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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (13 page)

BOOK: El olor de la noche
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—¿Sabe qué clase de papeles?

—¿Es que, según usted, yo soy una persona que revuelve las cosas de los demás? ¿Es que soy una maleducada? ¿Una fisgona?

—Señora Catarina, ¿cómo se le ocurre que yo pueda pensar de usted semejante cosa? Quería decir que, a veces, estando la maletita abierta, hubiera podido echarle un vistazo casual, sin mala intención...

—Me ocurrió una vez. Pero por casualidad, ¿eh? Dentro había muchas cartas, hojas de papel llenas de números, agendas y unas cuantas de estas cosas negras que parecen discos muy chiquititos...

—¿Disquetes de ordenador?

—Pues sí, cosas así.

—¿Giacomo tenía ordenador?

—Sí. Lo llevaba siempre consigo en una bolsa especial.

—¿Sabe si estaba conectado a Internet?

—Comisario, yo de estas cosas no entiendo nada. Pero recuerdo que una vez que le tenía que hablar del escape de una cañería, encontré el teléfono ocupado.

—Perdone, señora, pero ¿por qué, en lugar de llamarlo por teléfono, no bajó un piso y...?

—A usted le parece que bajar un piso no es nada, pero a mí me cuesta mucho.

—No lo había pensado, perdone.

—Venga a llamar y llamar, pero el teléfono estaba siempre ocupado. Entonces me armé de valor, bajé y llamé. Le dije a Jacuminu que, a lo mejor, había dejado el teléfono mal colgado. Y él me contestó que el teléfono estaba ocupado porque lo tenía conectado con este
intronet
.

—Comprendo. ¿Y también se llevó la maletita y el ordenador?

—Pues claro que se los llevó. ¿Quería que me los dejara a mí?

Regresó a la comisaría de mal humor. Hubiera tenido que alegrarse de saber que los papeles de Pellegrino existían y que probablemente éste los había llevado consigo, pero el temor de tener que volver a manejar, tal como le había ocurrido en el caso conocido como el de «la excursión a Tindari», ordenadores, disquetes, CD-ROM y artilugios similares le revolvía el estómago. Menos mal que estaba Catarella y le podría echar una mano.

Le reveló a Fazio lo que le había dicho la señora Catarina tanto en su primer encuentro con ella como en el segundo.

—Muy bien —dijo Fazio, tras haberlo pensado un rato—. Supongamos que Pellegrino se ha largado al extranjero. La primera pregunta es: ¿por qué? Él no tenía directamente nada que ver con la estafa de Gargano. Sólo algún exaltado como el difunto aparejador Garzullo la podía tomar con él. La segunda pregunta es: ¿de dónde sacó el dinero para hacerse construir un chalet tan bonito?

—De esta historia del chalet se deduce una consecuencia —dijo Montalbano.

—¿Cuál?

—Que Pellegrino quiere permanecer escondido algún tiempo, pero, en todo caso, tiene intención de regresar más tarde o más temprano, mejor a escondidas, para disfrutar tranquilamente del chalet. De lo contrario, ¿por qué se lo habría construido? A no ser que se haya producido un acontecimiento inesperado que lo haya obligado a huir tal vez para siempre y a mandar al carajo el chalet.

—Y hay otra cosa —añadió Fazio—. Es lógico que uno, cuando sale del país, se lleve documentos, papeles y el ordenador. Pero no creo que se llevara un ciclomotor a Alemania, si es que se ha ido allí.

—Llama a su tío, a ver si se lo dejó a él.

Fazio se retiró y regresó al poco rato.

—No, no se lo dejó, no sabe nada de eso. Mire,
dottore
, que el tío ya tiene la mosca detrás de la oreja y me ha preguntado que por qué tenemos tanto interés en su sobrino. Me ha parecido que está preocupado, porque él la historia del viaje a Alemania por asuntos de negocios se la ha tragado.

—Y nosotros nos hemos quedado a dos velas —dijo el comisario.

Se sumieron en un derrotado silencio.

