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Authors: Katherine Neville

El ocho (9 page)

BOOK: El ocho
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—Debo admitir que no he llevado una vida muy santa —reconoció Maurice—. De todos modos me sorprende que una abadesa de provincias sepa de mi vida y milagros. He intentado ser discreto.

—Si llamas discreción a inundar Francia de críos no reconocidos al tiempo que das la extremaunción y afirmas ser sacerdote, no sé qué podemos considerar descaro.

—Nunca quise ser sacerdote —dijo Maurice con pesar—. Cada uno ha de apechugar con lo suyo. El día en que me quite esta sotana de una vez por todas, me sentiré realmente puro por primera vez.

En ese momento Valentine y Mireille entraron en el pequeño comedor. Vestían la sencilla ropa de viaje gris que les había dado la abadesa. Solo sus relucientes melenas añadían una nota de color. Ambos hombres se pusieron en pie para recibirlas y David apartó dos sillas de la mesa.

—Llevamos esperando casi un cuarto de hora —las regañó David—. Espero que ahora os comportéis como es debido y procuréis ser amables con monseñor. Al margen de lo que hayáis oído sobre él, estoy convencido de que perderá importancia frente a la verdad. Además, es nuestro invitado.

—¿Os han dicho que soy un vampiro? —preguntó Talleyrand educadamente—. ¿Y que bebo sangre de niños?

—Así es, monseñor —respondió Valentine—. Y que tenéis la pezuña hendida. ¡Puesto que cojeáis, debe de ser cierto!

—¡Valentine, eres muy descortés! —la reprendió Mireille.

David apoyó la cabeza sobre las manos.

—No os preocupéis —dijo Talleyrand—. Os lo explicaré. —Se levantó de la mesa para servir vino en las copas de Valentine y Mireille y prosiguió—: Cuando era pequeño, mi familia me puso al cuidado de un ama de cría, una campesina ignorante. Un día, me dejó encima del tocador, caí y me rompí el pie. Como a la mujer le daba miedo informar del accidente a mis padres, el pie no acabó de curar bien. Puesto que mi madre no estaba lo bastante interesada en ocuparse de mí, el pie creció torcido y luego fue demasiado tarde para corregirlo. Esta es la historia de mi cojera. Carece de misterio, ¿verdad?

—¿Os duele mucho? —preguntó Mireille.

—¿El pie? No; no me duele, pero sí las consecuencias del accidente. —Talleyrand esbozó una sonrisa de amargura—. Por su culpa perdí el derecho de primogenitura. Mi madre dio a luz a otros dos varones y pasó mis derechos a mi hermano Archimbaud, y en segundo lugar, a Boson. No deseaba que un lisiado heredara el antiguo título de Talleyrand-Périgord. La última vez que la vi fue cuando fue a protestar a Autun por mi nombramiento de obispo. Pese a que me había obligado a entrar en el sacerdocio, esperaba que no saliera a la luz pública. Insistió en que su hijo no era lo bastante piadoso para ser obispo. Y tenía razón, qué duda cabe.

—¡Qué horrible! —exclamó con vehemencia Valentine—. ¡Yo la habría llamado vieja bruja!

David alzó la vista hacia el techo y tocó la campanilla para que sirvieran la comida.

—¿De verdad lo habrías hecho? —preguntó Maurice—. En ese caso, me habría gustado que estuvieras presente. Reconozco que es algo que he deseado hacer durante mucho tiempo.

Cuando todos estuvieron servidos y el ayuda de cámara se retiró, Valentine comentó:

—Monseñor, ahora que habéis contado esta historia, veo que no sois tan malvado como dicen. Además, debo reconocer que os encuentro muy apuesto.

Presa de una gran exasperación, Mireille miró fijamente a Valentine mientras David sonreía de oreja a oreja.

—Monseñor, tal vez Mireille y yo deberíamos estaros agradecidas si es cierto que es responsable de la clausura de las abadías —prosiguió Valentine—. De no ser por eso, seguiríamos en Montglane, suspirando por disfrutar de la vida parisina con la que siempre hemos soñado…

Maurice había dejado en la mesa el cuchillo y el tenedor y miraba a las jóvenes.

—¿La abadía de Montglane, en los Bajos Pirineos? ¿Venís de esa abadía? ¿Por qué la habéis dejado?

Su expresión y la vehemencia de sus preguntas hicieron que Valentine comprendiera que había cometido un lamentable error. Pese a su apostura y encanto, Talleyrand era el obispo de Autun, el hombre contra el que les había precavido la abadesa. Si se enteraba de que las dos primas no solo conocían la existencia del ajedrez de Montglane, sino que habían ayudado a sacar las piezas de la abadía, no descansaría hasta arrancarles la información.

