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Authors: Katherine Neville

El ocho (42 page)

BOOK: El ocho
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Mireille estaba lo bastante cerca para ver que era un joven de extraordinaria belleza. Llevaba suelta la larga cabellera castaña, que le caía hasta los hombros. El gris azulado de sus grandes ojos, bordeados de espesas pestañas, acentuaba la palidez de su piel. Tenía la nariz aguileña. En sus labios, bien cincelados, se dibujó una mueca de desdén cuando echó una ojeada a la ruidosa multitud y le dio la espalda.

Después vio cómo ayudaba a bajar del carruaje a una criatura hermosa de no más de quince años, tan pálida y delicada que Mireille temió por ella. La niña se parecía tanto al soldado que tuvo la certeza de que eran hermanos, y la ternura con que él trataba a su joven compañera abonó esta suposición. Ambos eran menudos pero bien formados. Formaban una pareja de aspecto romántico, pensó Mireille, como los protagonistas de un cuento de hadas.

Los pasajeros que bajaban de los carruajes parecían conmocionados y asustados mientras se sacudían el polvo de los trajes, pero ninguno tanto como la jovencita que estaba cerca de Mireille: blanca como el papel, temblaba y parecía a punto de desmayarse. El soldado la conducía a través de la muchedumbre cuando un viejo que estaba cerca de Mireille lo cogió por el brazo.

—¿Cómo está el camino de Versalles, amigo? —preguntó.

—Yo en vustro lugar no intentaría ir allí esta noche —respondió cortésmente el soldado, en voz lo bastante alta para que todos lo oyeran—. Los orinales han salido en tropel. Mi hermana está indispuesta. El viaje nos ha llevado cerca de ocho horas porque desde que salimos de Saint-Cyr nos han detenido una docena de veces…

—¡Saint-Cyr! —exclamó Mireille—. ¿Venís de Saint-Cyr? ¡Es allí adonde voy!

El soldado se volvió hacia ella, y también su joven hermana, que abrió los ojos como platos.

—¡Pero… pero si es una dama! —exclamó mirando el traje y el cabello empolvado de Mireille—. ¡Una dama vestida de hombre!

El soldado le dirigió una mirada de admiración.

—¿De modo que vais a Saint-Cyr? —preguntó—. ¡Espero que no tengáis intención de ingresar en el convento!

—¿Venís del convento? —inquirió Mireille—. Tengo que llegar allí esta noche. Es un asunto de gran importancia. Decidme cómo están las cosas.

—No podemos quedarnos aquí —repuso el soldado—. Mi hermana no se encuentra bien.

Y echándose al hombro su única bolsa de viaje, se abrió paso a través de la multitud.

Mireille los siguió tirando de las riendas de su caballo. Cuando los tres se alejaron por fin de la muchedumbre, la joven miró a Mireille.

—Debéis de tener una razón muy poderosa para partir hacia Saint-Cyr esta noche —señaló—. Los caminos son inseguros. Tenéis mucho coraje al viajar sola en tiempos como estos.

—Incluso con un corcel tan magnífico —intervino el soldado dando una palmada en el flanco del caballo de Mireille—, y aunque sea disfrazada. Si no hubiera pedido licencia en el ejército cuando cerraron el convento para acompañar a Maria-Anna a casa…

—¿Es que han cerrado Saint-Cyr? —preguntó Mireille cogiéndolo del brazo—. ¡Entonces me ha abandonado mi última esperanza!

La pequeña Maria-Anna intentó consolarla apoyando una mano en su brazo.

—¿Tenéis amigos en Saint-Cyr? —murmuró, preocupada—. ¿O familia? Tal vez alguien a quien conozco…

—Quería buscar refugio allí —contestó Mireille, sin saber cuánto debía revelar a esos desconocidos. Sin embargo, apenas tenía elección. Si el convento estaba cerrado, su único plan se derrumbaba y debía concebir otro. ¿Qué importancia tenía en quién confiara, si su situación era desesperada?—. Aunque no conocía a la directora —agregó—, esperaba que pudiera ayudarme a ponerme en contacto con la abadesa de mi antiguo convento. Su nombre era madame de Roque.

—¡Madame de Roque! —exclamó la jovencita, que, aunque era menuda y delicada, apretaba con fuerza el brazo de Mireille—. ¡La abadesa de Montglane! —Lanzó una rápida mirada a su hermano, que dejó la bolsa en el suelo y clavó los ojos en Mireille.

—Entonces, ¿venís de la abadía de Montglane? —preguntó el soldado.

Al asentir Mireille con cautela, el joven agregó:

—Nuestra madre conoce a la abadesa de Montglane… son amigas íntimas. Fue por consejo de madame de Roque que enviamos a mi hermana a Saint-Cyr hace años.

