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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (12 page)

BOOK: El olor de la noche
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—Soy Montalbano. Perdone que la moleste, a lo mejor estaba viendo la televisión y...

—Yo no tengo televisor.

El comisario no supo explicarse por qué motivo experimentó la sensación de haber percibido en su cerebro el levísimo sonido de un remoto y lejano timbre. Fue tan rápido y breve que ni siquiera tuvo la seguridad de haberlo oído.

—Desearía saber, siempre y cuando usted lo recuerde, si Giacomo Pellegrino no acudió al despacho ni siquiera el treinta y uno de agosto.

La respuesta fue inmediata, sin la menor vacilación.

—Señor comisario, no puedo olvidar aquellos días porque los he repasado una y mil veces en la memoria. El día treinta y uno, Pellegrino se presentó un poco tarde en la agencia, digamos que sobre las once. Se fue casi inmediatamente después porque dijo que tenía que reunirse con un cliente. Regresó por la tarde sobre las cuatro y media. Y se quedó hasta la hora del cierre.

El comisario le dio las gracias y colgó el teléfono.

Todo encajaba. Pellegrino, tras haber hablado con su tío por la mañana, se presenta en la agencia. A mediodía se va, no para reunirse con un cliente sino para tomar un taxi o un coche de alquiler. Se traslada a Punta Raisi. Llega al aeropuerto a las dos, anula el billete para Berlín y adquiere uno para Madrid. Toma de nuevo un taxi o el vehículo de alquiler y vuelve a la agencia a las cuatro y media. Los horarios coincidían.

Pero ¿por qué arma Giacomo todo este jaleo? De acuerdo, no quiere que se le pueda localizar fácilmente. Pero ¿quién no debía localizarlo? Y, sobre todo, ¿por qué? Mientras que el contable Gargano tenía miles de millones de motivos para desaparecer, Pellegrino no tenía aparentemente ninguno.

—Hola, cariño. ¿Has tenido un día muy duro hoy?

—Livia, ¿te esperas un momento?

—Claro.

Tomó una silla, se sentó, encendió un cigarrillo y se puso cómodo. Estaba seguro de que aquella llamada iba a ser muy larga.

—Estoy un poco cansado, pero no debido al trabajo.

—Pues entonces, ¿por qué?

—En total, me he pegado casi ocho horas de carretera.

—¿Adónde fuiste?

—A Calapiano, cariño.

A Livia se le debió de cortar la respiración de golpe, pues el comisario oyó con toda claridad una especie de sollozo. Esperó generosamente a que se recuperara y la dejó hablar.

—¿Has ido por François?

—Sí.

—¿Está enfermo?

—No.

—Pues entonces, ¿por qué has ido?

—Tenía
spinno
.

—¡Salvo, no empieces a hablar en dialecto! ¡Sabes que hay momentos en que no lo soporto! ¿Qué has dicho?

—Que deseaba ver a François.
Spinno
significa deseo, ansia. Y, ahora que ya conoces el significado de la palabra, te pregunto: ¿tú nunca has tenido
spinno
de ver a François?

—¡Qué cabrón eres, Salvo!

—¿Hacemos un pacto? Yo no hablaré en dialecto y tú no me insultarás. ¿De acuerdo?

—¿Quién te dijo que había ido a ver a François?

—Él mismo, el niño, mientras me enseñaba lo bien que sabe montar. Los mayores te han seguido el juego, no han abierto la boca, han respetado el pacto. Porque está claro que tú les pediste que no me dijeran nada de tu visita. En cambio, a mí me dijiste que tenías un día de vacaciones y te ibas a la playa con una amiga y yo, como un imbécil, me lo tragué. Tengo una curiosidad: ¿a Mimì le dijiste que irías a Calapiano?

Esperaba una respuesta violenta, una trifulca memorable. En su lugar, Livia rompió a llorar con unos prolongados, desesperados y desgarradores sollozos.

—Livia, escúchame...

La comunicación se cortó.

Se levantó con calma, se dirigió al cuarto de baño, se desnudó, se duchó y, antes de salir, se miró al espejo. Largo rato. Después recogió toda la saliva que tenía en la boca y escupió contra su imagen reflejada en el espejo. Apagó la luz y se acostó. Se incorporó inmediatamente porque el teléfono estaba sonando. Se puso al aparato, pero la persona que estaba en el otro extremo de la línea no dijo nada, sólo se oía su respiración. Montalbano conocía aquella respiración.

Y se puso a hablar. Un monólogo que duró casi una hora, sin llanto, sin lágrimas, pero tan doloroso como los sollozos de Livia. Y le dijo cosas que jamás se había querido decir a sí mismo, que hería para que no lo hirieran, que desde hacía algún tiempo había descubierto que su soledad estaba pasando de la fuerza a la debilidad, que le estaba resultando muy duro tomar nota de algo que era enteramente sencillo y natural: el hecho de envejecer. Al final, Livia se limitó a decir:

—Te quiero. —Antes de colgar, añadió—: Aún no he renunciado al permiso. Me quedo aquí un día más y después voy a Vigàta. Líbrate de todos los compromisos, te quiero sólo para mí.

