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Authors: Katherine Neville

El ocho (12 page)

BOOK: El ocho
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Lily me dio un fugaz beso en la mejilla y, sin siquiera mirar a Boswell, pasó entre los dos y entró en mi apartamento. Para una persona de la osamenta de Lily no era fácil pasar entre otras, pero hay que reconocer que llevaba su peso con estilo. Al entrar comentó con su voz ronca de canción sentimental:

—Di al portero que no se ponga nervioso. Saul dará vueltas a la manzana hasta que salgamos.

Vi alejarse a Boswell, solté una exclamación que hasta entonces había contenido y cerré la puerta. Entré con pesar en el apartamento, dispuesta a hacer frente a otra tarde de domingo arruinada por la persona de Nueva York que menos me gustaba: Lily Rad. Juré que esta vez me la sacaría enseguida de encima.

Mi piso se componía de un amplio salón de techo altísimo y un baño situado al final del largo vestíbulo. En el salón había tres puertas: la del armario, la de la despensa y la de una cómoda cama abatible. Era un laberinto de árboles gigantes y plantas exóticas que formaban senderos selváticos. Por todas partes había pilas de libros, montones de cojines de tafilete y objetos eclécticos procedentes de tiendas de baratijas de la Tercera Avenida. Tenía lámparas indias de pergamino pintado a mano, jarras mexicanas de mayólica, aves de cerámica francesa esmaltada y fragmentos de cristal de Praga. Las paredes estaban cubiertas de óleos a medio terminar, aún húmedos, viejas fotos en marcos de madera labrada y espejos antiguos. Del techo colgaban campanillas, móviles y peces de papel satinado. El único mueble era un piano de cola, de ébano, situado cerca de las ventanas.

Lily deambulaba por el laberinto como una pantera liberada y apartaba objetos en busca de su perro. Arrojó al suelo su capa de colas de marta y me sorprendí al ver que iba casi desnuda. Lily tenía la figura de una escultura de Maillol: tobillos delgados y pantorrillas que se ensanchaban al ascender para llegar a una ondulante superabundancia de carne fofa. Había embutido esa masa en un escueto vestido de seda morada que acababa donde empezaban sus muslos. Cada vez que se movía, recordaba un flan de gelatina, tembloroso y transparente. Levantó un cojín y descubrió la sedosa y pequeña bola de pelo que la acompañaba a todas partes. Lo cogió en brazos y lo arrulló con su voz sensual.

—Aquí está mi querido Carioca —ronroneó—. Quería ocultarse de su mami. Es un perrito malísimo.

Se me revolvió el estómago.

—¿Quieres un vaso de vino? —propuse mientras Lily depositaba a Carioca en el suelo.

El perro empezó a corretear por el salón soltando ladridos de lo más molestos. Fui a la despensa y saqué el vino de la nevera.

—Supongo que tienes el horroroso chardonnay que regala Llewellyn —dijo Lily—. Lleva años intentando quitárselo de encima.

Aceptó el vaso que le ofrecí y bebió un trago. Deambuló entre la fronda y se detuvo ante el cuadro en el que yo había estado trabajando cuando su visita dio al traste con esa tarde de domingo.

—Oye, ¿conoces a este tío? —preguntó refiriéndose al hombre del cuadro, un individuo vestido de blanco que avanzaba en bicicleta sobre un esqueleto—. ¿Has tomado como modelo al chico de abajo?

—¿Qué chico de abajo? —pregunté. Me senté en el taburete del piano y me la quedé mirando.

Lily llevaba los labios y las uñas pintados de rojo. En contraste con la palidez de su piel, creaba el aura de la puta-diosa blanca que había arrastrado al Caballero Verde o al Viejo Marinero de Coleridge a la muerte en vida. Supuse que el efecto era buscado. Caissa, la musa del ajedrez, era tan implacable como la musa de la poesía. Las musas tenían por costumbre destruir a quienes inspiraban.

—El hombre de la bici —decía Lily—. Iba vestido de esa manera… Con capucha y tapado de la cabeza a los pies. Reconozco que solo lo vi de espaldas. Estuvimos a punto de atropellarlo y Saul tuvo que subir el coche a la acera.

—¿Hablas en serio? —pregunté sorprendida—. Es cosecha de mi imaginación.

—Es aterrador, como un hombre que cabalga hacia su propia muerte —añadió Lily—. Por cierto, había algo siniestro en la forma en que aquel hombre daba vueltas alrededor de este edificio, como si estuviera al acecho…

—¿Qué has dicho?

Algo había hecho sonar una campana en mi subconsciente. «Y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte.» ¿Dónde lo había oído?

Carioca ya no ladraba y ahora soltaba sospechosos gruñidos. Sacaba con las patas las virutas de pino de una de las orquídeas y las desparramaba por el suelo. Me acerqué, lo cogí en brazos, lo metí en el armario y cerré la puerta.

—¿Cómo te atreves a encerrar a mi perro en el armario? —preguntó Lily.

—En este edificio solo admiten la entrada de perros si están encerrados en una caja —expliqué—. Y no tengo ninguna. Dime, ¿qué te trae por aquí? Hace meses que no nos vemos.

