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Authors: Katherine Neville

El ocho (44 page)

BOOK: El ocho
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Y dándoles la espalda tocó ligeramente al caballo con el látigo y partieron en silencio.

La casa de Letizia Buonaparte se encontraba en una de las colinas que rodeaban Ajaccio. Era un pequeño edificio encalado de dos plantas, que se alzaba en una calle estrecha. En la entrada había dos olivos y, a pesar de la espesa bruma, algunas abejas ambiciosas seguían trabajando en las flores del seto de romero que cubría la puerta hasta la mitad.

Durante el trayecto nadie había hablado. Al bajar de la carreta, se asignó a Maria-Carolina la tarea de acomodar a Mireille, mientras los otros se dedicaban a preparar la cena. Mireille llevaba todavía la vieja camisa de Courtiade, que era demasiado grande, y una falda de Elisa, que le quedaba pequeña. Además, tenía los cabellos cubiertos de polvo a causa del viaje y la piel pegajosa, por lo que se sintió muy aliviada cuando la pequeña Carolina apareció con dos jarras de cobre con agua caliente para prepararle un baño.

Después de bañarse y ponerse las pesadas ropas de lana que le habían conseguido, se sintió algo mejor. La mesa rebosaba de especialidades locales: bruccio, un queso cremoso de oveja; tortitas de trigo; panes hechos con castañas; mermelada de cerezas silvestres de la isla; miel de salvia; pequeños calamares y pulpitos del Mediterráneo, que pescaban ellos mismos; conejo silvestre preparado con la salsa especial de Letizia y aquella novedad que ahora se cultivaba en Córcega, las patatas.

Después de cenar, cuando los pequeños se acostaron, Letizia sirvió unas tacitas de aguardiente de manzana y los cuatro «adultos» se acomodaron en el comedor junto al brasero.

—Antes de nada —empezó Letizia—, deseo excusarme por mi mal carácter, mademoiselle. Mis hijos me han hablado de vuestro coraje al salir de París durante el Terror, sola y por la noche. He pedido a Napoleone y a Elisa que escuchen lo que voy a decir. Quiero que sepan qué espero de ellos… que os consideren, como yo, un miembro de nuestra familia. Suceda lo que suceda en el futuro, espero que os ayuden como a uno de los nuestros.

—Madame —dijo Mireille calentando su aguardiente de manzana sobre el brasero—, he venido a Córcega por una razón: escuchar de vuestros labios el significado del mensaje de la abadesa. La misión en la que me he empeñado me fue impuesta por los acontecimientos. El último miembro de mi familia fue aniquilado a causa del ajedrez de Montglane… y yo voy a dedicar toda mi sangre, todo mi aliento, todas las horas que pase sobre la tierra, a descubrir el oscuro secreto que guardan estas piezas.

Letizia miró a Mireille, cuyo cabello, resplandeciente a la luz del brasero, y la juventud de su rostro contrastaban amargamente con la fatiga que delataban sus palabras… El corazón se le encogió al pensar en lo que había decidido hacer. Esperaba que la abadesa de Montglane estuviera de acuerdo con su decisión.

—Os diré lo que deseáis saber —dijo por fin—. En mis cuarenta y dos años jamás he hablado de esto. Tened paciencia, porque no es una historia sencilla. Cuando haya terminado, comprenderéis la terrible carga que he llevado todos estos años… Ahora os la paso a vos.

EL RELATO DE LA SEÑORA MADRE

Cuando era una niña de ocho años, Pasquale Paoli liberó la isla de Córcega de los genoveses. Como mi padre había muerto, mi madre se casó en segundas nupcias con un suizo llamado Franz Fesch, quien, para desposarla, tuvo que renunciar a su fe calvinista y abrazar el catolicismo. Su familia lo desheredó. Esta fue la circunstancia que provocó la entrada de la abadesa de Montglane en nuestras vidas.

Pocas personas saben que Hélène de Roque desciende de una antigua y noble familia de Saboya pero, como tenían propiedades en muchos países, Hélène viajaba mucho. En 1764, año en que la conocí, ya era abadesa de Montglane, pese a que aún no había cumplido los cuarenta. Conocía a la familia de Fesch y, como noble cuyo origen era en parte suizo, aunque católica, era muy estimada por los burgueses. Al conocer la situación decidió mediar entre mi padrastro y su familia, a fin de restablecer la relación… acto que en ese momento pareció puramente desinteresado.

Franz Fesch, mi padrastro, era un hombre alto y delgado, de rostro expresivo. Como buen suizo, hablaba sin alzar la voz, daba su opinión en contadas ocasiones y no confiaba prácticamente en nadie. Como es natural, se sentía agradecido a madame de Roque por haber propiciado la reconciliación con su familia, de modo que la invitó a visitarnos en Córcega. En ese momento no podíamos imaginar que eso era precisamente lo que deseaba ella desde el principio.

