El ojo de fuego (54 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

BOOK: El ojo de fuego
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Akira Sugawara estaba agachado, acorralado en la esquina de la habitación frente a los tres hombres que Kurata había enviado a por él. El hombre al mando era alto y corpulento, un ex luchador de sumo. Los tres hombres iban vestidos con ropa deportiva y llevaban largas pértigas de madera.

—No os condenéis vosotros mismos —dijo Sugawara mientras balanceaba la daga hacia los hombres—. No es vuestra lucha.

—Si Kurata-
sama
dice que es mi lucha, entonces es mi lucha —dijo el ex luchador de sumo bajando su bastón.

Sugawara saltó a un lado y el bastón chocó contra el lugar donde había estado antes. En el mismo momento, el segundo hombre hizo rodar su bastón; Sugawara se agachó bajo el arma. El tercer hombre, con un recorrido bien practicado de su bastón, golpeó a Sugawara en un lado de la cabeza. La oscuridad se cernió sobre él.

La lluvia había dado paso a una ligera llovizna brumosa cuando Lara llegó al abrigo de una pared de casi dos metros, formada por una valla de madera. Miró a través de sus ranuras para observar el edificio de una planta de tejado inclinado de la cocina. Los contenedores se alineaban en la pared trasera que quedaba frente a ella. A la izquierda, un sendero abierto cubierto con baldosas conectaba la cocina con el palacio principal de Kurata. Los criados vestían chaquetas blancas para servir la cena y empujaban carritos con platos cubiertos con cúpulas cromadas desde la cocina. El personal charlaba efusivamente mientras el proveedor se preparaba para marcharse. Un hombre con un gorro alto, obviamente el chef, y su personal se despedían del repartidor que había «reparado» la camioneta. Siguieron muchos más «gracias» por parte del personal de Kurata por lo que fuese que hubiese sido el festín de la noche. Luego, dos de los ayudantes de cocina fueron hacia la puerta abierta; estaban acompañados por guardias armados, obviamente para asegurarse que ninguno de los dragones se deslizase desde donde Lara estaba y se introdujese dentro del complejo humano protegido.

Sugawara había explicado que, en realidad, dentro de la residencia había poco personal de seguridad, puesto que las puertas, la verja del perímetro asegurada electrónicamente y los Komodos ya eran suficiente garantía para neutralizar la mayoría de amenazas. A resultas de toda esa vigilancia, Kurata confiaba en unos pocos guardas tradicionales y centinelas, que a su vez confiaban en el rápido aviso y una rapidísima reacción de sus escuadrones.

Lara observó que había dos guardas haciendo una ronda de 360 grados por los porches que recorrían los perímetros de cada piso. Cronometró las rondas con el reloj. Los guardas eran sorprendentemente regulares, predecibles, un trabajo de centinela descuidado, pensó, pero que a ella le convenía, porque tenía un intervalo de 45 segundos cuando ambos estaban fuera de la vista de la cocina y del sendero que la conectaban con el edificio principal.

El motor del camión del proveedor se puso en marcha, llenando la noche con el traqueteo de las bielas diesel. Luego se escuchó el ruido del cambio de velocidades, seguido del de los neumáticos que crujían sobre la grava. Por la grieta de la valla, Lara vio todos los ojos puestos en el camión del proveedor. Incluso el guarda que normalmente patrullaba esa zona dio la espalda a la cocina, con el rifle a punto por si algún lagarto surgido de una pesadilla decidiese explorar la puerta abierta.

¡Ahora! Lara se agarró a lo alto de la valla, se impulsó hacia arriba y llegó con facilidad a lo alto. Saltó y aterrizó, agachada en la sombra que pintaba la base de la valla. Todos los ojos estaban aún posados en el camión de reparto. Lara esperó escondida entre las sombras hasta que el camión se interpuso entre ella y el grupo de hombres que estaban junto a la puerta. Luego salió a toda velocidad hacia los contenedores. Era como una película en la que sólo se pudiese hacer una sola toma pensó mientras corría. No había tiempo de esconderse y esperar. El guarda regresaría a su puesto y estaría constantemente expuesta a ser descubierta por el personal de la cocina. O sea que tenía que ser en aquel momento; del contenedor al tejado de la cocina, por el camino cubierto hacia el edificio principal. Luego arriba hacia lo alto. Una sola toma, sin descanso.

Lara alcanzó los contenedores y entonces olió el humo de cigarrillo; permaneció inmóvil en las sombras y dejó que su nariz la guiase en la dirección del fumador. A lo lejos vio a un grupo de hombres vestidos con trajes oscuros y que parecían chóferes profesionales, de pie, fumando. Pero el hedor del tabaco era demasiado fuerte como para llegar hasta allí desde aquella distancia. Ella esperó, en una pugna contra la urgencia que retorcía sus entrañas. Pero no por mucho tiempo. El momento pasaría. El guarda regresaría; la cocina volvería a la actividad.