Gracias a Dios, pensé.

—Harry quiere dar una fiesta de despedida en tu honor —contestó. Se sentó en el taburete y tras apurar el vaso de vino, añadió—: Dice que decidas tú la fecha. Él mismo preparará la cena.

Las patitas de Carioca arañaban la puerta del armario, pero no me di por aludida.

—Me encantaría cenar con vosotros —dije—. ¿Por qué no el miércoles? Probablemente me iré el próximo fin de semana.

—Muy bien —repuso Lily.

Del armario llegaban golpes secos a medida que Carioca lanzaba su minúsculo cuerpo contra la puerta. Lily se removió inquieta en el taburete.

—Por favor, ¿puedo sacar a mi perro del armario?

—¿Ya te vas? —pregunté ilusionada.

Saqué los pinceles del bote y me dirigí al fregadero para lavarlos, como si Lily ya se hubiera ido. Tras unos segundos de silencio preguntó:

—¿Tienes plan para esta tarde?

—Al parecer mis planes se han ido a pique —respondí desde la despensa mientras vertía detergente en agua caliente para que formara espuma.

—¿Has visto jugar a Solarin? —preguntó con una débil sonrisa, y me miró con sus enormes ojos grises.

Metí los pinceles en el agua y le devolví la mirada. Sus palabras parecían una invitación para ver una partida de ajedrez. Lily se jactaba de no asistir jamás a un torneo a menos que fuera uno de los contendientes.

—¿Quién es Solarin? —dije.

Lily me miró con cara de sorpresa, como si acabara de preguntar quién era la reina de Inglaterra.

—Había olvidado que no lees la prensa. No se habla de otra cosa. ¡Es el acontecimiento político de la década! Se le considera el mejor ajedrecista desde los tiempos de Capablanca, un jugador con un don innato. Por primera vez en tres años le han permitido salir de la Unión Soviética…

—Creía que era a Bobby Fischer a quien se consideraba el mejor jugador del mundo —comenté mientras removía los pinceles en el agua caliente—. Por cierto, ¿a qué vino todo ese revuelo en Reikiavik el verano pasado?

—Por lo menos has oído hablar de Islandia —dijo Lily. Se levantó y se acercó a la despensa—. Desde entonces Fischer no ha vuelto a jugar. Corren rumores de que no defenderá el título, de que no volverá a jugar en público. Los rusos están expectantes. El ajedrez es el deporte nacional de la Unión Soviética y los rusos se ponen la zancadilla unos a otros con tal de llegar a lo más alto. Y si Fischer no sale al ruedo todos los contendientes al título serán rusos.

—De manera que el mejor situado se alzará con el título —deduje—. Y supones que ese tipo…

—Solarin.

—¿Crees que él será el campeón?

—Puede que sí, puede que no —respondió Lily, entusiasmada con su tema preferido—. Eso es lo sorprendente. Todos lo consideran el mejor, pero no cuenta con el respaldo del Politburó, que es imperativo para todo jugador ruso. ¡A decir verdad, en los últimos años los rusos no le han permitido jugar!

—¿Por qué? —Dejé los pinceles en el escurreplatos y me sequé las manos con un trapo de cocina—. Si para ellos ganar es una cuestión de vida o muerte…

—Al parecer Solarin no se ajusta al molde soviético —me interrumpió Lily, al tiempo que sacaba la botella de vino de la nevera para servirse otro vaso—. Hubo un escándalo en un torneo que se celebró hace tres años en España. Se llevaron a Solarin a altas horas de la noche, reclamado por la madre Rusia. Primero dijeron que estaba enfermo y luego que había sufrido una crisis nerviosa. Corrieron rumores de toda clase y a continuación se hizo el silencio más absoluto. Desde entonces no se ha sabido nada de él… hasta esta semana.

—¿Qué ha pasado esta semana?

—Esta semana, como por arte de birlibirloque, Solarin aparece en Nueva York con un grupo de delegados del KGB, se presenta en el Manhattan Chess Club y declara que quiere participar en el Torneo Hermanold. Su petición es insólita en varios sentidos. Para asistir y participar en esa clase de torneos se necesita una invitación expresa, y nadie había invitado a Solarin. Además, se trata de un torneo organizado por la Zona Cinco, que corresponde a Estados Unidos. La Zona Cuatro corresponde a la Unión Soviética. Te imaginarás la consternación que sintieron al ver de quién se trataba.

—¿Y no podían decirle que no?

—¡Y un cuerno! —exclamó Lily—. John Hermanold, el patrocinador del torneo, ha sido productor teatral. Después del éxito de Fischer en Islandia, el mercado ajedrecístico ha despertado un gran interés. Ahora hay dinero en juego. Hermanold sería capaz de matar con tal de contar con la presencia de Solarin.

—No entiendo cómo se las ingenió Solarin para salir de Rusia y participar en este torneo si los soviéticos no quieren que juegue.

