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Authors: Katherine Neville

El ocho (72 page)

BOOK: El ocho
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—¡Tiene razón! —exclamó cogiendo una carpeta con algunos papeles que me tendió—. ¿Por qué tiene tanta prisa el consulado soviético? Aquí, mademoiselle, firme esto. Ahora le traeré el coche.

Cuando regresó con las llaves en la mano, le pedí que telefoneara a la operadora internacional de Argel, asegurándole que no le cobrarían la llamada. Me puso con Thérèse y cogí el auricular.

—¡Niña! —exclamó ella entre ruidos de la línea—. ¿Qué ha hecho? Medio Argel la busca. Créame, ¡he escuchado las llamadas! El ministro me pidió que, si tenía noticias suyas, le dijera que no puede atenderla. No debe acercarse usted al ministerio en su ausencia.

—¿Dónde está? —pregunté mirando nerviosamente al empleado, que escuchaba todo al tiempo que fingía no entender inglés.

—Está en la conferencia —respondió ella.

Mierda. ¿Quería decir eso que la conferencia de la OPEP ya había empezado?

—¿Dónde está usted, por si el ministro desea localizarla? —inquirió Thérèse.

—Voy de camino a Arzew, a inspeccionar las refinerías —contesté en voz alta y en francés—. Nuestro coche se ha averiado, pero gracias al estupendo trabajo del agente de alquiler de vehículos del aeropuerto de Orán he conseguido otro. Diga al ministro que mañana le informaré…

—¡Haga lo que haga, no debe volver ahora! —exclamó Thérèse—. Ese salaud de Persia sabe dónde ha estado… y quién la envió allí. Salga del aeropuerto lo antes posible. ¡Los aeropuertos están vigilados por sus hombres!

El cabrón persa al que se refería era Sharrif, quien, evidentemente, sabía que habíamos ido al Tassili. Pero ¿cómo se había enterado Thérèse y, más increíble aún, cómo sabía quién me había enviado allí? Entonces recordé que era a Thérèse a quien había preguntado por Minnie Renselaas cuando trataba de localizarla.

—Thérèse —dije pasando al inglés, sin dejar de vigilar al agente—, ¿fue usted quien informó al ministro de que yo había tenido una reunión en la casbah?

—Sí —musitó—. Ya veo que la encontró. Que el cielo la ayude ahora, niña. —Y bajó tanto la voz que tuve que hacer un esfuerzo para oírla—. ¡Ellos han adivinado quién es usted!

La línea quedó muda un momento y después oí la señal de desconexión. Colgué el auricular, con el corazón desbocado, y cogí del mostrador las llaves del coche.

—Bueno —dije estrechando la mano del empleado—, ¡al ministro le complacerá saber que podemos inspeccionar Arzew! ¡No sé cómo darle las gracias por su ayuda!

Lily subió al Renault con Carioca y yo me senté al volante. Apreté el acelerador y partí hacia la carretera de la costa. Me dirigía a Argel, pese a los consejos de Thérèse. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mientras el coche devoraba el asfalto, mi cerebro corría a kilómetro por minuto. Si había entendido bien a Thérèse, mi vida no valía un comino. Conduje como un murciélago escapando del infierno hasta la autopista de dos carriles que iba a Argel.

La carretera discurría por la alta cornisa hacia el este a lo largo de cuatrocientos kilómetros hasta Argel. Una vez pasadas las refinerías de Arzew, dejé de mirar con nerviosismo el espejo retrovisor y finalmente detuve el coche y cedí el volante a Lily para reanudar la traducción del diario de Mireille.

Abrí el libro y pasé con cuidado las hojas frágiles hasta el fragmento donde nos habíamos quedado. Era bien entrada la tarde y el sol de bordes purpúreos descendía hacia el mar oscuro; se formaban arcos iris allí donde el agua chocaba contra los acantilados, en los que había bosquecillos de olivos de ramas oscuras cuyas temblorosas hojas se agitaban como diminutas láminas metálicas a la luz de la tarde.

