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Authors: Katherine Neville

El ocho (68 page)

BOOK: El ocho
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Hacía horas que Lily recorría la interminable cinta de carretera de doble sentido que oscilaba como una larguísima serpiente entre las dunas. Yo estaba medio adormilada a causa del calor y Lily, que hacía casi veinte horas que conducía y veinticuatro que no dormía, tenía muy mala cara y la punta de la nariz roja.

En las últimas cuatro horas la temperatura había subido sin cesar. Eran las diez de la mañana y los indicadores del salpicadero registraban la increíble temperatura de cuarenta y ocho grados y una altura de ciento cincuenta metros por encima del nivel del mar. Eso no podía ser correcto. Me froté los ojos y volví a mirar.

—Algo va mal —dije—. Las planicies que hemos dejado atrás pueden estar cerca del nivel del mar, pero hace cuatro horas que salimos de Ain Salah. Ya tendríamos que estar a unos cuantos cientos de metros por encima, en pleno desierto. Hace mucho más calor del que debería hacer a esta hora del día.

—Y eso no es todo —observó Lily con la voz ronca a causa del calor—. Según las indicaciones de Minnie, deberíamos haber encontrado un desvío hace por lo menos media hora, pero no lo he visto…

En ese momento me fijé dónde estaba el sol.

—¿Por qué dijo ese tipo que necesitábamos un permiso? —pregunté un tanto histérica—. ¿No dijo que era para El-Tanzerouft… el Desierto de la Sed? Oh, Dios mío…

Empezaba a comprender algo horrible, pese a que los carteles indicadores estaban escritos en árabe y no estaba demasiado familiarizada con los mapas del Sahara.

—¿Qué pasa? —exclamó Lily mirándome con nerviosismo.

—Esa barrera no era Ain Salah. —Lo comprendí de pronto—. Creo que en algún momento de la noche tomamos un camino equivocado. ¡Vamos hacia el sur, al desierto de sal! ¡Vamos camino de Malí!

Lily detuvo el coche en medio de la carretera. Su cara, que empezaba a pelarse a causa del sol, reflejaba desesperación. Apoyó la frente sobre el volante y le puse una mano en el hombro. Ambas sabíamos que yo estaba en lo cierto. Dios mío, ¿qué íbamos a hacer?

Cuando habíamos bromeado diciendo que más allá de aquella barrera no había nada, nos habíamos apresurado al reírnos. Yo había oído hablar del Desierto de la Sed. No había en la tierra ningún lugar más terrorífico y hasta la famosa Región Vacía de Arabia podía cruzarse en camello. En cambio, el Desierto de la Sed era el fin del mundo; allí no podía sobrevivir ninguna forma de vida. En comparación, las mesetas que deberíamos haber atravesado si no nos hubiésemos perdido parecían un paraíso. Aquí, cuando descendiéramos por debajo del nivel del mar, la temperatura, según se decía, subía tanto que se podía freír un huevo en la arena y el agua se evaporaba de inmediato.

—Creo que deberíamos volver atrás —dije a Lily, que seguía con la cabeza inclinada—. Deja que conduzca yo. Pondremos el aire acondicionado… pareces enferma.

—Eso solo calentará aún más el motor —dijo con voz pastosa, levantando la cabeza—. No sé cómo demonios me salté el camino. Puedes conducir, pero si volvemos ya sabes que se descubrirá el pastel.

Tenía razón, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? La miré y vi que tenía los labios cortados. Salí del coche y abrí el maletero. Había dos mantas de viaje. Me cubrí la cabeza y los hombros con una y cogí la otra para tapar a Lily. Saqué a Carioca de debajo del asiento; tenía la lengua fuera y casi seca. Le levanté la cabeza y le di agua. Después fui a mirar bajo el capó.

Hice unos cuantos viajes para rellenar los depósitos de gasolina y agua. No quería deprimir más a Lily, pero su error de la noche anterior había sido un verdadero desastre. Por la manera en que el depósito se tragó la primera lata de agua, no parecía que fuéramos a salir de allí en ese coche, aun cuando retrocediéramos. Si era así, daba lo mismo seguir adelante.

—Nos sigue un camión grande, ¿no? —dije tras sentarme en el asiento del conductor y poner en marcha el motor—. Si continuamos adelante, aunque tengamos una avería, terminará por alcanzarnos. En los últimos trescientos kilómetros no había ninguna salida.

