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Authors: Katherine Neville

El ocho (16 page)

BOOK: El ocho
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—El director… —A Fiske se le quebró la voz—. Cuando… cuando hace muchos años enfermé y tuve que dejar el ajedrez, el gobierno británico me ofreció un puesto como profesor de matemáticas en la universidad, un salario de funcionario. El mes pasado, el director de mi departamento me pidió que hablara con algunas personas. No sé quiénes son. Me anunciaron que, por razones de seguridad nacional, debía participar en este torneo. No estaría sometido a ninguna tensión…

Fiske se echó a reír y miró alrededor desesperado, mientras hacía girar el anillo en el dedo. Solarin le cogió la mano sin retirar la otra del hombro del inglés.

—No estaría sometido a ninguna tensión porque en realidad no jugaría —dijo con calma—. Solo tendría que seguir las instrucciones de otra persona.

Fiske asintió con los ojos llenos de lágrimas y tragó saliva varias veces antes de recuperar la voz. Estaba a punto de derrumbarse.

—Les dije que no podía hacerlo, que buscaran a otro —exclamó—. Les rogué que no me obligaran a jugar, pero no contaban con nadie más. Yo estaba en sus manos. Podían retirarme el salario cuando se les antojara. Me lo dijeron… —Le costaba respirar, y Solarin se asustó. Fiske divagaba y hacía girar el anillo como si le apretara. Miraba alrededor con ojos de demente—. No me hicieron caso. Dijeron que debían apoderarse de la fórmula a cualquier precio. Dijeron…

—¡La fórmula! —exclamó Solarin al tiempo que le apretaba el hombro—. ¿Utilizaron la palabra «fórmula»?

—¡Sí, sí! ¡Solo querían la maldita fórmula! —respondió Fiske a voz en grito.

Solarin intentó calmarlo dándole unas suaves palmaditas en el hombro.

—Hábleme de la fórmula —pidió con pies de plomo—. Vamos, querido Fiske, ¿por qué les interesa la fórmula? ¿Creían que podrían conseguirla participando en este torneo?

—Pensaban obtenerla por medio de usted —respondió Fiske con voz queda, la mirada clavada en el suelo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿Por medio de mí? —Solarin se quedó mirándolo. De pronto creyó oír unos pasos al otro lado de la puerta—. Debemos aclarar esto deprisa —susurró—. ¿Cómo se enteraron de que yo iba a participar en el torneo? Nadie lo sabía.

—Ellos sí… —contestó Fiske mirando a Solarin con los ojos abiertos como platos. Giró bruscamente el anillo—. ¡Por favor, déjeme en paz! ¡Les dije que no podía! ¡Les dije que fracasaría!

—Deje de tocar ese anillo —advirtió Solarin con tono severo, y cogiéndolo de la muñeca le retorció la mano. En el rostro del inglés apareció una mueca de dolor—. ¿A qué fórmula se refiere?

—A la fórmula de la que habló en España —vociferó Fiske—. ¡La fórmula que apostó durante la partida! ¡Dijo que se la daría a quien lo derrotara! ¡Es lo que usted dijo! Y yo tenía que ganarle para que me la entregara.

Solarin lo miró con incredulidad, dejó caer las manos a los costados y se alejó riendo a carcajadas.

—Es lo que usted dijo —musitó Fiske toqueteando el anillo.

—Oh, no —dijo Solarin. Echó la cabeza hacia atrás y rió hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas—. Mi querido Fiske, si se refiere a esa fórmula, ¡ni lo sueñe! Los muy imbéciles llegaron a una conclusión equivocada. No ha sido más que el peón de un grupo de chalados. Salgamos y… ¿Qué hace?

No había reparado en que Fiske, que estaba cada vez más angustiado, intentaba quitarse el anillo. Se lo sacó del dedo con un movimiento brusco y lo arrojó a un urinario mascullando:

—¡No lo haré! ¡No lo haré!

Solarin vio rebotar el anillo dentro del urinario. Saltó hacia la puerta al tiempo que empezaba a contar. Uno, dos. La abrió y salió velozmente. Tres. Cuatro. Salvó la escalera de un brinco y corrió por el reducido vestíbulo. Seis. Siete. Franqueó la puerta de entrada y cruzó el patio en seis zancadas. Ocho. Nueve. Dio un salto y aterrizó boca abajo sobre los adoquines. Diez. Se cubrió la cabeza con los brazos y se tapó los oídos. Esperó, pero no hubo ninguna explosión.

Miró por encima de sus brazos y vio dos pares de zapatos. Alzó la vista para toparse con dos jueces que lo miraban desconcertados.

—¡Gran maestro Solarin! —dijo uno de ellos—. ¿Está herido?

—No, estoy bien —respondió Solarin. Se puso dignamente en pie y sacudió el polvo de la ropa—. El gran maestro Fiske está en el servicio. Se encuentra mal. He salido a buscar ayuda y he tropezado. Los adoquines son muy resbaladizos.

