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Authors: Katherine Neville

El ocho (67 page)

BOOK: El ocho
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—Mil trescientos kilómetros no son nada —repuso Lily—. Es todo terreno llano. Tal como conduzco, estaremos allí antes de que amanezca. —Chasqueó los dedos para llamar al camarero y pidió seis botellas grandes de Ben Haroun, el agua Perrier del sur—. Además, es la única manera de llegar a donde vamos. Me aprendí el camino de memoria, ¿recuerdas?

Me disponía a hablar cuando eché una ojeada a la entrada del patio y dejé escapar un gemido ahogado.

—No mires ahora —susurré—. Han entrado más clientes.

Dos tipos fornidos habían cruzado la cortina de cuentas y atravesaban el patio para sentarse cerca de nosotras. Nos echaron un vistazo. Los emisarios de Kamel, al otro lado, tenían problemas visuales. Observaron fijamente a los recién llegados y después se miraron el uno al otro, y yo sabía por qué. La última vez que había visto a uno de los tipos fornidos había sido en el aeropuerto, acariciando un revólver, y el otro me había llevado al hotel desde el restaurante la noche que llegué a Argel, un servicio gratuito de la policía secreta.

—A fin de cuentas, Sharrif todavía se acuerda de nosotras —informé a Lily mientras comía algo—. Nunca olvido una cara y tal vez los haya elegido porque ellos tampoco. Los dos me han visto antes.

—Pero no pueden habernos seguido por esa carretera solitaria —señaló ella—. Los hubiera visto, como a los otros.

—Husmear con la nariz pegada al suelo es algo que se perdió con Sherlock Holmes —observé.

—¿Quieres decir que han puesto algo en nuestro coche… como un radar? —murmuró ella con su voz ronca—. ¡Para poder seguirnos sin que los viésemos!

—Bingo, mi querido Watson —dije en voz baja—. Entretenlos durante veinte minutos mientras yo encuentro el localizador y lo saco. La electrónica es mi fuerte.

—Tengo mis propias técnicas —susurró Lily con un guiño—. Si me perdonas, creo que iré al tocador.

Levantándose con una sonrisa, dejó caer a Carioca en mi regazo. El matón que se puso en pie para seguirla quedó paralizado cuando ella preguntó en voz alta por «les toilettes». El matón volvió a sentarse.

Yo luchaba con Carioca, que parecía haberse aficionado al tadjine. Cuando Lily regresó por fin, lo cogió, lo metió en mi bolso, repartió las pesadas botellas de agua entre ambas y se dirigió hacia la puerta.

—¿Qué has hecho? —pregunté. Nuestros compañeros de cena pagaban a toda prisa la cuenta.

—Juego de niños —murmuró mientras íbamos hacia el coche—. Una lima de uñas de acero y una piedra. Pinché los conductos de gasolina y las ruedas… solo unas rajas, nada de agujeros grandes. Los haremos dar vueltas por el desierto un rato hasta que se cansen; después tomaremos la carretera.

—Dos pájaros de un tiro… de una pedrada y una lima —dije cálidamente mientras subíamos al Corniche—. ¡Buen trabajo!

Sin embargo, cuando salíamos a la calle, observé que había media docena de coches aparcados, tal vez pertenecientes al personal del restaurante o los cafés de los alrededores.

—¿Y cómo sabías cuál era el de la policía secreta?

—No lo sabía —respondió Lily sonriendo mientras conducía calle abajo—, así que los agujereé todos, para estar segura.

Me equivocaba al suponer que la ruta del sur era de unos mil trescientos kilómetros. En las afueras de Ghardaïa, el cartel indicador con las distancias a todos los puntos del sur (no había muchos) ponía 1.637 kilómetros desde Djanet hasta la entrada meridional del Tassili. Aunque Lily fuera una conductora rápida, ¿cuánto tiempo necesitaría cuando se acabara la autopista?

Tal como ella predijo, los chicos de Kamel se quedaron sin medio de transporte después de seguirnos durante una hora bajo la luz menguante del M’Zab. Y como yo había predicho, los muchachos de Sharrif se habían quedado tan rezagados que no tuvimos el privilegio de presenciar cómo daban al traste con los planes de su jefe al verse obligados a detenerse junto al camino. En cuanto nos vimos libres de escoltas, nos paramos y me deslicé debajo del gran Corniche. Necesité cinco minutos y una linterna para encontrar el localizador detrás del eje trasero. Lo aplasté con la palanca que me dio Lily.

Sin reparar en el vasto cementerio de Ghardaïa, en el fresco aire nocturno, saltamos de alegría dándonos palmaditas en la espalda para celebrar nuestra inteligencia, mientras Carioca brincaba alrededor, ladrando a todo pulmón. Después volvimos a subir al coche y Lily pisó el acelerador.