Al apartar la mirada del paisaje en movimiento me sentí regresar al extraño mundo de la palabra escrita. Era curioso cómo ese libro se había vuelto más real para mí que los peligros palpables e inmediatos que me acechaban. Mireille, la monja francesa, se había convertido en una especie de compañera de aventura. Su historia se abría ante nosotras —dentro de nosotras— como una flor oscura y misteriosa.

Seguí traduciendo mientras Lily conducía en silencio. Era como si estuviera oyendo el relato de mi propia búsqueda de labios de alguien sentado junto a mí —una mujer empeñada en una misión que solo yo podía comprender—, como si la voz susurrante que escuchaba fuera la mía propia. En algún momento de mis aventuras la búsqueda de Mireille se había convertido en mi propia búsqueda. Seguí leyendo…

Salí de la prisión muy alterada. En la caja de pinturas que llevaba había una carta de la abadesa y una considerable suma de dinero que adjuntaba para ayudarme en mi misión. Una carta de crédito, decía, estaría a mi disposición en un banco británico para que pudiera disponer de los fondos de mi difunto primo. Sin embargo, yo había decidido no ir todavía a Inglaterra; antes me aguardaba otra tarea. Mi hijo estaba en el desierto… Charlot, a quien apenas esa mañana había creído que no volvería a ver. Había nacido bajo la mirada de la diosa. Había nacido dentro del juego…

Lily disminuyó la velocidad y levanté la vista. Anochecía y tenía los ojos cansados a causa de la falta de luz. Tardé unos segundos en comprender por qué mi amiga se había detenido a un lado de la carretera y apagado los faros. En la penumbra vi coches policiales y vehículos militares delante… y algunos automóviles que habían hecho parar para registrarlos.

—¿Dónde estamos? —pregunté. No sabía si nos habían visto.

—A unos ocho kilómetros de Sidi Fredj… tu apartamento y mi hotel. A cuarenta kilómetros de Argel. En media hora hubiéramos estado allí. ¿Qué hacemos ahora?

—Bueno, no podemos quedarnos aquí —respondí—, y tampoco seguir. Encontrarían las piezas por mucho que las escondiéramos. —Reflexioné un momento—. Unos metros más allá hay un puerto pesquero. No está en ningún mapa, pero he ido allí a comprar pescado y langostas. Es el único lugar adonde podemos ir sin tener que dar la vuelta y despertar sospechas. Se llama La Madrague… Podemos refugiarnos allí hasta que se nos ocurra algo.

Avanzamos lentamente por la serpenteante carretera hasta que llegamos al camino de tierra. Para entonces había oscurecido, pero el pueblo era una sola calle que discurría a lo largo del pequeño puerto. Nos detuvimos delante del único bar, un lugar de marineros, donde sabía que preparaban una bouillabaisse excelente. Por los resquicios de las ventanas cerradas y la puerta delantera, que era apenas una plancha de madera con los goznes flojos, salía luz.

—Este es el único lugar en varios kilómetros a la redonda que tiene un teléfono —expliqué a Lily mientras mirábamos el local desde el coche—. Por no hablar de comida. Parece que hace meses que no comemos. Intentaremos ponernos en contacto con Kamel para ver si puede sacarnos de aquí. Pero, por más vueltas que le des, creo que estamos en Zugzwang. —Sonreí en la penumbra.

—¿Y si no lo encontramos? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo crees que se quedará allí el pelotón de búsqueda? No podemos pasar la noche aquí.

—Si abandonáramos el coche, podríamos ir por la playa. Mi apartamento está a pocos kilómetros. Así evitaríamos la barrera, pero quedaríamos atrapadas en Sidi Fredj sin transporte.

De modo que decidimos probar el primer plan y entrar. Tal vez fuera la peor sugerencia que había hecho desde el comienzo de nuestra excursión.