—Sí —susurró la niña—. Yo misma conozco bien a la abadesa. Durante su visita a Saint-Cyr, hace dos años, habló conmigo en varias ocasiones. Pero antes de seguir… ¿fuisteis una de las últimas… en abandonar la abadía de Montglane, mademoiselle? Si es así, comprenderéis por qué os hago esta pregunta. —Y volvió a mirar a su hermano.

Mireille sentía que le palpitaban las sienes. ¿Era simple coincidencia ese encuentro con personas que conocían a la abadesa? ¿Podía atreverse a esperar que hubieran sido depositarios de su confianza? No, era demasiado peligroso aventurar esa conclusión. La niña pareció percibir su preocupación.

—Por vuestro rostro deduzco que preferís no hablar de esto aquí —señaló—; tenéis razón, por supuesto. Sin embargo, hablar de ello podría beneficiarnos a ambas. Veréis, antes de salir de SaintCyr vuestra abadesa me confió una misión especial. Tal vez sepáis a qué me refiero. Os propongo que nos acompañéis hasta la posada más cercana, donde mi hermano ha reservado alojamiento para esta noche. Allí podremos conversar con mayor tranquilidad…

La sangre seguía latiendo en las sienes de Mireille y mil pensamientos se agolpaban en su mente. Aun cuando confiara en esos desconocidos lo bastante para ir con ellos, quedaría atrapada en París en un momento en que Marat podía estar registrando la ciudad en su busca. Por otro lado, no estaba segura de poder salir de la ciudad sin ayuda. Y si el convento estaba cerrado, ¿adónde podía acudir en busca de refugio?

—Mi hermana tiene razón —dijo el soldado sin dejar de mirar a Mireille—. No podemos quedarnos aquí. Mademoiselle, os ofrezco nuestra protección.

Mireille volvió a pensar que era muy apuesto, con su melena castaña y los grandes ojos de expresión triste. Aunque era esbelto y casi de su misma estatura, daba una impresión de gran fortaleza y seguridad. Finalmente decidió confiar en él.

—Muy bien —dijo con una sonrisa—. Iré a la posada y allí hablaremos.

Al oír esas palabras la niña sonrió y apretó el brazo de su hermano. Se miraron cariñosamente a los ojos. Después, el soldado volvió a coger la bolsa y tomó las riendas del caballo mientras su hermana cogía del brazo a Mireille.

—No lo lamentaréis, mademoiselle —dijo la niña—. Permitid que me presente. Mi nombre es Maria-Anna, pero mi familia me llama Elisa. Y este es mi hermano Napoleone… de la familia Buonaparte.

Ya en la posada, los jóvenes se sentaron en duras sillas de madera en torno a una mesa astillada sobre la que ardía una sola vela. Junto a esta había una barra de duro pan negro y una jarra de cerveza, que constituían su frugal comida.

—Somos de Córcega —explicó Napoleone a Mireille—, una isla que no se somete con facilidad al yugo de la tiranía. Como dijo Livio hace casi dos mil años, los corsos somos tan ásperos como nuestra tierra y tan ingobernables como bestias salvajes. No hace aún cuarenta años, nuestro líder Pasquale Paoli expulsó a los genoveses de nuestras costas, liberó Córcega y contrató al famoso filósofo Jean-Jacques Rousseau para que redactara una constitución. Sin embargo, la libertad duró poco, porque en 1768 Francia compró a Génova la isla de Córcega y en la primavera siguiente hizo desembarcar en el peñón treinta mil hombres y ahogó nuestro trono de libertad en un mar de sangre. Os cuento estos hechos porque fue esta historia, y el papel que en ella desempeñó nuestra familia, lo que nos puso en contacto con la abadesa de Montglane.

Mireille, que había estado a punto de preguntar por qué le relataba esos sucesos históricos, permaneció en silencio. Cogió un trozo de pan negro para comer mientras escuchaba al joven.

—Nuestros padres lucharon con valentía junto a Paoli para rechazar a los franceses —siguió Napoleone—. Mi madre fue una gran heroína de la revolución. Cabalgó a pelo de noche por las agrestes colinas corsas, entre las balas de los franceses, para llevar municiones y víveres a mi padre y los soldados que luchaban en Il Corte… el Nido del Águila. ¡Por entonces estaba en el séptimo mes de embarazo! ¡Era a mí a quien llevaba en su vientre! Como ha dicho siempre, nací para ser soldado. Pero cuando vine al mundo, mi país agonizaba.

—En efecto, vuestra madre era una mujer valerosa —observó Mireille tratando de imaginar a la revolucionaria amazona como amiga íntima de la abadesa.

—Vos me recordáis a ella —afirmó Napoleone sonriendo—. Pero debo proseguir con el relato. Cuando la revolución fracasó y Paoli se exilió a Inglaterra, la nobleza corsa eligió a mi padre para representar a nuestra isla en los Estados Generales, en Versalles; esto fue en 1782… el año en que Letizia, nuestra madre, conoció a la abadesa de Montglane. Nunca olvidaré lo elegante que estaba nuestra madre, cómo los chicos hablaban de su belleza cuando, al regresar de Versalles, nos visitó en Autun…

—¡Autun! —exclamó Mireille, que estuvo a punto de volcar la jarra de cerveza—. ¿Estabais en Autun cuando el señor Talleyrand vivía allí? ¿Cuando era obispo?