A esas alturas yo había cambiado de actitud con respecto a la ruta elegida por Minnie. Aunque la autopista del norte hubiera sido más sencilla, nos habíamos desembarazado de nuestros perseguidores, de modo que no podían saber qué dirección habíamos tomado. Ningún árabe cuerdo podía imaginar que dos mujeres solas escogieran esa ruta… a mí misma me costaba imaginarlo. En cualquier caso, habíamos perdido tanto tiempo eludiendo a esos tipos que cuando salimos de M’Zab eran más de las nueve de la noche y estaba muy oscuro. Demasiado oscuro para leer el libro que tenía en el regazo e incluso para mirar el solitario paisaje. Mientras Lily recorría la carretera larga y estrecha, dormité un poco para poder relevarla cuando llegara mi turno.

Habían pasado diez horas y ya amanecía cuando cruzamos el Hammada y fuimos hacia el sur atravesando las dunas de Touat. Por fortuna, había sido un viaje sin incidentes, tal vez incluso demasiado tranquilo. Yo tenía el inquietante presentimiento de que pronto se nos acabaría la suerte. Había empezado a pensar en el desierto.

En las montañas que habíamos cruzado el día anterior a mediodía hacía unos dieciocho grados de temperatura; en Ghardaïa a la hora del crepúsculo, unos cinco grados más, y a medianoche, en las dunas, había rocío incluso a finales de junio. Ahora amanecía en las planicies de Tidikelt, el borde del verdadero desierto —donde la arena y el viento reemplazan a las palmeras, las plantas y el agua—, y todavía nos quedaban por recorrer setecientos veinte kilómetros. No teníamos más ropa que la puesta ni comida, salvo unas botellas de agua con gas. Pero nos esperaban noticias peores. Lily interrumpió mis meditaciones.

—Allá hay una barrera —dijo con voz tensa, esforzándose por ver a través del parabrisas lleno de insectos y bañado por la luz intensa del sol naciente—. Parece una frontera… No sé qué es. ¿Corremos el riesgo?

Sí, había una pequeña garita con la barrera listada que uno asocia a los puestos de Inmigración. En medio del vasto desierto resultaba extraña y fuera de lugar.

—Creo que no tenemos elección —dije.

Habíamos dejado el último atajo ciento sesenta kilómetros atrás. Aquel era el único camino a la ciudad.

—¿Por qué demonios habrá una barrera justo aquí? —se preguntó nerviosa Lily.

—Tal vez sea un control sanitario —dije tratando de bromear—. No hay mucha gente tan loca como para ir más allá de este punto. Sabes lo que hay allí, ¿no?

—¿Nada? —aventuró.

Nuestra risa aflojó parte de la tensión. A ambas nos preocupaba lo mismo: cómo serían las prisiones en esa parte del desierto. Porque eso era lo que nos esperaba si descubrían quiénes éramos… y lo que habíamos hecho al parque automovilístico del ministro de la OPEP y el jefe de la policía secreta.

—No nos dejemos llevar por el pánico —dije, mientras nos acercábamos a la barrera.

Salió el guardia, un hombre bajito y bigotudo que parecía haberse quedado atrás cuando la Legión Extranjera se largó. Después de un buen rato de conversación en mi mediocre francés resultó evidente que deseaba que mostráramos alguna especie de permiso para pasar.

—¡Un permiso! —exclamó Lily, casi a punto de escupir al hombre—. ¿Necesitamos permiso para entrar en esta tierra olvidada de Dios?

Yo dije cortésmente en francés:

—¿Cuál es el propósito de ese permiso, monsieur?

—Para El-Tanzerouft… el Desierto de la Sed —me aseguró—. El gobierno tiene que inspeccionar su coche y darle un certificado de salud.

—Tiene miedo de que el coche no resista —comenté a Lily—. Untémosle la mano y dejemos que examine algunas cosas. Luego podremos irnos.

Cuando enseñamos la pasta y Lily derramó unas cuantas lágrimas, el guardia llegó a la conclusión de que era lo bastante importante para darnos él mismo la aprobación del gobierno. Examinó las latas de gasolina y agua, se maravilló ante la estatuilla de plata de la muñequita alada y tetona que había sobre el capó, chasqueó la lengua en señal de admiración ante las pegatinas que ponían «Suiza» y la «F» de Francia. Todo parecía ir bien hasta que nos indicó que pusieramos la capota y nos fuéramos.

Lily me miró intranquila. Yo no sabía qué le pasaba.

—¿Significa eso lo que creo que significa? —preguntó.

—Dice que podemos irnos —le informé, y eché a andar hacia el coche.

—Me refiero a lo de la capota… ¿tengo que ponerla?