Entonces, un poco más allá de la esquina del edificio de la cocina, con el brillo de un cigarrillo y el breve destello de la iluminación, vio el rostro de un guarda, uno de los soldados de Kurata. ¡El soldado se movió hacia ella! Rápidamente, Lara se escurrió en la oscuridad, entre los dos contenedores, y se dio cuenta de que sólo le quedaba un arma y que tenía que matar lo suficientemente rápida y silenciosamente para no descubrir su presencia a los demás. A su pesar, sacó de sus pantalones las dos porras.

Cada pieza redonda de madera era de unas cuatro pulgadas de largo y tenían una ligera muesca alrededor de la circunferencia en el centro. Un rígido cable de acero, grueso como una cuerda de piano, estaba envuelto alrededor de la muesca y fuertemente enroscado. Dudó un instante mientras miraba el arma que le era tan extraña. Se concentró en el entrenamiento que le había dado Brooks pocas horas antes.

El guarda se acercaba arrastrando los pies, mientras chutaba la grava con las botas. Lara alzó una de las porras y dejó que el resto colgase para deshacer el cable. A continuación, sujetó el mango que quedaba libre y dispuso los mangos de tal manera que el cable formase un lazo completo y cruzara las empuñaduras. El guarda pasó junto a los contenedores. Lara salió a toda velocidad de su escondite, deslizó el lazo de cable por encima de la cabeza del hombre y tiró de los mangos con todas sus fuerzas, cerrando el lazo de cable como un fruncido. Ella sintió que tiraba, estiraba y cortaba los tendones y la carne. Pensó que parecía uno de aquellos cables que se utilizaban para cortar queso. El cable resonó con un único acorde parecido a un
do
. La cabeza del guarda se había separado silenciosamente del cuerpo. Al caer resonó como un melón vacío al chocar contra la grava suelta. Lara se apartó cuando la sangre salió a chorros del cuerpo derrumbado. Todo sucedió en apenas segundos. Limpió el garrote con la camiseta del hombre, luego lo volvió a meter dentro del bolsillo de su pantalón. Después echó la cabeza y el cuerpo del guarda dentro de uno de los contenedores. El ruido del camión de reparto se alejaba y cada vez se oía más lejos; Lara esperó junto a los aleros de la cocina y estudió el palacio principal de Kurata cuando primero un guarda y luego el otro desaparecieron al dar la vuelta a sus respectivas esquinas. Apretó el botón del cronómetro de su reloj, 45 segundos.

El tiempo empezó a transcurrir deprisa; escaló la pared y subió al tejado de la cocina, trepó desde el sendero cubierto hasta el segundo piso del edificio principal y escaló la reja. El siguiente movimiento la aterró. Aunque había estudiado las fotografías y practicado los movimientos mil veces en su mente, la preparación palidecía frente a la ejecución. Como muchos edificios japoneses de aquella época, los tejados cubiertos de tejas del palacio de Kurata se curvaban elegantemente hacia abajo y luego, con vigas voladizas, alejaban las superficies del cuerpo principal del edificio. Formaban un alero de unos dos metros que cubría el balcón que había debajo. Pero, a diferencia de las construcciones occidentales donde debería haber un poste de apoyo que fuese del suelo del balcón hasta el borde del tejado, allí no había ninguno.

Tal como había planeado en su mente, Lara fue a la esquina del balcón y escaló por la reja hasta que se puso en cuclillas en lo alto, de cara afuera, con un pie en cada uno de los barrotes de la parte superior de la reja. Observaba al personal de la cocina que regresaba a sus tareas, debajo de ella. El guarda solitario cerró la verja y el candado.

«No mires arriba», rogó Lara; también rezó para aguantar el equilibrio y tener éxito. Después, con mucha precaución, soltó la reja en la que se apoyaba con las manos y se alzó. La barandilla estaba resbaladiza por la humedad; sintió que sus zapatos resbalaban sólo algunos centímetros y luego se detuvieron. Miró hacia abajo, a la cocina, utilizándola como punto de referencia para aguantar el equilibrio. Por fin se puso en pie. Debajo de ella, un camarero con una bata blanca se colocó bajo los aleros traseros de la cocina y encendió un cigarrillo. Sin quitar los ojos de la cocina, Lara alzó las manos y alcanzó el complicado entramado de vigas y viguetas que formaban la parte inferior del alero. Primero los dedos de una mano, y luego los de la otra encontraron madera centenaria; el mero contacto consolidó su equilibrio. Miró hacia arriba, para buscar algún lugar del que sostenerse. Al mirar y buscar, se quedó completamente helada y sintió una oscura opresión en el pecho al darse cuenta de que se había equivocado en sus apreciaciones; no era lo bastante alta. Sus dedos apenas rozaban la parte más baja de las vigas. Lara se apoyó en los dedos de los pies y luego se puso de puntillas sobre la resbaladiza barandilla, aún se estiró más pero no lo suficiente. El sudor le caía dentro de los ojos. ¿Dónde estaban los guardias? ¿Cuánto tiempo había gastado de los 45 segundos? Con cuidado utilizó una mano para limpiarse los ojos. Sólo le faltaban unos pocos centímetros para sujetarse con fuerza a las vigas; Lara sabía que sólo tenía una opción. Muy despacio se dobló de rodillas medio en cuclillas, y clavó los ojos en la viga que tenían que encontrar sus manos.

