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Authors: Katherine Neville

El ocho (46 page)

BOOK: El ocho
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Recogió el sedal, cortó el cebo y lo arrojó a la cesta de Courtiade. Este lo ayudó a ponerse en pie.

—Courtiade —dijo Talleyrand entregándole la caña—, ya sabes que dentro de pocos meses cumpliré treinta y nueve años.

—Naturalmente —contestó el valet—. ¿Desea monseñor que prepare una fiesta?

Talleyrand echó la cabeza hacia atrás y rió.

—A fin de mes tengo que dejar la casa de Woodstock Street y alquilar una más pequeña en Kensington. Y a fin de año, como no haya otra fuente de ingresos, me veré obligado a vender la biblioteca…

—Tal vez monseñor pase algo por alto —dijo cortésmente Courtiade, sosteniendo la chaqueta de terciopelo—. Algo que tal vez le haya proporcionado el destino para afrontar la difícil situación en que se encuentra… Me refiero a esos artículos guardados en este momento detrás de los libros de la biblioteca de monseñor, en Woodstock Street.

—Courtiade, no pasa día sin que piense eso mismo —dijo Talleyrand—. Sin embargo, no creo que estén allí para ser vendidos.

—Si se me permite la indiscreción —continuó Courtiade, doblando la ropa de Talleyrand y recogiendo los brillantes escarpines—, ¿monseñor ha tenido últimamente noticias de mademoiselle Mireille?

—No —contestó Talleyrand—, pero todavía no estoy dispuesto a redactar su epitafio. Es una joven valerosa y está en el buen camino. Lo que quiero decir es que el tesoro que está ahora en mis manos puede tener más valor que su peso en oro… ¿por qué, si no, lo habrían perseguido tantos durante tanto tiempo? Ahora la edad de la ilusión ha terminado en Francia. Han puesto al rey en la balanza y lo han encontrado deficiente… como a todos los reyes. Su juicio será una simple formalidad. Pero ni siquiera el gobierno más débil puede ser reemplazado por la anarquía. Lo que Francia necesita ahora es un líder, no un gobernante. Y, cuando llegue, seré el primero en reconocerlo.

—Monseñor se refiere a un hombre que sirva a la voluntad de Dios y devuelva la paz a nuestra tierra —apuntó Courtiade, que se había arrodillado para meter trozos de hielo en la cesta de pescado.

—No, Courtiade —dijo Talleyrand con un suspiro—. Si Dios deseara paz en la tierra, a estas alturas ya la tendríamos. Nuestro Salvador dijo: «No he venido a traer la paz, sino la espada». El hombre al que me refiero comprenderá cuál es el valor del ajedrez de Montglane… que se resume en una palabra: poder. Esto es lo que ofrezco al hombre que pronto conducirá los destinos de Francia.

Mientras caminaban por la helada ribera del Támesis, Courtiade formuló vacilante la pregunta que ocupaba sus pensamientos desde que habían recibido aquel periódico francés, ahora aplastado y arrugado debajo del hielo y el pescado:

—¿Y cómo piensa monseñor encontrar a ese hombre, ahora que la acusación de traición le impide regresar a Francia? —susurró.

Talleyrand sonrió y, con familiaridad desacostumbrada, le dio una palmada en el hombro.

—Mi querido Courtiade —dijo—. La traición no es más que una cuestión de fechas.

París, diciembre de 1792

Era 11 de diciembre. El acontecimiento era el juicio de Luis XVI, rey de Francia. El cargo era traición.

El Club de los Jacobinos ya estaba atestado cuando llegó Jacques-Louis David. Algunos rezagados de aquel primer día de juicio entraron con él, y algunos le dieron palmadas en el hombro. Captó retazos de conversaciones y observó a los presentes: las damas en sus palcos, bebiendo licores aromáticos; los vendedores ambulantes que ofrecían helados en el salón; las amantes del duque de Orleans, que murmuraban y reían detrás de sus abanicos de encajes, y el propio rey, quien, al mostrársele las cartas sacadas de su armario de hierro, fingía no haberlas visto nunca… negaba su firma, alegaba mala memoria cuando le mostraban las múltiples pruebas de su traición al Estado. Los jacobinos estaban de acuerdo en que era un bufón entrenado. La mayor parte de ellos había decidido ya su voto antes de cruzar las grandes puertas de roble del Club de los Jacobinos.

David caminaba por las baldosas del antiguo monasterio donde los jacobinos celebraban sus reuniones, cuando alguien le tiró de la manga. Al volverse vio los ojos fríos y brillantes de Maximilien Robespierre.

Este —impecable, como siempre, con un traje gris plata, cuello alto y cabello empolvado— estaba más pálido que la última vez que lo había visto, tal vez incluso más severo. Saludó a David con una inclinación de la cabeza y sacó una cajita de pastillas del bolsillo interior de su chaqueta. Cogió una y le ofreció la caja.

—Mi querido David —dijo—, no te hemos visto mucho en los últimos meses. He oído decir que estabas trabajando en una pintura en el Jeu de Paume. Sé que eres un artista entregado a tu arte, pero no debes ausentarte tanto tiempo… la revolución te necesita.