—Querida, ese es el quid de la cuestión —repuso Lily—. Además, el grupo del KGB da a entender que ha venido con la aprobación de su gobierno. ¿Qué te parece? Es un misterio fascinante. Por eso pensé que te gustaría asistir… —Lily se interrumpió.

—¿Adónde? —pregunté, aunque sabía cuál era su intención.

Me divirtió verla sufrir. Lily había proclamado a los cuatro vientos su más absoluto desinterés por las competiciones. Según se comentaba, había dicho: «No juego contra el individuo, sino contra el tablero».

—Esta tarde juega Solarin —afirmó con tono vacilante—. Es su primera aparición pública después del escándalo en España. No queda una sola entrada y los precios de reventa están por las nubes. La partida comienza dentro de una hora y sospecho que podríamos colarnos…

—Bueno, te lo agradezco, pero paso —la interrumpí—. Ver una partida de ajedrez me resulta muy aburrido. ¿Por qué no vas sola?

Lily cogió el vaso de vino y se sentó rígidamente en el taburete del piano. Parecía tensa.

—Sabes que no puedo —susurró.

Tuve la certeza de que era la primera vez que Lily tenía que pedir un favor. Si yo la acompañaba, ella fingiría que simplemente estaba haciendo un favor a una amiga. Si se presentaba sola y compraba una entrada, los periodistas especializados se frotarían las manos. Solarin podía ser un notición, pero en los círculos ajedrecísticos de Nueva York la presencia de Lily Rad en una partida se convertiría en una noticia aún más importante. Era una de las mejores jugadoras de Estados Unidos y, sin duda, la más extravagante.

—La semana que viene jugaré con el ganador de la partida de hoy —masculló apretando los labios.

—Ahora lo entiendo —dije—. Es posible que gane Solarin y, como nunca te has enfrentado a él y sin duda jamás has leído una línea sobre su estilo de juego…

Me acerqué al armario y abrí la puerta. Carioca salió furtivamente, se lanzó sobre mi pie y empezó a jugar con un hilo suelto de mi alpargata. Me quedé mirándolo un rato y luego lo levanté del suelo con el pie y lo arrojé sobre una pila de cojines. Se retorció de entusiasmo y sacó unas cuantas plumas con sus dientes afilados.

—No entiendo por qué te quiere tanto —comentó Lily.

—Simplemente sabe quién manda —dije.

Lily guardó silencio.

Estuvimos un rato mirando cómo Carioca se divertía con los cojines, como si fuera un espectáculo interesante. Aunque yo sabía muy poco de ajedrez, me di cuenta de que ocupaba el centro del tablero, pero decidí que no era yo quien debía realizar el siguiente movimiento.

—Debes de acompañarme —dijo Lily por fin.

—Creo que no has utilizado las palabras adecuadas —observé.

Lily se puso en pie y se acercó a mí, me miró a los ojos y dijo:

—No sabes lo que este torneo representa para mí. Hermanold ha convencido a los miembros de la comisión ajedrecística de que el torneo sea puntuable invitando a todos los GM y a los MI de la Zona Cinco. Si me hubiera clasificado bien y sumado puntos, podría haber participado en las grandes ligas, tal vez habría ganado, pero tuvo que aparecer Solarin.

Yo sabía que los entresijos de la preselección de los ajedrecistas eran un misterio, y aún lo era más la concesión de títulos como los de gran maestro (GM) y maestro internacional (MI). Cabía suponer que en un juego tan matemático como el ajedrez, las pautas de supremacía eran algo más claras, pero lo cierto es que ese mundo era como un club de viejos amigos. Aunque comprendía la exasperación de Lily, había algo que seguía desconcertándome.

—¿Qué más da que quedes segunda? —pregunté—. Sigues siendo una de las mujeres mejor clasificadas de Estados Unidos…

—¡Las mujeres mejor clasificadas! ¿Las mujeres? —exclamó Lily, y por un momento pareció que iba a escupir en el suelo.

Recordé, entonces, que se preciaba de no enfrentarse jamás con mujeres. El ajedrez era un juego masculino, y para ganar había que derrotar a los hombres. Lily llevaba más de un año esperando el título de MI, que en su opinión ya había conquistado. Comprendí que ese torneo era importante porque, si superaba a jugadores que tenían una categoría superior, ya no podrían escatimarle el título.

—No entiendes nada —prosiguió Lily—. Es un torneo eliminatorio. Jugaré contra con Solarin en la segunda partida, si es que los dos ganamos la primera, lo que sin duda ocurrirá. Si juego con él y pierdo, quedo fuera del torneo.

—¿No te crees capaz de vencerle? —pregunté.

Aunque Solarin era un peso pesado, me sorprendía que Lily reconociera la posibilidad de la derrota.

—No estoy segura —contestó sinceramente—. Mi entrenador opina que no podré ganarle. Cree que Solarin me aplastará ante el tablero. Podría darme una buena paliza. No sabes lo que se siente al perder una partida. No soporto perder. —Lily apretaba los dientes y tenía los puños cerrados.

—¿No tendrían que emparejarte con jugadores de tu misma categoría en las primeras partidas? —inquirí.

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