Jamás olvidaré el día que llegó a nuestra vieja casa de piedra, encaramada en lo alto de las montañas corsas, a casi dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Para llegar allí había que atravesar un terreno escabroso de traicioneros acantilados, barrancos escarpados y macchia impenetrable, que en algunas zonas formaba verdaderos muros de dos metros de altura. Pero el duro viaje no desalentó a la abadesa. Tras las presentaciones de rigor sacó el tema que deseaba abordar.

—Franz Fesch, si he venido hasta aquí no ha sido en respuesta a vuestra amable invitación —empezó—, sino a causa de un asunto muy urgente. Hay un hombre, un suizo, como vos… converso también a la fe católica. Le temo, porque vigila mis movimientos. Creo que intenta apoderarse de un secreto que guardo… un secreto que tiene quizá mil años. Todas sus actividades así lo indican. Ese hombre ha estudiado música, incluso ha escrito un diccionario de música y compuesto una ópera con el famoso André Philidor. Ha entablado amistad con los filósofos Grimm y Diderot, protegidos ambos por la corte de Catalina la Grande, en Rusia. ¡Ha llegado incluso a mantener correspondencia con Voltaire… un hombre al que desprecia! Y ahora, aunque está demasiado enfermo para viajar, ha contratado los servicios de un espía que se dirige aquí, Córcega. Os pido ayuda; os ruego que actuéis en mi favor, como he hecho yo por vos.

—¿Y quién es? —preguntó Fesch, interesado—. Tal vez lo conozca.

—Lo conozcáis o no, habréis oído su nombre —contestó la abadesa—. Es Jean-Jacques Rousseau.

—¡Rousseau! ¡Imposible! —exclamó Angela-Maria, mi madre—. ¡Pero si es un gran hombre! ¡La revolución corsa se basó en sus teorías sobre la virtud natural! De hecho, Paoli le encargó que escribiera nuestra constitución… Fue Rousseau quien dijo: «El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado».

—Una cosa es hablar de los principios de libertad y virtud —repuso la abadesa secamente—, y otra muy distinta actuar en consecuencia. Este hombre afirma que todos los libros son instrumentos de maldad… pero escribe seiscientas páginas de una sentada. Asegura que los niños deben ser alimentados físicamente por sus madres e intelectualmente por sus padres… ¡pero abandona a los suyos en la escalera de un orfanato! Estallará más de una revolución en nombre de las virtudes que preconiza… y sin embargo va en busca de una herramienta de tal poder que encadenará a todos los hombres… salvo a su poseedor.

Los ojos de la abadesa resplandecían como las ascuas del brasero.

—Querréis saber qué quiero —añadió con una sonrisa—. Entiendo a los suizos, monsieur. Yo misma soy casi suiza. Iré al grano. Quiero información y colaboración. Comprendo que no podáis concedérmelas… hasta que os diga cuál es el secreto que guardo y que está enterrado en la abadía de Montglane.

Durante la mayor parte de ese día la abadesa nos narró la larga y misteriosa historia de un legendario juego de ajedrez que, según se decía, había pertenecido a Carlomagno y se creía estaba enterrado desde hacía mil años en la abadía de Montglane. Digo que «se creía»… porque ningún ser vivo lo había visto, aunque muchos habían intentado descubrir el lugar donde estaba enterrado y el secreto de sus presuntos poderes. Como todas sus predecesoras, la abadesa temía que el tesoro fuera exhumado durante el ejercicio de sus funciones, pues ella sería la responsable de que se abriera la caja de Pandora. En consecuencia, había llegado a recelar de todos cuantos se cruzaban en su camino, de la misma manera que un jugador de ajedrez vigila con desconfianza las piezas que pueden ahogarlo —incluidas las propias— y planea el contraataque de antemano. Para eso había venido a Córcega.

—Tal vez sepa qué busca aquí Rousseau —afirmó la abadesa—, porque la historia de esta isla es antigua y misteriosa. Como he dicho, el ajedrez de Montglane pasó a manos de Carlomagno por obra de los moros de Barcelona. Pues bien, en el año 809, cinco antes de la muerte de Carlomagno, otro grupo de moros se apoderó de la isla de Córcega. En la fe islámica hay casi tantas sectas como en la cristiana —continuó con una sonrisa irónica—. En cuanto Mahoma murió, su propia familia rompió las hostilidades, lo que dio lugar a la escisión de la fe. La secta que se estableció en Córcega era la Shía, místicos que predicaban el Talum, una doctrina secreta que creía en la llegada de un redentor.