—Si tú quieres, estoy dispuesta —dijo con una voz débil, y me miró con una sonrisa que sirvió para agrietarle más los labios—. Si Harry nos viera ahora…

—Bueno, por fin somos amigas, como él quería —repuse sonriendo yo también con valentía fingida.

—Sí —asintió Lily—, pero qué forma tan meshugge de morir.

—Todavía no hemos muerto —dije.

Sin embargo, cuando miré el sol que se elevaba aún más en el cielo blanco, me pregunté cuánto tardaríamos.

De modo que ese era el aspecto de un millón y medio de kilómetros de arena, pensé mientras mantenía el Corniche por debajo de cuarenta, tratando de evitar que el agua hirviera. Era un vastísimo océano rojo. ¿Por qué no era amarillo, blanco o gris, como otros desiertos? Bajo la luz ardiente del sol la roca pulverizada centelleaba como cristal, más resplandeciente que la arenisca, más oscura que la canela. Mientras oía cómo el motor consumía lentamente el agua y observaba el ascenso del termostato, el desierto esperaba en silencio hasta donde alcanzaba la vista… esperaba como una eternidad roja.

Tenía que detener el coche a cada momento para que se enfriara, pero el termostato externo subía a más de sesenta grados, una temperatura que me resultaba difícil imaginar fuera de un horno. Cuando levanté el capó, vi que la pintura se descascarillaba y caía en la parte delantera del Corniche. Notaba los zapatos pegajosos, enlodados y llenos de sudor, pero cuando me incliné para descalzarme no encontré en ellos ni una gota de transpiración. La piel de mis pies hinchados se había abierto a causa del calor y los zapatos estaban manchados de sangre. Me entraron ganas de vomitar. Volví a calzarme, regresé al vehículo sin decir nada y seguí conduciendo.

Hacía rato que me había quitado la camisa para enrollarla en torno al volante, cuya piel se había resquebrajado y se caía. En el cerebro me hervía la sangre; sentía cómo el calor sofocante me quemaba los pulmones. Si lográramos resistir hasta el crepúsculo, sobreviviríamos otro día. Tal vez alguien fuera a rescatarnos… tal vez el camión nos alcanzaría. Sin embargo, hasta el gigantesco camión que habíamos dejado atrás por la mañana empezaba a parecer un producto de mi imaginación, el espejismo de la memoria.

Eran las dos de la tarde, y la aguja del termostato señalaba cerca de setenta grados… cuando advertí algo. Al principio pensé que estaba tan mareada que tenía alucinaciones, que en verdad estaba viendo un espejismo. Me pareció que la arena empezaba a moverse.

No corría ni una gota de aire, de modo que ¿cómo podía moverse la arena? Pero se movía. Disminuí un poco la velocidad y al final me detuve. Lily dormía profundamente en el asiento trasero, ella y Carioca cubiertos con la manta.

Olfateé y agucé el oído. Notaba ese aire cargado y opresivo que se percibe antes de una tormenta, ese silencio sofocante, la ausencia aterradora del sonido que se impone antes de la más espantosa de las tormentas: el tornado, el huracán. Se acercaba algo, pero ¿qué?

Me apeé del automóvil y puse la manta sobre el capó hirviente para subirme y ver mejor. Escudriñé el horizonte. En el cielo no había nada, pero hasta donde alcanzaba la vista las arenas se movían, reptaban lentamente como algo vivo. Pese al calor pulsante, doloroso, me estremecí.

Bajé del capó y desperté a Lily quitándole la manta que la protegía. Se incorporó, aturdida, con la cara llena de ampollas a causa del sol que la había quemado mientras conducía.

—¡Nos hemos quedado sin gasolina! —exclamó, asustada. Tenía la voz ronca y los labios y la lengua, hinchados.

—El coche sigue bien —dije—, pero se acerca algo. No sé qué es.

Carioca salió de debajo de la manta y empezó a gemir mientras miraba receloso la arena que se movía en torno a nosotros. Lily lo miró y después volvió hacia mí sus ojos asustados.

—¿Una tormenta? —preguntó.

Asentí.

—Creo que sí. No creo que aquí podamos esperar lluvia; debe de ser una tormenta de arena. Puede ser terrible.

No quería restregarle por las narices que, gracias a ella, no teníamos refugio. Tal vez, aunque lo hubiéramos tenido, no hubiese servido para nada. En un lugar como este los caminos podían quedar enterrados por capas de hasta diez metros de espesor y lo mismo podía ocurrirnos a nosotras. No teníamos ninguna oportunidad, aunque el coche hubiera tenido capota… tal vez ni siquiera lograríamos salvarnos si nos metíamos debajo.