«Dios mío, por favor, esta única oportunidad, sólo esta vez», rezó para sí. Si no, moriría a causa de la caída o a manos de los guardas.

Entonces saltó. Un pie resbaló con el impulso; mariposas de acero le clavaron las alas del miedo en el estómago. Con la otra pierna, se impulsó incluso con más fuerza. Salió despedida hacia arriba. Lara miró sus manos, deseando que se alzasen más, anhelando que conectasen con las vigas. Y lo hicieron. Primero la mano derecha y luego la izquierda. En aquel instante llegó un disparo desde debajo de donde estaba. Lara bajó la vista y vio al camarero de la bata blanca que gritaba y la señalaba.

Lara no hizo caso y empezó a balancearse, hacia delante y hacia atrás, como una trapecista. Hacia delante y hacia atrás. Hacia atrás iba hacia el edificio, adelante hacia la oscuridad. Otra vez…, otra vez…, más disparos desde abajo. Luego salió despedida, más por el impulso que por su propia decisión consciente. Lara guió sus piernas hacia arriba y luego hacia atrás, encogiéndolas en una especie de voltereta. Las puntas de sus botas chocaron contra las húmedas tejas del tejado encima de ella e intentó sujetarse a ellas.

Abajo, en el suelo, el guarda que había cerrado la puerta apareció al lado del camarero y miró hacia arriba. Lara se impulsó con toda la fuerza de sus brazos y empujó su cuerpo lo más lejos posible del borde. Alzó las manos, viga a viga, impulsándose hacia atrás y hacia arriba; al final consiguió que la mayor parte de su cuerpo estuviese echado sobre el tejado con los pies hacia el cielo.

En aquel momento, el guarda efectuó su primer disparo. La bala se clavó en los aleros de madera, a pocos centímetros de su mano derecha. Lara luchó contra la gravedad y las tejas lubricadas por la lluvia mientras trepaba con desesperación hacia atrás sobre su estómago. Un instante después, las tejas que había cubierto con su cuerpo momentos antes, explotaron en un torrente de fuego proveniente de armas automáticas. Permaneció allí sólo un segundo, buscando aire, estaba sin aliento después de haber realizado tanto esfuerzo. Sacó el Colt con silenciador del bolsillo de su pantalón, comprobó la recámara y puso una bala en ella.

Una sirena cortó la oscuridad mientras ella se arrastraba a gatas hacia la habitación en la que Sugawara estaba seguro que Kurata lo confinaría. Cuando la cabeza de Lara alcanzó el nivel del suelo del balcón que rodeaba la habitación en lo alto, se abrió una puerta, un hombre vestido con chándal salió, llevaba una pistola. Lara se quedó paralizada sosteniendo el Colt. El hombre del chándal miró hacia abajo. Lara apuntó y apretó el gatillo. La primera bala salió en silencio del revólver, y le dio directamente en la nariz, por debajo, y empujó la cabeza hacia atrás. La segunda bala rasgó su garganta. Murió antes de que su cuerpo se desplomase en el suelo del balcón.

Lara saltó al balcón, soltando un juramento al aterrizar; vio a tres hombres en el cuarto, detrás de la puerta abierta. También vislumbró a Sugawara, echado de espaldas en un rincón, con las manos atadas con cinta, dando puntapiés a un hombre inmenso vestido con chándal.

—No debes dejar marcas —le recordó un hombre más menudo, vestido igual que el otro—. Piensa en la autopsia.

Lara dio un paso y atravesó la puerta. El individuo corpulento se dio la vuelta como si la hubiese presentido en lugar de oírla entrar.

Tuvo que dispararle cuatro balazos antes de que el hombre, que parecía un luchador de sumo, dejase de moverse. Pero el menudo era rápido, sacó el arma que llevaba en su costado y apuntó a Lara. Sugawara se puso en pie como pudo y con las manos aún atadas delante de él, alzó la daga del suelo y la clavó en la diminuta espalda. La bala del arma salió disparada de forma descontrolada y se clavó en el techo cuando la daga penetró a través del chándal y emergió roja y húmeda justo debajo del pequeño esternón. Sangrando, el hombre dejó caer el arma, se tambaleó hacia atrás y luego se derrumbó.

—¡Lara! —exclamó Sugawara con una sonrisa. Una brutal hinchazón roja decoraba un lado de su cabeza.

—¡Eh! ¡Eso parece! —exclamó ella. Sacó el cargador casi vacío de calibre.45 del Colt e insertó otro antes de guardarlo otra vez en el bolsillo del pantalón.

Después se acercó a Sugawara y cortó la cinta que ataba sus manos y muñecas. Debajo había una venda elástica.

—Las cosas no han ido tan bien como deberían —dijo Sugawara mientras se frotaba las muñecas—. Kurata se ha mofado del asunto de la herencia coreana. No he podido influirle en ese aspecto. Sólo me dio la opción de
seppuku
o de servir de alimento a los dragones.

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