A decir verdad, corrían un grave peligro por el mero hecho de que Talleyrand supiera que procedían de Montglane. Aunque la noche misma de su llegada a París habían enterrado celosamente los trebejos en el jardín que había detrás del taller de David, había otro problema. Valentine no había olvidado el papel que la abadesa le encomendara: actuar como depositaria para cualquier monja que tuviera que huir y dejar a buen recaudo su pieza. De momento eso no había ocurrido, pero, dada la agitación que imperaba en Francia, podría suceder cualquier día. Y Valentine y Mireille no podían permitirse el lujo de quedar bajo la vigilancia de Charles-Maurice de Talleyrand.

—Os lo preguntaré de nuevo —dijo Talleyrand al ver que las muchachas guardaban silencio—. ¿Por qué habéis dejado Montglane?

—Porque… porque han clausurado la abadía, monseñor —respondió Mireille de mala gana.

—¿La han clausurado? ¿Por qué?

—Por el proyecto de ley de confiscación, monseñor. La abadesa temía por nuestra seguridad…

—En sus cartas la abadesa me explicó que había recibido de los Estados Pontificios la orden de clausurar la abadía —intervino David.

—¿Y aceptas esa explicación? —inquirió Talleyrand—. ¿Eres o no republicano? El papa Pío ha denunciado la revolución. ¡Cuando aprobamos el proyecto de ley de confiscación, amenazó con excomulgar a todos los católicos de la Asamblea! La abadesa traiciona a Francia aceptando órdenes del papado italiano, que, como bien sabes, está plagado de Habsburgo y de Borbones españoles…

—Me gustaría aclarar que soy tan buen republicano como tú —repuso David poniéndose a la defensiva—. Mi familia no forma parte de la nobleza, soy hijo del pueblo. Resistiré o caeré con el nuevo régimen. Sin embargo, la clausura de la abadía de Montglane no tiene nada que ver con la política.

—Mi querido David, todo lo que acontece sobre la tierra es política. ¿Acaso no sabes qué estaba enterrado en la abadía de Montglane?

Valentine y Mireille palidecieron. David miró sorprendido a Talleyrand y cogió su copa de vino.

—Patrañas —dijo con una sonrisa desdeñosa.

—¿Estás seguro? —preguntó Talleyrand.

Miró con gesto inquisitivo a las jóvenes. Luego alzó su copa de vino y bebió un sorbo, absorto en sus pensamientos. Por fin cogió los cubiertos y siguió comiendo. Valentine y Mireille estaban petrificadas en sus asientos, sin probar bocado.

—Parece que tus sobrinas han perdido el apetito —comentó Talleyrand.

David miró a las chicas.

—Bueno, ¿qué os pasa? —preguntó—. ¿No me diréis que creéis en esas sandeces?

—No, tío —respondió Mireille en voz baja—. Sabemos que es pura superchería.

—Por supuesto, no es más que una antigua leyenda, ¿verdad? —preguntó Talleyrand volviendo a hacer gala de su encanto—. Tengo la sensación de que habéis oído hablar de ella. Decidme, ¿adónde ha ido vuestra abadesa, la que considera adecuado conspirar con el Papa contra el gobierno de Francia?

—Por el amor de Dios, Maurice —lo increpó David irritado—. Diríase que te has preparado para ser inquisidor. Te diré adónde ha ido, y espero que no se hable más del asunto. Se ha marchado a Rusia.

Talleyrand guardó silencio durante unos segundos y esbozó una sonrisa, como si recordara algo que le resultaba divertido.

—Creo que tienes razón, David —repuso—. Dime, ¿tus encantadoras sobrinas ya han ido a la ópera?

—No, monseñor —se apresuró a responder Valentine—. Sin embargo, es nuestra ilusión más ardiente, lo que más deseamos, desde la más tierna infancia.

—¿Desde hace tanto tiempo? —preguntó Talleyrand entre risas—. Tal vez podamos solucionarlo. Después del almuerzo echaremos un vistazo a vuestro guardarropa. Da la casualidad de que soy un experto en moda…

—Monseñor aconseja sobre moda a la mitad de las mujeres de París —comentó David con ironía—. Es uno de sus incontables actos de caridad cristiana.

—Os contaré la historia de la vez en que me ocupé del peinado de María Antonieta para un baile de disfraces. También diseñé su atuendo. ¡No la reconocieron ni sus amantes, por no mencionar al rey!

—Tío, ¿podemos pedir a monseñor que haga otro tanto para nosotras? —suplicó Valentine, que experimentaba un gran alivio porque la conversación había derivado hacia un tema más frívolo y, a la vez, menos peligroso.

—Tenéis un aspecto arrebatador tal como estáis. —Talleyrand sonrió—. No obstante, veremos qué podemos hacer para superar a la naturaleza. Por fortuna, tengo una amiga que tiene a su servicio a los mejores modistos de París… ¿Habéis oído hablar de madame de Staël?