Montalbano volvió a acostarse. En cuanto se deslizó bajo la sábana, cerró los ojos y se quedó dormido. Penetró en el país de los sueños con unas pisadas tan suaves como las de un niño.

Eran las once de la mañana cuando Fazio se presentó en el despacho de Montalbano.


Dottore
, ¿sabe la última? En la agencia Intertour de Montelusa, Pellegrino había reservado un billete para Lisboa. El vuelo salía a las tres y media de la tarde del día treinta y uno. He llamado a Punta Raisi. Consta que Pellegrino tomó este vuelo.

—¿Y tú lo crees?

—¿Y por qué no lo iba a creer?

—Porque lo debió de revender a otro pasajero en lista de espera y él volvió al despacho de Vigàta. De eso no cabe la menor duda. A las cinco, Pellegrino estaba en la agencia de la «Rey Midas» y no podía estar volando rumbo a Lisboa.

—Pero ¿eso qué significa?

—Significa que Pellegrino es un imbécil que se cree un experto, pero sigue siendo un imbécil. Haz una cosa. Averigua en todos los hoteles, las pensiones y los hostales de Vigàta y Montelusa si Pellegrino durmió en alguno de ellos la noche entre el treinta y el treinta y uno de agosto.

—Ahora mismo.

—Otra cosa: pregunta en las agencias de alquiler de vehículos de Vigàta y Montelusa si Pellegrino, más o menos por las mismas fechas, alquiló algún coche.

—Pero ¿cómo es que antes buscábamos a Gargano y ahora estamos buscando a Pellegrino? —preguntó Fazio en tono dubitativo.

—Porque ahora ya estoy convencido de que, en cuanto encontremos a uno de ellos, encontraremos al otro. ¿Qué te apuestas?

—Nada. Con usía jamás me apostaría nada —contestó Fazio, retirándose.

Y, sin embargo, si hubiera aceptado la apuesta, la habría ganado.

Se le había pasado la habitual hambre canina, quizá porque llevaba mucho tiempo sin dormir tan bien. Su desahogo con Livia lo había tranquilizado, le había permitido recuperar la justa medida de sí mismo. Le entraron ganas de bromear. Interrumpió de inmediato a Calogero, que ya había empezado a recitar la breve letanía del menú:

—Hoy me apetece una chuletita a la milanesa.

—¿De verdad? —preguntó sorprendido Calogero, agarrándose a la mesita para no caer.

—¿Pero tú crees que yo voy a pedirte a ti una chuletita? Sería como pretender que un monje budista oficiara la santa misa. ¿Qué tienes hoy?

—Espaguetis a la tinta de jibia.

—Tráemelos. ¿Y después?

—Albondiguitas de pulpitos.

—De ésas me traes diez.

A las seis de la tarde, Fazio le presentó el informe.


Dottore
, no consta que haya dormido en ningún sitio. Pero alquiló un vehículo en Montelusa la mañana del treinta y uno y lo devolvió por la tarde a las cuatro. La empleada, que es experta, me ha dicho que el kilometraje podría corresponder a un viaje de ida y vuelta a Palermo.

—Coincide —dijo el comisario.

—Ah, la chica también me ha dicho que Pellegrino explicó que quería un coche con un maletero muy grande.

—Pues sí. Tenía que llevar consigo las dos maletas.

Ambos permanecieron un rato en silencio.

—¿Pero dónde durmió ese desgraciado? —se preguntó finalmente Fazio en voz alta.

El efecto que sus palabras ejercieron en el comisario hizo que se pegara un susto tremendo, pues Montalbano lo miró con los ojos enormemente abiertos y después se dio un fuerte manotazo en la frente.

—¡Qué cabrón!

—¿Qué he dicho? —preguntó Fazio, disponiéndose a pedir disculpas.

Montalbano se levantó, sacó algo del cajón y se lo guardó en el bolsillo.

—Vamos.

Diez

Montalbano corrió con su coche a Montelusa como si alguien lo estuviera persiguiendo. Cuando se adentró por el camino que conducía al chalet recién construido de Pellegrino, Fazio se quedó petrificado y miró hacia delante sin abrir la boca. Al llegar a la verja cerrada, el comisario se detuvo y ambos bajaron. Los cristales rotos de las ventanas aún no se habían cambiado, pero alguien había colocado en su lugar unas hojas de papel de celofán, prendidas con chinchetas. Las pintadas verdes que decían «cabrón» no habían sido borradas.

—A lo mejor hay alguien dentro, puede que el tío —dijo Fazio.

—Vamos a asegurarnos —dijo el comisario—. Llama inmediatamente al despacho, dile a alguien que te dé el número de Giacomo Pellegrino, el que presentó la denuncia. Después lo llamas, le dices que has venido aquí para llevar a cabo una inspección y le preguntas si ha sido él quien ha colocado las hojas de celofán y si ha tenido alguna noticia de su sobrino. Si no contesta, ya veremos lo que hacemos.