Era la manera sutil que tenía Robespierre de indicar que ya no era seguro que un revolucionario se mantuviera apartado de la acción. Podía interpretarse como falta de interés.

—Por supuesto, me he enterado del destino de tu pupila en la prisión de l’Abbaye —agregó—. Permíteme que te exprese mi pésame más sentido, aunque sea algo tarde. Supongo que sabrás que Marat fue castigado por los girondinos delante de la Asamblea. ¡Cuando solicitaron a gritos su castigo, se puso en pie en la Montaña y, sacando una pistola, apuntó a su sien como si pensara suicidarse! Un espectáculo desagradable, pero le salvó la vida. El rey haría bien en seguir su ejemplo.

—¿Crees que la Convención votará por la condena a muerte del rey? —preguntó David cambiando de tema, pues no quería pensar en la terrible muerte de Valentine, cuyo recuerdo apenas lo había abandonado en los meses transcurridos.

—Un rey vivo es un rey peligroso —afirmó Robespierre—. Aunque no propongo el regicidio, su correspondencia no deja lugar a dudas de que planeaba actos de traición contra el Estado… ¡como tu amigo Talleyrand! Ya ves que mis predicciones sobre él resultaron ciertas.

—Danton me envió una nota para solicitar mi presencia esta noche —dijo David—. Parece que se trata de que el voto popular decida el destino del rey.

—Sí, para eso nos reunimos —confirmó Robespierre—. Los girondinos, esos corazones compasivos, apoyan esa medida. Sin embargo, si permitimos que voten sus representantes de provincias, me temo que nos encontraremos con una restauración de la monarquía. Y hablando de girondinos, me gustaría que conocieras a ese joven inglés que viene hacia nosotros. Es amigo de André Chénier, el poeta. Lo he invitado a venir hoy aquí para que sus ilusiones románticas sobre la revolución queden destruidas al ver el ala izquierda en acción.

David miró al joven larguirucho que se aproximaba. Tenía la piel cetrina y el cabello lacio, que se peinaba hacia atrás, dejando la frente despejada, y caminaba ligeramente encorvado, como si se inclinara hacia el suelo. Llevaba una chaqueta marrón que le quedaba grande, como si la hubiera recogido de una bolsa de trapos, y en lugar de bufanda, un pañuelo negro anudado al cuello. Sus ojos eran claros y brillantes, y el mentón huidizo estaba equilibrado por una nariz fuerte y prominente. Su jóvenes manos mostraban ya las callosidades de las personas que han crecido en el campo y se han visto obligadas a trabajar.

—Este es el joven William Wordsworth, un poeta —dijo Robespierre cuando el inglés se acercó—. Ya hace un mes que está en París… pero esta es su primera visita al Club de los Jacobinos. Os presento al ciudadano Jacques-Louis David, antiguo presidente de la Asamblea.

—¡Monsieur David! —exclamó Wordsworth, estrechando cordialmente la mano del pintor—. ¡Tuve el gran honor de ver vuestra obra expuesta en Londres a mi regreso de Cambridge! La muerte de Sócrates. Sois una inspiración para alguien como yo, cuyo mayor deseo es dar cuenta de los acontecimientos históricos.

—Sois escritor, ¿no es cierto? —preguntó David—. Entonces, como Robespierre convendrá, llegáis a tiempo para ser testigo de un gran acontecimiento: la caída de la monarquía francesa.

—Nuestro poeta, el místico William Blake, publicó el año pasado un poema, «La Revolución francesa», en el que predice, como en la Biblia, la caída de los reyes. ¿Tal vez lo habéis leído?

—Me temo mucho que me dedico solo a Herodoto, Plutarco y Livio —dijo sonriendo David—. En ellos encuentro temas adecuados para mis cuadros, porque no soy un místico ni un poeta.

—Es extraño —dijo Wordsworth—. En Inglaterra creíamos que quienes estaban detrás de esta revolución eran los francmasones, a quienes, sin duda, debemos considerar místicos.

—Es verdad que la mayor parte de nosotros pertenece a esa sociedad —aceptó Robespierre—. En realidad, el propio Club de los Jacobinos fue fundado por Talleyrand como una orden de francmasones. Pero aquí, en Francia, apenas puede decirse que seamos místicos…

—Algunos sí —interrumpió David—. Por ejemplo, Marat.

—¿Marat? —preguntó Robespierre levantando una ceja—. Bromeas, claro. ¿De dónde has sacado esa idea?

—En realidad he venido esta noche no solo convocado por Danton —admitió a regañadientes David—. Quería verte porque pensé que quizá podrías ayudarme. Has hablado del… accidente… que sufrió mi pupila en la prisión de l’Abbaye. Sabes que su muerte no fue un accidente. Marat la hizo interrogar y ejecutar deliberadamente porque creía que sabía algo sobre… ¿has oído hablar del ajedrez de Montglane?

Al oír esas palabras Robespierre palideció. El joven Wordsworth miró a ambos hombres con perplejidad.

