confiscado y se la guardó en el bolsillo.

La luz de la luna era muy brillante. Plateaba el cabello de Solarin y hacía que sus ojos pareciesen transparentes. Caminamos por la estrecha franja de playa y vimos la costa iluminada que descendía hacia Argel. Las olas lamían la arena oscura.

—¿Has leído el periódico que te envié? —preguntó.

—¿Lo enviaste tú? ¿Por qué?

—Quería que supieras que han descubierto que Fiske fue asesinado. Como te dije.

—La muerte de Fiske no tiene nada que ver conmigo —repuse moviendo los pies para sacar la arena que me había entrado en las alpargatas.

—Te repito que todo tiene que ver contigo. ¿Crees que he recorrido diez mil kilómetros para espiar por la ventana de tu dormitorio? —preguntó con cierta impaciencia—. Ya te he dicho que estás en peligro. Mi inglés no es perfecto, pero al parecer lo hablo mejor de lo que tú lo entiendes.

—El único peligro que parece amenazarme eres tú —repliqué—. ¿Cómo sé que no fuiste tú quien asesinó a Fiske? Además, te recuerdo que la última vez que nos vimos me robaste la cartera y me dejaste con el cadáver del chófer de mi amiga. ¿Cómo sé que no mataste también a Saul y me cargaste el muerto?

—Sí, maté a Saul —aseguró Solarin con calma. Al ver que me detenía en seco me miró con curiosidad—. ¿Quién más podría haberlo hecho?

Me quede sin habla. Estaba clavada en el suelo y la sangre se me había helado en las venas. Paseaba por una playa desierta en compañía de un asesino.

—Deberías agradecer —añadió Solarin— que me llevara tu cartera. Habría podido complicarte en la muerte del chófer. Además, me resultó muy difícil devolvértela.

Su actitud me enfureció. Seguía viendo la cara blanca de Saul sobre la losa de piedra, y ahora sabía que era Solarin quien lo había puesto allí.

—¡Claro, muchas gracias! —exclamé, furiosa—. ¿Qué quieres decir con que mataste a Saul? ¿Cómo puedes traerme aquí y decirme que has asesinado a un hombre inocente?

—Baja la voz —dijo Solarin, mirándome con ojos acerados y cogiéndome de un brazo—. ¿Hubieras preferido que él me matara a mí?

—¿Saul? —pregunté con lo que esperaba sonara como un bufido de desdén. Aparté su mano y empecé a desandar el camino, pero él volvió a cogerme y me hizo dar media vuelta.

—Protegerte empieza a ser un engorro —exclamó.

—Gracias, pero no necesito protección —repliqué—, y menos de un asesino. De modo que vuelve por donde has venido y di a quien te haya enviado…

—Basta —me interrumpió Solarin encolerizado, y me agarró por los hombros. Alzó la vista hacia la luna y respiró hondo. Sin duda contaba hasta diez—. ¿Y si te dijera que fue Saul quien mató a Fiske? —añadió más calmado—. ¿Que yo era el único en situación de saberlo y que por eso vino a buscarme? ¿Me escucharías entonces?

Me miró a los ojos. Yo no podía pensar. Estaba confusa. ¿Saul un asesino? Cerré los ojos y traté de pensar.

—Muy bien, dispara —dije, y enseguida me arrepentí de la desafortunada elección de las palabras.

Solarin me sonrió. Hasta a la luz de la luna su sonrisa era radiante.

—Entonces sigamos caminando —dijo manteniendo una mano sobre mi hombro—. Si no puedo moverme, no soy capaz de hablar ni de jugar al ajedrez.

Anduvimos unos instantes en silencio, mientras él ponía en orden sus pensamientos.

—Creo que lo mejor será empezar por el principio —dijo por fin.

Me limité a asentir con la cabeza.

—Primero deberías comprender que yo no tenía interés alguno por ese torneo de ajedrez. Mi gobierno organizó mi participación para que pudiera viajar a Nueva York, donde tenía negocios urgentes que atender.

—¿Qué clase de negocios? —pregunté.

—Ya llegaremos a eso.

Seguíamos caminando junto a las olas, cuando de pronto Solarin se agachó para coger una pequeña concha marina que estaba medio enterrada en la arena. A la luz de la luna tenía un brillo opalescente.

—Hay vida en todas partes —musitó, y me tendió la delicada concha—. Hasta en el fondo del mar. Y por todas partes desaparece por culpa de la estupidez del hombre.

—Esa almeja no murió con el cuello fracturado —señalé—. ¿Eres un asesino profesional? ¿Cómo puedes estar cinco minutos con un hombre en una habitación y acabar con él?

Arrojé la concha lo más lejos que pude, al mar. Solarin suspiró y seguimos caminando.

—Cuando advertí que Fiske estaba haciendo trampas en la partida —continuó por fin con cierto esfuerzo—, quise saber quién lo había obligado y por qué.

Así pues, Lily tenía razón respecto a eso, pensé, pero no dije nada.

—Supuse que detrás había otras personas, de modo que interrumpí la partida y lo seguí a los lavabos. Confesó eso y más. Me dijo quién estaba detrás y por qué.