—Por supuesto. Estamos en el desierto. Dentro de unas horas estaremos a treinta y ocho grados a la sombra… pero no hay sombra. Por no hablar del efecto que tendrá la arena en nuestros peinados…

—¡Es que no puedo! —susurró—. ¡No tengo capota!

—¿Hemos recorrido mil trescientos kilómetros en un coche que no puede atravesar el desierto? —dije alzando la voz.

El guardia estaba en su garita, dispuesto a levantar la barrera, pero se detuvo.

—Por supuesto que puede —replicó indignada, y se deslizó en el asiento del conductor—. Este es el mejor automóvil que se ha fabricado jamás, pero no tiene capota. Estaba rota y Harry dijo que la haría reparar, pero no lo hizo. No obstante, creo que nuestro problema más inmediato…

—¡Nuestro problema inmediato —aullé— es que estás a punto de entrar en el mayor desierto del mundo sin nada que nos cubra la cabeza! ¡Conseguirás que muramos!

El guardia podía no saber inglés, pero sabía que pasaba algo. En ese momento, un enorme camión se detuvo detrás de nosotros y su conductor empezó a tocar el claxon. Lily hizo un gesto con la mano, encendió el motor y dio marcha atrás para apartar el Corniche de modo que el otro pudiera adelantarse. El guardia volvió a salir para examinar los papeles del camionero.

—No entiendo por qué te pones tan nerviosa —dijo Lily—. El coche tiene aire acondicionado.

—¡Aire acondicionado! —exclamé—. ¿Aire acondicionado? ¡Será una gran ayuda en caso de insolación o una tormenta de arena!

Yo estaba muy alterada cuando el guardia regresó a la garita para levantar la barrera a fin de que pasara el camionero, que sin duda había tenido la cordura necesaria para revisar su vehículo antes de entrar en el séptimo círculo del infierno.

Antes de que yo pudiera advertir qué pasaba Lily apretó el acelerador. Levantando nubes de arena regresó a la carretera y atravesó la barrera pegada al camión. Cuando la barra de hierro bajó justo detrás de mí y golpeó la parte trasera del coche, me agaché. Se oyó un ruido desagradable de metal despachurrado cuando la barrera aplastó los parachoques traseros. Oí que el guardia salía corriendo de la garita, gritando en árabe, pero mi voz sonó más fuerte que la suya.

—¡Casi me decapitas! —rugí.

El coche avanzó dando sacudidas hacia el borde de la carretera y acabé aplastada contra la puerta. Luego, para mi espanto, nos salimos de la calzada y nos hundimos en la arena roja.

No veía nada… sentí terror. Tenía arena en los ojos, la nariz y la garganta. La bruma roja giraba en torno a mí. Solo se oía la tos de Carioca, oculto debajo del asiento, y el claxon atronador del gigantesco camión, que parecía peligrosamente cerca de mi oído.

Cuando volvimos emerger a la brillante luz del día, la arena caía de las grandes aletas del Corniche, las ruedas pisaban pavimento y de alguna manera, milagrosamente el coche había adelantado al camión, que avanzaba a toda velocidad por la carretera. Estaba furiosa con Lily, pero también estupefacta.

—¿Cómo hemos llegado aquí? —pregunté pasándome los dedos por el pelo para desprender la arena.

—No entiendo por qué Harry se molestó en conseguirme un chófer —dijo alegremente, como si no hubiera pasado nada. Tenía el cabello, la cara y el vestido cubiertos con una fina capa de arena—. Siempre me ha gustado conducir. Es magnífico estar aquí. Apuesto a que he conseguido el récord de velocidad entre los jugadores de ajedrez…

—¿No se te ha ocurrido pensar —la interrumpí— que, aun cuando no nos hayamos matado, aquel hombrecillo de allí puede tener un teléfono? ¿Y si nos denuncia? ¿Y si llama a un puesto más adelantado?

—¿Adónde va a llamar? —dijo Lily con desdén—. No puede decirse que este lugar esté atestado de coches patrulla.

Tenía razón, por supuesto. Nadie iba a ponerse tan nervioso como para perseguirnos allí, en medio de la nada, solo porque nos habíamos saltado un puesto de inspección de coches.

Volví al diario de Mireille, en el punto donde lo habíamos dejado el día anterior:

Y así fui hacia el este desde Khardaia, a través del seco Chebkha y las planicies rocosas de Hammada, en dirección al Tassili n’Ajjer, que está al borde del desierto de Libia. Y, cuando partía, el sol se elevó sobre las dunas rojas para indicarme el camino que buscaba…

El este, la dirección por donde salía el sol cada mañana sobre la frontera libia, a través de los cañones del Tassili, adonde íbamos también nosotras. Pero si el sol salía por el este, ¿por qué me parecía que estaba saliendo ahora, muy rojo, por lo que parecía ser el norte, mientras nos alejábamos de la barrera de Ain Salah… hacia el infinito?

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