»Fundaron un culto místico con una logia, ritos de iniciación secretos y un gran maestre… sobre los cuales ha basado sus ritos la actual Sociedad de los Francmasones. Sometieron Cartago y Trípoli, y establecieron en ellas dinastías poderosas. Uno de los hombres pertenecientes a su orden, un persa de Mesopotamia a quien llamaban Qarmat en homenaje a la antigua diosa Car, organizó un ejército que atacó La Meca y robó el velo de la Kaba y la sagrada Piedra Negra que estaba dentro. Por último, dieron origen a los hashashin, un grupo de homicidas políticos afectos a las drogas, de donde deriva la palabra “asesinos”. Os digo estas cosas —prosiguió la abadesa—, porque esta secta shií, despiadada y movida por intereses políticos, que desembarcó en Córcega conocía la existencia del ajedrez de Montglane. Habían estudiado los antiguos manuscritos de Egipto, Babilonia y Sumeria, que hablaban de los oscuros misterios cuya clave, según creían, estaba en el juego. Y querían recuperarlo. Durante los siglos de guerra que siguieron estos místicos clandestinos vieron frustrados repetidas veces sus intentos de encontrar y recuperar el ajedrez. Por último, los moros fueron expulsados de sus plazas fuertes de Italia y España. Divididos en facciones, dejaron de desempeñar un papel importante en la historia.

Durante el relato de la abadesa mi madre había permanecido en silencio. Habitualmente directa y abierta, se mostraba ahora reservada y cautelosa. Tanto mi padrastro como yo lo notamos, y Fesch habló… tal vez para sacarla de su mutismo:

—Mi familia y yo hemos escuchado vuestras palabras con suma atención —dijo—. Como es natural, nos preguntamos cuál es el secreto que monsieur Rousseau podría buscar en nuestra isla… y por qué nos habéis elegido a nosotros como confidentes en vuestro intento de impedir que lo encuentre.

—Aunque, como he dicho, tal vez Rousseau está demasiado enfermo para viajar —repuso la abadesa—, sin duda indicará a su agente que visite a uno de sus compatriotas aquí. En cuanto al secreto que persigue… tal vez Angela-Maria, vuestra esposa, pueda decirnos más. Sus raíces familiares en la isla de Córcega datan de hace mucho… si no me equivoco, antes incluso de la llegada de los moros…

¡Comprendí de repente por qué la abadesa había venido aquí! El rostro delicado y dulce de mi madre se ruborizó, mientras lanzaba una rápida mirada a Fesch y luego a mí. Se retorcía las manos y parecía no saber qué hacer.

—No tengo intención de desconcertaros, madame Fesch —agregó la abadesa con voz serena, que, sin embargo, transmitía cierto apremio—, pero esperaba que el sentido del honor corso exigiría la devolución del favor que os hice.

Fesch estaba perplejo, pero yo no, pues había vivido siempre en Córcega y conocía las leyendas en torno a la familia de mi madre, los Pietrasanta, que residía en esta isla prácticamente desde sus orígenes.

—Madre —dije—, no son más que antiguos mitos, o al menos eso me habéis dicho. ¿Qué importa compartirlos con madame de Roque, que tanto ha hecho por nosotros?

En ese punto Fesch puso su mano sobre la de mi madre y la apretó para manifestarle su apoyo.

—Madame de Roque —dijo mi madre con voz temblorosa—, os debo gratitud y pertenezco a un pueblo que paga sus deudas. Sin embargo, vuestra historia me ha asustado. La superstición está profundamente enraizada en nuestra sangre. Aunque la mayoría de las familias de esta isla desciende de etruscos, lombardos o sicilianos, la mía se remonta a los primeros pobladores. Provenimos de Fenicia, un antiguo pueblo de la costa oriental del Mediterráneo. Colonizamos Córcega mil seiscientos años antes del nacimiento de Cristo.

Mientras mi madre hablaba, la abadesa asentía en silencio.

—Los fenicios eran comerciantes, mercaderes, y en la historia antigua se los conocía como el pueblo del mar. Los griegos los llamaron «phoinikes», que significa «rojo como la sangre», tal vez a causa de los tintes purpúreos que obtenían de las conchas o quizá por el legendario pájaro de fuego o la palmera, ambos llamados «phoinix», es decir, «rojo como el fuego». Hay quien piensa que provenimos del mar Rojo y por eso nos dieron ese nombre. Pero nada de esto es cierto. Nos llamaron así por el color de nuestros cabellos. Y todas las tribus que se formaron a partir de los fenicios, como los vénetos, fueron conocidas por esta señal. Me detengo en este punto porque estos pueblos extraños y primitivos adoraban las cosas rojas, del color de las llamas y la sangre.

»Aunque los griegos los llamaban phoinikes, ellos se denominaban pueblo de Khna (o Cnósos) y más tarde cananeos. Según la Biblia, adoraban a muchos dioses, los dioses de Babilonia: al dios Bel, a quien llamaban Baal; a Isthar, que se convirtió en Astarté, y a Mel Kart, a quien los griegos llamaban Kar, que significa “sino” o “destino”, y mi gente llamaba el Moloc.

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