—¿Quién era?

—No lo dijo directamente. Ni siquiera él lo sabía. Pero me dijo que quienes lo habían amenazado sabían que yo participaría en el torneo. Solo había un hombre que lo sabía: el hombre con quien trató mi gobierno. El patrocinador del torneo…

—¡Hermanold! —exclamé.

Solarin asintió y continuó:

—Fiske me contó también que Hermanold, o sus contactos, iban tras la fórmula que una vez aposté en broma, en España. Dije que, si alguien me vencía, le daría una fórmula secreta… Y esos imbéciles, creyendo que la oferta seguía siendo válida, decidieron enfrentar a Fiske conmigo de modo que no pudiera perder. Creo que Hermanold había acordado con Fiske que, si algo iba mal durante la partida, se encontrarían en el lavabo del Canadian Club, donde nadie los vería…

—Pero Hermanold no tenía pensado reunirse con él allí —aventuré. Las piezas empezaban a encajar, pero seguía sin ver el cuadro que componían—. Algún otro se encontraría con Fiske, eso es lo que quieres decir. ¿Alguien cuya presencia no echarían de menos los presentes en la partida?

—Exacto —dijo Solarin—. Pero no esperaban que yo siguiera a Fiske hasta el lavabo. Su asesino, escondido en el pasillo, debió de oír todo lo que dijimos. Para entonces ya no tenía sentido amenazar a Fiske. El juego había terminado. Tenían que deshacerse de él enseguida.

—Eliminarlo —dije.

Miré hacia el oscuro mar y reflexioné sobre lo que Solarin me había contado. Era posible, al menos desde el punto de vista táctico. Y yo tenía algunas piezas que Solarin no podía conocer. Por ejemplo, que Hermanold no esperaba que Lily asistiera al torneo, porque nunca iba a ninguno. Cuando Lily y yo llegamos al club, Hermanold insistió en que se quedara y luego se alarmó cuando ella amenazó con irse (¡con el coche y el chófer!). Su comportamiento podía tener más de una explicación si contaba con Saul para realizar algún trabajo. Pero ¿por qué Saul? Tal vez supiera más de ajedrez de lo que yo creía. ¡Tal vez había estado sentado en la limusina, jugando la partida de Fiske y transmitiéndole los movimientos! Al fin y al cabo, ¿hasta qué punto conocía yo a Saul?

Solarin seguía explicándome la sucedido: cómo había reparado en el anillo que llevaba su contrincante, cómo lo había seguido al lavabo de caballeros, cómo se había enterado de los contactos de Fiske en Inglaterra y lo que deseaban, y cómo huyó cuando el anciano se quitó el anillo, pensando que contenía un explosivo. Aunque Solarin sabía que Hermanold estaba tras la llegada de Fiske al torneo, el patrocinador no podía ser la persona que había asesinado a Fiske y sacado el anillo del lavabo, pues yo era testigo de que no había salido del Metropolitan Club.

—Saul no estaba en el coche cuando regresamos Lily y yo —admití a mi pesar—. Tuvo la ocasión, pero ignoro cuáles podían ser sus motivos… En realidad, según tu descripción de los hechos, no habría tenido oportunidad de salir del Canadian Club y regresar al coche, porque tú y los jueces bloqueabais su única salida. Eso explicaría su ausencia cuando Lily y yo lo buscamos.

Explicaría bastante más que eso, pensé. Por ejemplo, los disparos contra nuestro coche.

Si, como Solarin sostenía, Hermanold había contratado a Saul para que acabara con Fiske, no podía permitir que Lily y yo volviéramos a entrar en el club en busca del chófer. Si había subido a la sala de juego y nos había visto junto al coche, desconcertadas, habría tenido que hacer algo para asustarnos.

—¡De modo que fue Hermanold quien subió a la sala de juego vacía, sacó un revólver y disparó contra nuestro coche! —exclamé cogiendo a Solarin de un brazo. Él me miraba atónito, preguntándose cómo había llegado a esa conclusión—. Eso explicaría también por qué Hermanold dijo a la prensa que Fiske era drogadicto —agregué—. ¡Distraería la atención de sí mismo para dirigirla hacia un camello desconocido!

Solarin rompió a reír.

—Conozco a un tipo llamado Brodski al que sin duda le gustaría contratarte —dijo—. Tienes un cerebro especialmente dotado para el espionaje. Ahora que sabes tanto como yo, vamos a tomar una copa.

Al final de la larga curva de la playa distinguí una gran tienda instalada sobre la arena, adornada con hileras de luces parpadeantes.

—No tan rápido —dije sujetándolo por el brazo—. Aun suponiendo que Saul matara a Fiske, todavía quedan preguntas sin contestar. ¿Qué era esa fórmula que mencionaste en España y ellos tanto deseaban? ¿Qué clase de negocios tenías que atender en Nueva York? ¿Y cómo terminó Saul en el edificio de Naciones Unidas?