—¿Sabes de qué estás hablando? —susurró Robespierre llevándose aparte a David. Wordsworth los siguió con expresión atenta—. ¿Qué podía saber tu pupila al respecto?

—Mis dos pupilas habían sido novicias en la abadía de Montglane… —empezó a decir David.

—¿Por qué nunca lo habías mencionado? —lo interrumpió Robespierre con voz temblorosa—. Claro… ¡esto explica las atenciones que les dedicó el obispo de Autun desde que llegaron! Si me lo hubieras dicho antes… ¡antes de que se me escapara!

—Jamás creí esa historia, Maximilien —repuso David—. Pensé que era solo una leyenda, una superstición. Sin embargo, Marat lo creía. ¡Y Mireille, en un intento por salvar a su prima, le dijo que ese tesoro fabuloso existía en realidad! Le explicó que ella y su prima tenían parte de ese tesoro y que lo habían enterrado en mi jardín. Pero al día siguiente, cuando Marat llegó con una delegación para desenterrarlo…

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó Robespierre con gran agitación, apretando el brazo de David. Wordsworth no se perdía palabra.

—Mireille había desaparecido —murmuró David— y cerca de la pequeña fuente del jardín la tierra estaba removida…

—¿Y dónde está ahora tu pupila? —En su agitación, Robespierre casi gritaba—. Hay que interrogarla. Enseguida.

—Ahí es donde esperaba que pudieses ayudarme —dijo David—. Ya he perdido las esperanzas de que regrese. Pensé que con tus contactos podrías enterarte de su paradero y de si le ha sucedido… algo.

—La encontraremos, aunque tengamos que poner Francia patas arriba —le aseguró Robespierre—. Debes darme una descripción completa, con la mayor cantidad posible de detalles.

—Puedo hacer algo mejor —repuso David—. Tengo un retrato de ella en mi estudio.

Córcega, enero de 1793

Pero el destino quiso que la modelo del retrato no permaneciera mucho tiempo en suelo francés.

Un día de finales de enero, bien pasada la medianoche, Letizia Buonaparte despertó a Mireille de su sueño en la pequeña habitación que compartía con Elisa, en su casa de las colinas de Ajaccio. Hacía ya tres meses que Mireille estaba en Córcega… y junto a Letizia había aprendido mucho, aunque no todo lo que necesitaba saber.

—Debéis vestiros a toda prisa —susurró Letizia a las dos muchachas, que se frotaban los ojos.

Junto a ella, en la habitación a oscuras, estaban sus dos hijos menores, Maria-Carolina y Girolamo, ya vestidos, como Letizia, para emprender viaje.

—¿Qué sucede? —exclamó Elisa.

—Debemos huir —respondió Letizia con voz serena y firme—. Han estado aquí los soldados de Paoli. El rey de Francia ha muerto.

—¡No! —exclamó Mireille incorporándose de golpe.

—Lo ejecutaron hace dos días en París —explicó Letizia, mientras sacaba ropa del armario para que las jóvenes se vistieran sin demora—. Paoli ha juntado tropas aquí, en Córcega, para unirse a Cerdeña y España… y derrocar al gobierno francés.

—Dios mío —gimió Elisa, que no deseaba salir de la cama—, ¿y qué tiene eso que ver con nosotros?

—Esta tarde, en la Asamblea corsa, tus hermanos Napoleone y Lucciano han hablado en contra de Paoli —dijo Letizia con una sonrisa irónica—. Paoli ha decretado la vendetta traversa.

—¿Qué es eso? —preguntó Mireille, que, saltando de la cama, empezó a ponerse la ropa que le tendía Letizia.

—¡La venganza colateral! —susurró Elisa—. ¡En Córcega es costumbre, cuando alguien comete un agravio, vengarse de toda su familia! ¿Dónde están mis hermanos ahora?

—Lucciano está escondido en casa de mi hermano, el cardenal Fesch —contestó Letizia alcanzando la ropa a Elisa—, y Napoleone ha huido de la isla. Vamos, no tenemos caballos suficientes para llegar a Bocognano esta noche, aunque los niños vayan en una sola montura. Debemos robar algunos y llegar antes del amanecer.

Letizia salió de la habitación empujando a los niños delante de ella. Cuando estos lloraron asustados, Mireille la oyó decir con voz firme:

—Yo no lloro, ¿verdad? ¿Qué motivo os habéis inventado para llorar?

—¿Qué hay en Bocognano? —preguntó Mireille a Elisa mientras salían del dormitorio.

—Allí vive mi abuela, Angela-Maria di Pietrasanta —contestó Elisa—. Esto significa que la situación es muy grave.

Mireille estaba atónita. ¡Por fin vería a la anciana de la que tanto había oído hablar! La amiga de la abadesa de Montglane…

Elisa cogió a Mireille por la cintura mientras salían a la oscura noche.

—Angela-Maria ha vivido toda su vida en Córcega. Solo con sus hermanos, primos y sobrinos nietos podría alzar un ejército que barriera la mitad de la isla. Por eso mi madre acude a ella. Significa que acepta la venganza colateral.

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