El bar de La Madrague era un local de marineros, sí… pero los marineros que se volvieron a mirarnos cuando entramos parecían figurantes de una adaptación cinematográfica de La isla del tesoro. Carioca se escondió entre los brazos de Lily, resoplando como si tratara de apartar de su nariz un mal olor.

—Acabo de recordar —dije mientras estábamos paradas en el umbral— que durante el día La Madrague es un puerto pesquero, pero por la noche es el hogar de la mafia argelina.

—Espero que estés bromeando —respuso Lily, levantando la barbilla mientras nos dirigíamos a la barra—, pero me parece que no.

En ese momento el corazón me dio un vuelco. Vi una cara que hubiera preferido no conocer. El hombre sonrió y, cuando llegamos a la barra, hizo una seña al camarero, que se inclinó hacia nosotras.

—Están invitadas a la mesa del rincón —susurró con una voz que no hacía pensar en una invitación—. Digan qué quieren beber y les serviré allí.

—Nosotras pagamos nuestra propia consumición —replicó altivamente Lily.

La cogí del brazo.

—Estamos de mierda hasta el cuello —le murmuré al oído—. No mires, pero nuestro anfitrión, Long John Silver, está muy lejos de casa.

La guié a través de la muchedumbre de marineros silenciosos, que se apartaban como el mar Rojo a nuestro paso formando un camino directo a la mesa donde el hombre esperaba. El vendedor de alfombras: El-Marad.

Yo no podía dejar de pensar en lo que llevaba en el bolso y en lo que nos haría ese tipo si lo descubría.

—Ya hemos probado el truco de los lavabos —susurré al oído de Lily—. Espero que tengas otra carta en la manga. El tipo al que estás a punto de conocer es el Rey Blanco, y dudo que no sepa quiénes somos y dónde hemos estado.

El-Marad estaba sentado a la mesa con un montón de cerillas esparcidas delante. Las sacaba de una caja y las colocaba formando una pirámide. No se levantó ni nos miró cuando llegamos.

—Buenas noches, señoras —saludó con esa horrible voz suave—. Estaba esperándolas. ¿No quieren jugar conmigo al juego de Nim?

Yo me sobresalté, pero al parecer no se trataba de un juego de palabras.

—Es un antiguo juego británico —continuó—. En argot inglés nim significa «capturar, birlar… robar». ¿No lo sabían? —Dirigió hacia mí sus ojos negros sin pupilas—. Es un juego sencillo. Cada jugador retira una o más cerillas de cualquier hilera de la pirámide… pero de una sola hilera. El jugador que se queda con la última pierde.

—Gracias por explicar las reglas —dije apartando una silla para sentarme. Lily me imitó—. El control de carretera no habrá sido obra suya, ¿verdad?

—No, pero ya que estaba allí, aproveché la circunstancia. Este era el único lugar al que podían desviarse.

¡Por supuesto! Qué imbécil había sido. Hasta Sidi Fredj no había otra población en kilómetros a la redonda.

—No ha venido aquí para jugar —dije mirando con desdén su pirámide de cerillas—. ¿Qué quiere?

—Pero sí para jugar un juego —afirmó con una sonrisa siniestra—. ¿O debería decir el juego? ¡Si no me equivoco, esta es la nieta de Mordecai Rad, el experto jugador en todas las ocasiones… sobre todo las relacionadas con el robo!

Su voz se volvía más desagradable mientras clavaba en Lily sus odiosos ojos negros.

—Es también sobrina de su socio, Llewellyn, gracias al cual nos conocimos —dije—. Por cierto, ¿y qué papel desempeña él en el juego?

—¿Disfrutó de su encuentro con Mojfi Mojtar? —preguntó El-Marad—. Fue ella quien las envió en la pequeña misión de la que acaban de regresar, si no me equivoco.

Estiró una mano y retiró una cerilla de la hilera superior. Luego me hizo un gesto para que jugara yo.