—No, eso fue después de mi estancia, porque me fui pronto a la escuela militar de Brienne —contestó él—. Pero es un gran estadista, a quien me gustaría conocer algún día. He leído muchas veces la obra que escribió con Thomas Paine: la Declaración de los Derechos del Hombre… uno de los documentos más bellos de la Revolución francesa…

—Continúa con tu historia —susurró Elisa dándole un codazo en las costillas—, porque mademoiselle y yo no queremos pasar la noche hablando de política.

—Lo intento —repuso Napoleone mirando a su hermana—. No conocemos las circunstancias exactas del encuentro de Letizia con la abadesa, pero sabemos que fue en Saint-Cyr. Nuestra madre debió de impresionar sobremanera a la abadesa… porque desde entonces esta siempre ha ayudado a nuestra familia.

—Nuestra familia es pobre, mademoiselle —explicó Elisa—. Aun en vida de mi padre, el dinero se escapaba de entre sus dedos como agua. La abadesa de Montglane ha pagado mi educación desde el día que entré en Saint-Cyr, hace ocho años.

—El vínculo que la une a vuestra madre debe de ser muy poderoso —apuntó Mireille.

—Es más que un vínculo —repuso Elisa—, porque hasta que la abadesa abandonó Francia no pasaba semana sin que se comunicaran. Lo comprenderéis cuando os hable de la misión que me confió.

Habían pasado diez años, pensó Mireille. Diez años desde que ambas mujeres se conocieron, mujeres con un pasado y unas perspectivas tan distintas: una se crió en una isla agreste y primitiva, luchó en las montañas junto a su esposo y le dio ocho hijos; la otra, de noble nacimiento y bien educada, llevaba una vida entregada a Dios. ¿Cuál podía ser la naturaleza de su relación para que la abadesa confiara un secreto a la niña que ahora tenía delante… quien no podía tener más de doce o trece años cuando la abadesa la vio por última vez?

Pero Elisa ya estaba explicándolo…

—El mensaje de la abadesa para mi madre era tan secreto que no deseaba ponerlo por escrito. Yo tenía que repetírselo personalmente cuando la viera. En ese momento ni la abadesa ni yo sospechábamos que pasarían dos largos años, que la revolución cambiaría nuestras vidas y nos impediría viajar. Lamento no haber transmitido antes este mensaje… tal vez fuera crucial, porque la abadesa me dijo que había personas que conspiraban para quitarle un tesoro secreto, cuya existencia pocos conocían… y que estaba oculto en Montglane.

La voz de Elisa era ahora apenas un susurro, pese a que estaban solos en la habitación. Mireille trató de no dejar traslucir sus emociones, pero el corazón le latía con tal fuerza que tenía la certeza de que los otros podían oírlo.

—Fue a Saint-Cyr, tan cerca de París —continuó Elisa—, para enterarse de la identidad de aquellos que trataban de robarlo. Me dijo que para proteger ese tesoro había hecho que las monjas lo sacaran de la abadía.

—¿Cuál era la naturaleza de ese secreto? —preguntó Mireille con un hilo de voz—. ¿Os lo dijo la abadesa?

—No —respondió Napoleone mirando fijamente a Mireille. Su largo rostro ovalado estaba pálido a la luz mortecina, que hacía resplandecer su cabello castaño—. Pero ya conocéis las leyendas que rodean a los monasterios de las montañas vascas. Se dice que allí hay reliquias ocultas en ellas. Según Chrétien de Troyes, el Santo Grial está escondido en Monsalvat, también en los Pirineos…

—Por eso precisamente quería hablar con vos, mademoiselle —lo interrumpió Elisa—. Cuando nos dijisteis que veníais de Montglane, pensé que tal vez podríais arrojar luz sobre el misterio.

—¿Qué mensaje os dio la abadesa?

—El último día de su estancia en Saint-Cyr —contestó Elisa inclinándose sobre la mesa, de modo que el contorno de su cara se recortó en la luz dorada—, la abadesa me hizo llamar a una cámara privada. Dijo: «Elisa, te confío una misión secreta porque sé que eres la octava hija de Carlo Buonaparte y Letizia Ramolino. Cuatro de tus hermanos murieron en la infancia; eres la primera mujer que sobrevive. Esto te hace especial a mis ojos. Recibiste el nombre de una gran gobernante, Elisa, a quien algunos llamaban la Roja. Ella fundó una gran ciudad, Q’ar, que después fue conocida en todo el mundo. Debes ir a tu madre y decirle que la abadesa de Montglane dice lo siguiente: “Elisa la Roja se ha levantado… el Ocho regresa”. Ese es el mensaje; Letizia lo entenderá y sabrá qué debe hacer».

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