Todos en París habían oído hablar de Germaine de Staël, como pronto descubrieron Valentine y Mireille. Cuando entraron detrás de la dama en el palco dorado y azul de la Opéra-Comique, vieron que todas las cabezas empolvadas se volvían. La flor y nata de la sociedad parisina ocupaba los abarrotados palcos que se alzaban hasta el techo del teatro, excesivamente caldeado. Al ver la profusión de joyas, perlas y encajes, nadie habría dicho que en las calles todavía se luchaba por la revolución, que la familia real languidecía prisionera en palacio, que todas las mañanas carretones repletos de miembros de la nobleza y el clero traqueteaban sobre el empedrado rumbo a la insaciable guillotina. En el anfiteatro, todo era esplendor y regocijo. Y Germaine de Staël, la joven gran dama de París, era la más espléndida de los presentes.

Valentine había averiguado cuanto de ella podía saberse interrogando a los criados de su tío Jacques-Louis. Le habían contado que madame de Staël era hija del suizo Jacques Necker, genial ministro de Finanzas, dos veces desterrado por Luis XVI y dos veces recuperado para el cargo por petición expresa del pueblo francés. Suzanne Necker, su madre, había tenido durante veinte años el salón más influyente de París, en el que Germaine había brillado como una estrella.

Millonaria por derecho propio, a los veinte años Germaine había comprado un marido: el barón Eric Staël von Holstein, empobrecido embajador de Suecia en Francia. Siguiendo los pasos de su madre, inauguró su propio salón en la embajada sueca y se lanzó de lleno a la política. Sus estancias estaban repletas de lumbreras de la política y la cultura francesas: Lafayette, Condorcet, Narbonne, Talleyrand. Madame de Staël abrazó la filosofía de la revolución. Todas las decisiones políticas importantes de su época se fraguaron entre las paredes forradas de seda de su salón; decisiones que tomaron personalidades que solo ella era capaz de reunir. Y ahora, a sus veinticinco años, probablemente era la mujer más poderosa de Francia.

Mientras Talleyrand se movía renqueando por el palco, donde las tres mujeres ya se habían acomodado, Valentine y Mireille observaban a madame de Staël. La dama ofrecía un aspecto imponente con su vestido escotado de encaje negro y dorado, que resaltaba sus rollizos brazos, sus anchos hombros y su gruesa cintura. Lucía un collar de pesados camafeos rodeados de rubíes y el exótico turbante dorado que era su sello. Se inclinó hacia Valentine, sentada a su lado, y le comentó con su voz sonora, que todos pudieron oír:

—Querida, mañana por la mañana tendré a todo París a la puerta de mi casa preguntando quiénes sois. Será un escándalo delicioso, y estoy segura de que vuestro acompañante lo sabe, pues de lo contrario habría elegido un atuendo más apropiado para vosotras.

—Madame, ¿no os agradan nuestros vestidos? —preguntó Valentine preocupada.

—Querida, las dos estáis preciosas —aseguró Germaine con ironía—, pero el color de las vírgenes es el blanco, no el rosa encendido. Y, como el señor Talleyrand sabe, aunque los pechos jóvenes siempre están a la última en París, normalmente se usa un pañuelo para cubrir las carnes de las mujeres menores de veinte años.

Valentine y Mireille se ruborizaron.

—A mi manera, estoy liberando a Francia —intervino Talleyrand.

Germaine y él sonrieron. Luego la dama se encogió de hombros.

—Espero que la ópera te guste —añadió dirigiéndose a Mireille—. Es una de mis preferidas. No la he visto desde la infancia. Su compositor, André Philidor, es el mejor maestro de ajedrez de toda Europa. Ha jugado con reyes y filósofos, y tocado música para ellos. Puede que la música te resulte anticuada, dado que Gluck ha revolucionado la ópera. Resulta aburrido oír tantos recitativos…

—Madame, es la primera vez que asistimos a la ópera —comentó Valentine.

—¡La primera vez! —exclamó Germaine—. ¡Increíble! ¿Dónde os tenía encerradas vuestra familia?

—En un convento, madame —respondió Mireille educadamente.

Germaine se la quedó mirando como si jamás hubiese oído hablar de un convento. Al cabo se volvió hacia Talleyrand y le lanzó una mirada furibunda.

—Mi querido amigo, veo que hay ciertas cosas que no me has explicado. Si hubiera sabido que las pupilas de David se criaron en un convento, no habría elegido una ópera como Tom Jones. —Y dirigiéndose a Mireille añadió—: Espero que no os escandalice. Es una historia inglesa acerca de un hijo ilegítimo…

—Más vale que aprendan moral a temprana edad —la interrumpió Talleyrand, y soltó una carcajada.

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