—Le manda recuerdos —dije, y cogí dos cerillas de la hilera siguiente.

Pensaba en mil cosas a la vez, pero sobre todo me inquietaba ese juego que El-Marad había propuesto: el juego de Nim. Las cerillas estaban dispuestas en cinco hileras con una en la cúspide, y en cada fila había una más que en la anterior. ¿Qué me recordaba? Entonces lo supe.

—¿A mí? —preguntó El-Marad, que me pareció un tanto incómodo—. Seguramente se equivoca.

—Usted es el Rey Blanco, ¿no? —dije con calma, y vi cómo palidecía su piel apergaminada—. Ella le ha calado, amigo. Me sorprende que haya abandonado las montañas, donde estaba tan seguro, para emprender un viaje como este… saltando en el tablero y corriendo en busca de refugio. Ha sido un mal movimiento.

Lily me miraba fijamente mientras El-Marad tragaba saliva, bajaba la vista y cogía otra cerilla de la pirámide. De pronto Lily me apretó la mano por debajo de la mesa. Había comprendido cuál era la jugada.

—Aquí también se ha equivocado —dije señalando las cerillas—. Soy una experta en informática y el juego de Nim es un sistema binario. Eso significa que hay una fórmula para ganar o perder. Y acabo de ganar.

—¿Quiere decir… que todo era una trampa? —susurró El-Marad horrorizado. Se levantó de un salto dispersando las cerillas por la mesa—. ¿La envió al desierto solo para hacerme salir? ¡No, no la creo!

—Muy bien, no me cree —repuse—. Sigue usted a salvo en el octavo cuadrado, protegido por los flancos. No está sentado aquí, asustado como una perdiz…

—Frente a la nueva Reina Negra —intervino jovialmente Lily.

El-Marad miró a mi amiga y después a mí. Me puse en pie como si me dispusiera a irme, pero él me cogió del brazo.

—¡Usted! —exclamó abriendo los ojos como un demente—. Entonces… ¡ella ha dejado el juego! Me ha engañado…

Me encaminé hacia la puerta y Lily me siguió. El-Marad me alcanzó y volvió a agarrarme.

—Usted tiene las piezas —masculló—. Esto es un truco para despistarme. Sí, usted las tiene… No habría vuelto del Tassili sin ellas.

—Por supuesto que las tengo —aseguré—, pero no en un lugar donde a usted se le ocurriría mirar.

Tenía que salir de allí antes de que el anciano adivinara dónde estaban. Estábamos casi junto a la puerta.

En ese momento Carioca saltó de los brazos de Lily, resbaló en el suelo de linóleo, recuperó el equilibrio y corrió ladrando como un energúmeno hacia la puerta. Esta se abrió de pronto y vi con horror cómo Sharrif y un grupo de matones trajeados ocupaban el hueco.

—Alto en nombre de la… —empezó a decir Sharrif.

Antes de que yo pudiera ingeniar algo Carioca se lanzó sobre su tobillo favorito. Sharrif se dobló de dolor, retrocedió y cayó de espaldas derribando a algunos de sus guardias. Salí disparada y lo atropellé dejándole las marcas de mis zapatos en la cara. Lily y yo corrimos hacia el coche, seguidas por El-Marad y la mitad del bar.

—¡Al agua! —grité por encima del hombro—. ¡Al agua!

Porque no lograríamos llegar al automóvil a tiempo para encerrarnos y encender el motor. No miré atrás… seguí corriendo, derecha hacia el pequeño embarcadero. Había barcas pesqueras por todas partes, atadas a los pilotes. Cuando llegué a la punta, miré hacia atrás.

El-Marad estaba justo detrás de Lily. Sharrif había apartado a Carioca de su pierna y luchaba con él mientras escudriñaba la oscuridad con la intención de disparar contra lo primero que se moviera. Detrás de mí había tres tipos, de modo que me tapé la nariz y salté.

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