Mientras Fazio empezaba a efectuar las llamadas, Montalbano se acercó al acebuche derribado. El árbol había perdido casi todas las hojas, y éstas, amarillentas, estaban diseminadas por el suelo. Le faltaba muy poco para transformarse de árbol vivo en leña inerte. Entonces el comisario hizo una cosa muy rara o, mejor dicho, una chiquillada: se situó a la altura del centro del tronco derribado y apoyó la oreja en él tal como se hace con un moribundo para comprobar si todavía le late el corazón.

Permaneció un ratito de aquella guisa, ¿esperaba tal vez percibir el susurro de la linfa? De repente, le entraron ganas de reír. Pero ¿qué estaba haciendo? Aquello era una cosa propia del barón de Münchhausen, al cual le bastaba con apoyar la oreja sobre la tierra para oír crecer la hierba. No se había percatado de que, desde lejos, Fazio había observado todo aquel número y se estaba acercando a él.


Dottore
, he hablado con el tío. Fue él quien cubrió las ventanas porque el sobrino le dejó la llave de la verja, pero no la de la casa. No ha recibido noticias suyas desde Alemania, pero, según él, no tardará en regresar.

Después Fazio contempló el olivo silvestre y sacudió la cabeza.

—¡Mira qué carnicería! —dijo Montalbano.

—Cabrón —dijo Fazio, utilizando a propósito la misma palabra que el comisario había escrito en las paredes.

—¿Comprendes ahora por qué me dio un ataque de furia?

—No tiene por qué darme más explicaciones —dijo Fazio—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Ahora entramos en la casa —contestó Montalbano, sacándose del bolsillo aquella especie de saquito que había cogido del cajón de su escritorio, un variado surtido de ganzúas y llaves falsas, regalo de un ladrón amigo suyo—. Tú vigila por si viniera alguien.

Manipuló la cerradura de la verja y logró abrirla sin demasiada dificultad. Le costó más abrir la puerta del chalet, pero, al final, también lo consiguió. Llamó a Fazio.

Ambos entraron. Un espacioso salón completamente vacío apareció ante sus ojos. También estaban vacíos la cocina y el cuarto de baño. Una escalera de piedra y madera conducía desde el salón al piso de arriba, donde había dos dormitorios sin muebles, en el segundo de los cuales vieron extendida en el suelo una gruesa colcha recién estrenada y todavía con la etiqueta de la marca prendida. El cuarto de baño situado entre las dos habitaciones disponía de todos los accesorios necesarios. En la repisa bajo el espejo había un aerosol de espuma para el afeitado y cinco cuchillas de un solo uso. Dos de ellas se habían utilizado.

—Giacomo hizo lo más lógico que se podía hacer. Cuando dejó el apartamento de alquiler, vino aquí. Durmió sobre la colcha. Pero ¿dónde están las dos maletas que llevaba? —se preguntó Montalbano.

Buscaron en el altillo y en un cuartito situado en el hueco bajo la escalera. Nada. Cerraron la puerta y, para más seguridad, rodearon el chalet. En la pared trasera había una puertecita de hierro cuya parte superior era de rejas para que circulara el aire. Montalbano la abrió. Era una especie de trastero para las herramientas, en cuyo centro había dos maletas de gran tamaño.

Las sacaron al exterior, pues el trastero era demasiado estrecho. No estaban cerradas con llave. Montalbano cogió una, y Fazio, la otra. No sabían lo que buscaban, pero buscaron a pesar de todo. Calcetines, calzoncillos, camisetas, pañuelos, un traje, un impermeable. Ambos se miraron el uno al otro. Volvieron a colocar en las maletas lo que habían sacado, sin intercambiar ni una sola palabra. Fazio no conseguía cerrar la suya.

—Déjala así —le ordenó el comisario.

Las volvieron a guardar en el trastero, cerraron la puertecita y la verja y se fueron.


Dottore
, todo eso no encaja —dijo Fazio cuando ya estaban muy cerca de Vigàta—. Si este Giacomo Pellegrino ha emprendido un largo viaje a Alemania, ¿cómo es posible que no haya llevado siquiera una muda? No me parece lógico que se lo haya comprado todo nuevo.

—Y hay otra cosa que tampoco encaja —dijo Montalbano—. ¿Te parece normal que en las maletas no hayamos encontrado ni una hoja, un trozo de papel, una carta, un cuaderno, una agenda?

Una vez en Vigàta, el comisario enfiló una estrecha calle que no conducía a la comisaría.

—¿Adónde vamos?

—Yo voy a ver a la ex casera de Giacomo. Tú coge mi coche y llévalo a la comisaría. Cuando termine, iré a pie, no está muy lejos.

—¿Quién es, más molestias? —preguntó desde el otro lado de la puerta la voz de ballena asmática de la señora Catarina.

—Soy Montalbano.

Se abrió la puerta. Apareció una cabeza monstruosa erizada de canutos de plástico para los bigudíes.

—No le puedo hacer pasar porque no voy vestida.

—Le pido perdón por la molestia, señora Catarina. Sólo una pregunta: Giacomo Pellegrino, ¿cuántas maletas tenía?

—¿No se lo dije? Dos.

—¿Y nada más?

—Tenía también una maletita, pero muy pequeña. Guardaba en ella unos papeles.

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