—Creo que deberíamos intentar ir por delante de la tormenta —anuncié con firmeza, como si supiera de lo que hablaba.

—¿De qué dirección viene? —preguntó Lily.

Me encogí de hombros.

—No la veo ni la huelo ni la siento —respondí—. No me preguntes cómo, pero sé que está ahí.

También lo sabía Carioca, que estaba aterrado. No podíamos equivocarnos los dos.

Volví a poner el coche en marcha y apreté el acelerador tanto como pude. Mientras atravesábamos el espantoso calor, me sentí invadida por el miedo. Como Ichabod Crane huyendo del horrible fantasma sin cabeza de La leyenda de Sleepy Hollow, yo corría delante de una tormenta que no veía ni oía. El aire era cada vez más asfixiante, ardiente como una manta de fuego que cayera sobre nuestras cabezas. Lily y Carioca estaban junto a mí, en el asiento delantero, mirando al frente a través del parabrisas lleno de arena, mientras el coche se adentraba a toda velocidad en la implacable y deslumbradora luz roja. Entonces oí el sonido.

Al principio pensé que era fruto de mi imaginación. Era una especie de runrún, tal vez causado por la arena que azotaba sin tregua el coche; ya había roído la pintura del capó y el radiador, y ahora mordía el metal. Sin embargo la intensidad del sonido (un leve zumbido como el de un tábano o una mosca) aumentaba sin cesar. Yo seguía adelante, pero tenía miedo. Lily también lo oyó y se volvió hacia mí, pero yo no estaba dispuesta a detenerme para averiguar qué era. Mucho me temía que ya lo sabía.

A medida que el ruido aumentaba, parecía ahogar todo cuanto nos rodeaba. Ahora la arena que flanqueaba la carretera se levantaba en nubecillas que cruzaban veloces el pavimento, pero el sonido era cada vez más fuerte, hasta resultar casi ensordecedor. De pronto levanté el pie del acelerador, mientras Lily se sujetaba al salpicadero con sus uñas pintadas de rojo. El ruido se oía justo sobre nuestras cabezas, y estuve a punto de salirme del asfalto antes de encontrar los frenos.

—¡Un avión! —exclamó Lily… y yo también.

Estábamos abrazadas y las lágrimas corrían por nuestras mejillas. Un avión había sobrevolado el automóvil y descendía ante nuestros ojos, a unos cien metros, sobre una pista de aterrizaje en pleno desierto.

—Señoras —dijo el funcionario de la pista de aterrizaje de Debnane—, han tenido suerte de encontrarme aquí. Recibimos solo este vuelo diario de Air Algérie. Cuando no hay vuelos privados programados, este lugar está cerrado. Hay más de cien kilómetros de aquí a la siguiente gasolinera y no hubieran llegado.

Estaba llenando los depósitos de gasolina y agua de nuestro vehículo de unos surtidores que había cerca de la pista. El enorme avión de transporte que había zumbado sobre nuestras cabezas estaba posado sobre el asfalto y los motores expulsaban aire ardiente hacia arriba. Lily, con Carioca en brazos, miraba a nuestro pequeño y fornido salvador como si fuera el arcángel Gabriel. De hecho, era la única persona que veíamos en la inmensidad que nos rodeaba. El piloto estaba echando una cabezada en la carlinga metálica. Sobre la pista volaba el polvo; se estaba levantando viento. Me dolía la garganta a causa de la sequedad y el alivio. Decidí que creía en Dios.

—¿Para qué sirve esta pista de aterrizaje aquí, en medio de la nada? —me preguntó Lily. Transmití su pregunta al funcionario.

—Correos —respondió el—, suministros para los obreros de una explotación de gas natural que trabajan al oeste de aquí, en caravanas. Se detienen de camino al Hoggar… después regresan a Argel.

Lily había comprendido.

—El Hoggar son montañas volcánicas del sur —le expliqué—. Creo que están cerca del Tassili.

—Pregúntale cuándo despegará este armatoste —dijo Lily, que se encaminó hacia la carlinga con Carioca trotando detrás de puntillas, levantando ágilmente las almohadillas de sus patas para apartarlas del calor del asfalto.

—Pronto —contestó el hombre a mi pregunta en francés. Señaló el desierto—. Tenemos que salir antes de que llegue el diablo de arena. No falta mucho.

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