La tienda, de rayas blancas y rojas, tenía unos nueve metros de altura en el centro. A la entrada había dos macetas de bronce con grandes palmeras, y una larga alfombra dorada y azul descansaba sobre la arena, cubierta por una marquesina de lona. Nos encaminamos hacia allí.

—Tenía una entrevista de negocios con un contacto en Naciones Unidas —respondió Solarin—. No advertí que Saul me seguía… hasta que apareciste tú.

—¡Entonces tú eras el hombre de la bicicleta! —exclamé—. Pero tus ropas eran…

—Me reuní con mi contacto —interrumpió él—. Ella vio que me seguías y que Saul estaba detrás de ti…

¡De modo que la anciana de las palomas era su contacto de negocios!

—Espantamos a las palomas para despistar —siguió Solarin— y yo me escondí en el hueco de las escaleras traseras hasta que pasasteis vosotros. Después salí para seguir a Saul. Había entrado en el edificio, pero yo no sabía dónde se encontraba. Mientras bajaba en el ascensor, me quité el chándal; llevaba la otra ropa debajo. Cuando volví a subir, te vi entrar en la sala de meditación. Imaginaba que Saul estaba allí… escuchando lo que decíamos.

—¿Dentro de la sala de meditación? —exclamé.

Estábamos a pocos metros de la tienda, vestidos con vaqueros y jerséis, y con aspecto bastante descuidado, pero nos encaminamos hacia la entrada como si llegáramos a El Morocco en limusina.

—Querida —dijo Solarin revolviéndome el cabello como hacía Nim a veces—, eres muy ingenua. Tal vez tú no entendieras mis advertencias, pero Saul sí las entendió. Cuando te fuiste, salió de detrás de la losa de piedra y me atacó. Entonces supe que había oído lo bastante para que también tu vida corriera peligro. Me llevé tu cartera para que los colegas de Saul no supieran que habías estado allí. Más tarde, mi contacto me dejó en el hotel una nota donde me indicaba cómo devolverla.

—¿Cómo sabía ella…?

Solarin sonrió y volvió a alborotarme el pelo, mientras el encargado del local se acercaba a saludarnos. Solarin le dio un billete de cien dinares de propina. El encargado y yo quedamos estupefactos. Era evidente que, en un país donde cincuenta céntimos eran una buena propina, conseguiríamos la mejor mesa.

—En el fondo soy un capitalista —me susurró Solarin al oído mientras seguíamos al hombre hacia el enorme cabaret.

El suelo estaba cubierto de esteras de paja colocadas sobre la arena. Encima había alfombras persas de colores vivos, con gruesos cojines recamados con espejuelos que componían alegres dibujos. Separaban las mesas grupos de palmeras en macetas, mezcladas con enormes ramos de plumas de pavo real y avestruz que resplandecían bajo la iluminación. De los palos de la tienda colgaban linternas de bronce con diseños de filigrana, que proyectaban sombras de formas extrañas sobre los cojines de espejos. Era como entrar en un calidoscopio.

En el centro, sobre un gran escenario circular iluminado por focos, un grupo de músicos tocaba una música de ritmo frenético, que nunca había oído. Había largos tambores ovalados de bronce, grandes gaitas hechas con cuero de animales, con la piel todavía colgando, flautas, clarinetes y campanillas de todas clases. Mientras tocaban, los músicos bailaban con un extraño movimiento circular.

Nos sentamos sobre una enorme pila de cojines junto a una mesa de cobre, delante del escenario. El volumen de la música me impedía hacer preguntas a Solarin, de modo que me quedé pensando mientras él pedía a gritos las bebidas a un camarero.

¿Qué era esa fórmula que quería Hermanold? ¿Quién era la mujer de las palomas y cómo había sabido dónde podía encontrarme Solarin para devolverme la cartera? ¿Qué negocios tenía Solarin en Nueva York? Si la última vez que vi a Saul estaba sobre una losa, ¿cómo había aparecido en el East River? Por último, ¿qué tenía todo eso que ver conmigo?

Justo en el momento en que la banda se tomaba un descanso, llegaron las bebidas: dos enormes vasos de Amaretto, caldeados como brandy, y una tetera de largo pico. El camarero sirvió el té en unos vasos colocados sobre unos platitos que mantenía alejados de sí. El líquido humeante caía del pico al vaso sin que se derramara una gota. Cuando el camarero se retiró, Solarin brindó por mí con su vaso de té de menta.

—Por el juego —dijo con una sonrisa misteriosa.

Se me heló la sangre.

—No sé de qué me hablas —mentí, tratando de recordar lo que había dicho Nim sobre la importancia de sacar partido de cualquier ataque. ¿Qué sabía él del maldito juego?

—Por supuesto que sí, querida mía —dijo cogiendo mi vaso y llevándolo a mis labios—. Si no lo supieras, yo no estaría aquí bebiendo contigo.

Mientras el líquido ambarino se deslizaba por mi garganta, una gota resbaló por mi barbilla. Solarin sonrió, la limpió con un dedo y dejó el vaso en la bandeja. No me miraba, pero su cabeza estaba lo bastante cerca de mí para que yo pudiera oír todo lo que decía.

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