Se preguntó si se había equivocado con respecto al anillo. Tal vez el hecho de que Fiske se lo quitara no tenía la menor importancia, pero no podía saberlo.

—Iremos a ver si podemos ayudarlo —dijo el juez—. ¿Por qué ha ido al servicio del Canadian Club en lugar de a los aseos del Metropolitan? ¿Por qué no ha acudido al puesto de primeros auxilios?

—Porque es muy orgulloso —respondió Solarin—. Supongo que no quería que lo vieran vomitar.

Los jueces todavía no le habían preguntado qué hacía él en el mismo aseo, a solas con su adversario.

—¿Está muy mal? —preguntó el otro juez mientras se encaminaban hacia la entrada del Canadian Club.

—Tiene el estómago revuelto —explicó Solarin.

Aunque no parecía razonable regresar al aseo, Solarin no tenía otra opción.

Los tres hombres subieron por la escalera y el juez que iba delante abrió la puerta del servicio de caballeros. Retrocedió a toda velocidad y soltó una exclamación.

—¡No mire! —aconsejó. Estaba muy pálido.

Solarin se adelantó y miró hacia el interior del aseo. Fiske se había colgado del tabique de los lavabos con su propia corbata. Estaba morado y, a juzgar por el ángulo en que pendía la cabeza, tenía el cuello roto.

—¡Se ha suicidado! —afirmó el juez que había aconsejado a Solarin que no mirara.

El ruso se retorcía las manos, como había hecho Fiske unos minutos antes.

—No es el primer maestro de ajedrez que acaba así —comentó el otro juez, que se interrumpió avergonzado cuando Solarin se volvió y lo fulminó con la mirada.

—Será mejor que llamemos al médico —se apresuró a decir su compañero.

Solarin se acercó al urinario en el que Fiske había arrojado el anillo. Este ya no estaba.

—Sí, avisemos al médico —convino.

Nada sabía yo de esos acontecimientos mientras, sentada en el salón, esperaba a que Lily trajera la tercera ronda de café. Si hubiera sabido entonces lo que sucedía entre bambalinas, tal vez no habría ocurrido lo que se desencadenó a continuación.

Habían pasado tres cuartos de hora desde que se había anunciado la pausa y tenía la vejiga a punto de reventar a causa de todo el café que había bebido. Me pregunté qué estaría sucediendo. Lily regresó y me sonrió con cara de conspiradora.

—¿Sabes una cosa? —susurró—. ¡En el bar he visto a Hermanold! Parecía haber envejecido diez años. Estaba hablando con el médico del torneo. Querida, en cuanto acabemos el café, levantaremos la sesión. Hoy no habrá partida. Lo anunciarán dentro de unos minutos.

—¿Tan mal está Fiske? Tal vez por eso jugaba de forma tan extraña.

—Querida, no se encuentra mal. Ha superado la enfermedad. Y del modo más intempestivo, diría yo.

—¿Se ha retirado?

—Es una manera como otra de expresarlo. Se ha ahorcado en el servicio inmediatamente después de la interrupción.

—¿Se ha ahorcado? —pregunté sorprendida, y Lily me obligó a bajar la voz porque varias personas se volvieron a mirarnos—. ¿De qué hablas?

—Hermanold opina que la presión del torneo ha sido excesiva para Fiske. El médico, por su parte, considera que es difícil que un hombre de sesenta y cinco kilos se parta el cuello colgándose de un tabique de metro ochenta.

—¿Por qué no pasamos del café y nos largamos?

No hacía más que recordar los ojos verdes de Solarin cuando se había inclinado hacia mí. Estaba mareada. Necesitaba respirar aire fresco.

—De acuerdo —dijo Lily en voz alta—, pero regresaremos enseguida. No quiero perderme un solo segundo de este magnífico torneo.

Cruzamos rápidamente la sala y al llegar al vestíbulo nos abordaron dos periodistas.

—Hola, señorita Rad —saludó uno—. ¿Sabe qué sucede? ¿Se reanudará la partida?

—Lo dudo, a menos que traigan un mono adiestrado para reemplazar al señor Fiske.

—¿No le parece bien su táctica? —preguntó el otro periodista, sin dejar de tomar notas.

—No tengo ninguna opinión al respecto —respondió Lily con arrogancia—. Ya saben que solo pienso en mis jugadas. En cuanto a la partida —añadió encaminándose hacia la salida, seguida por los periodistas—, he visto lo suficiente para saber cómo acabará.

Franqueamos las puertas dobles que daban al patio y bajamos por la rampa hacia la calle.

—¿Dónde se ha metido Saul? —preguntó Lily—. El coche debería estar aparcado a la puerta del club.

Miré calle abajo y vi el gran Corniche azul claro en la esquina con la Quinta Avenida. Lo señalé.

—Fantástico, lo que me faltaba, otra multa —dijo—. Venga, larguémonos antes de que empiece el follón en el club.

Me cogió del brazo y corrimos bajo un viento despiadado. Al llegar a la esquina vi que el coche estaba vacío. No había ni rastro de Saul.

Cruzamos la calle y miramos a ambos lados en busca del chófer. Regresamos junto al vehículo y descubrimos que la llave estaba puesta. Carioca también había desaparecido.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Lily, colérica—. Desde que trabaja para nosotros, Saul jamás ha abandonado el coche. ¿Dónde se habrá metido? ¿Dónde está mi perro?

Oí un rumor que parecía proceder de debajo del asiento. Abrí la portezuela, me agaché y estiré la mano. Noté la saliva de una lengua pequeña. Saqué a Carioca y al incorporarme vi algo que me heló la sangre: en el asiento del conductor había un agujero.

—Mira. ¿Qué significa este agujero? —pregunté a Lily.

En el preciso instante en que ella se inclinaba para mirar, oímos un ruido seco y el coche se movió ligeramente. Volví la cabeza, pero no vi a nadie. Dejé a Carioca sobre el asiento y registré el lado del coche que miraba al Metropolitan Club. Descubrí otro agujero que un segundo antes no estaba. Lo toqué. Estaba caliente.

Me volví hacia el Metropolitan Club. Sobre la bandera de Estados Unidos, una de las puertaventanas del balcón estaba abierta. El viento agitaba las cortinas, pero no divisé a nadie. Estaba segura de que esa ventana correspondía a la sala de juego; era la situada detrás de la mesa de los árbitros.

—¡Caray! —susurré—. ¡Alguien ha disparado al coche!

—No digas tonterías —dijo Lily.

Rodeó el vehículo para echar un vistazo al orificio de bala del lateral y siguió mi mirada hasta la puertaventana abierta. Hacía tanto frío que en la calle no había un alma, y tampoco había pasado ningún coche cuando oímos aquel ruido seco. En consecuencia, las posibilidades eran bastante escasas.

—¡Solarin! —exclamó Lily cogiéndome del brazo—. Te aconsejó que abandonaras el club, ¿no? ¡El muy hijo de puta intenta matarnos!

—Me advirtió que corría peligro si me quedaba, y ahora estoy fuera —repuse—. Además, en el caso de que alguien quisiera dispararnos, dudo mucho que fallara a tan poca distancia.

—¡Pretende asustarme para que me retire del torneo! —afirmó Lily—. Primero secuestra a mi chófer y acto seguido dispara contra mi coche. Pues bien, yo no soy de las que se asustan fácilmente…

—¡Yo, sí! Vámonos.

Lily se dirigió hacia el asiento del conductor con tal precipitación que comprendí que estaba de acuerdo conmigo. Puso en marcha el motor y entró en la Quinta Avenida, tras arrojar a Carioca sobre el asiento.

—Me muero de hambre —dijo Lily, a voz en grito para hacerse oír por encima del ulular del viento.

—¿Quieres comer ahora? ¿Te has vuelto loca? Creo que primero deberíamos ir a la policía.

—De ninguna manera —declaró con firmeza—. Si Harry se entera de esto, me encerrará para que no participe en el torneo. Iremos a comer algo e intentaremos averiguar por nosotras mismas qué está ocurriendo. No puedo pensar con el estómago vacío.

—Si no quieres ir a la comisaría, vayamos a mi casa.

—No tienes cocina. Necesito un buen chuletón para que me funcionen las células cerebrales.

—Coge la dirección de mi casa. A pocas manzanas, en la Tercera, hay un buen restaurante. Te advierto que cuando tengas la tripa llena iré directamente a la policía.

Lily estacionó frente al restaurante Palm de la Tercera Avenida. Cogió su enorme bolso de bandolera, de donde sacó el ajedrez magnético para meter a Carioca. El perro asomó la cabeza y babeó.

—En los restaurantes no permiten entrar perros —explicó Lily.

—¿Qué quieres que haga con esto? —pregunté alzando el ajedrez que había arrojado en mi regazo.

—Guárdalo —respondió—. Tú eres un genio de la informática y yo experta en ajedrez. La estrategia es el pan nuestro de cada día. Estoy segura de que resolveremos este misterio si aunamos nuestros cerebros. Pero antes tendrás que aprender algunas cosas sobre ajedrez. —Lily metió la cabeza de Carioca en el bolso y lo cerró—. ¿Conoces la expresión «los peones son el alma del ajedrez»?

—Hmmm. Sí, la he oído alguna vez, pero no sé dónde. ¿De quién es?

—De André Philidor, el padre del ajedrez moderno. Por la época de la Revolución francesa escribió un célebre libro de ajedrez en el que explicaba que, si se utiliza el conjunto de peones, estos pueden volverse tan poderosos como las piezas principales. Hasta entonces a nadie se le había ocurrido. Los peones solían sacrificarse porque se consideraba que entorpecían la acción.

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