—Pero todavía se puede hacer algo —dijo en determinado momento Montalbano—. Tú mañana por la mañana te das una vuelta por todos los bancos que hay en Vigàta y tratas de averiguar en cuál de ellos tiene depositado su dinero Pellegrino. Seguramente no será el mismo que utilizaba Gargano. Si tienes algún amigo, procura averiguar cuánto tiene en la cuenta, si ingresa otras cantidades aparte del sueldo, cosas de este tipo. Un último favor: ¿cómo se llama ese que ve platillos volantes y dragones de tres cabezas?

Antes de contestar, Fazio lo miró estupefacto.

—Se llama Antonino Tommasino. Pero tenga cuidado,
dottore
, es un loco de atar y no se le puede tomar en serio.

—Fazio, ¿qué hace un hombre que está gravemente enfermo cuando los médicos lo desahucian? Con tal de no morir, es capaz de recurrir a un hechicero, un mago o un charlatán. Y nosotros, mi querido amigo, me parece que a esta hora de la noche estamos a punto de morir por lo que respecta a esta investigación. Dame el número de teléfono.

Fazio se retiró y regresó con una hoja de papel en la mano.

—Ésta es su declaración voluntaria. Dice que no tiene teléfono.

—¿Pero tiene por lo menos una casa?

—Sí,
dottore
. Pero es difícil llegar hasta allí. ¿Quiere que le haga un plano?

Mientras abría la puerta, se percató de que en el buzón de las cartas había un sobre. Lo cogió y reconoció la letra de Livia. Pero no era una carta sino que dentro había un recorte de periódico, una entrevista con un viejo filósofo que vivía en Turín. Dominado por la curiosidad, decidió leerlo enseguida, antes de ir a ver qué le había dejado la sobrina de Adelina en la nevera. Refiriéndose a su familia, el filósofo decía en determinado momento: «Cuando nos hacemos viejos, cuentan más los afectos que los conceptos.»

Se le pasó de golpe el apetito. Si para un filósofo llega un momento en que la especulación vale menos que un afecto, ¿cuánto puede valer una investigación para un policía que ya se está encaminando hacia el ocaso? Ésta era la pregunta implícita que Livia le dirigía por medio de aquel recorte de periódico que le había enviado. Tuvo que reconocer a regañadientes que no existía una sola respuesta: puede que una investigación valga menos que un concepto. Durmió mal.

A las seis de la mañana ya había salido de casa. El día prometía ser bueno, con un cielo claro y despejado y sin el menor soplo de viento. Había colocado el plano que Fazio le había dibujado en el asiento de al lado y de vez en cuando lo consultaba. Antonino Tommasino o como coño lo llamaran vivía en el campo por la parte de Montereale y, por consiguiente, no estaba muy lejos de Vigàta. El problema estribaba en elegir el camino apropiado, pues era fácil perderse en una especie de desierto sin árboles y lleno de senderos, caminitos, huellas de tractores, salpicado aquí y allá por casuchas rurales y alguna que otra casa de campo. Un lugar que procuraba por todos los medios no convertirse en un laberinto de casitas adosadas para fines de semana, aunque ya se empezaban a vislumbrar las primeras señales de la inutilidad de aquella resistencia, canalizaciones para tuberías, postes eléctricos y telefónicos, trazados de auténticas carreteras de calzada ancha. Dio tres o cuatro vueltas por el interior del desierto y volvió cada vez al punto de partida, pues el mapa de Fazio era demasiado general. Al verse perdido, optó por dirigirse a una especie de alquería. Se detuvo y bajó, la puerta estaba abierta.

—¿Hay alguien aquí?

—Pase —dijo una voz de mujer.

Era una habitación muy grande y ordenada, una especie de sala comedor con muebles viejos pero muy bien abrillantados. Una sexagenaria vestida de gris y de aspecto cuidado se estaba bebiendo una taza de café mientras una cafetera humeaba sobre la mesa.

—Sólo una información, señora. Quisiera saber dónde vive el señor Antonino Tommasino.

—Vive aquí. Yo soy su mujer.

Se había imaginado, cualquiera sabía por qué, que Tommasino era una especie de vagabundo o, en la mejor de las hipótesis, un campesino, una raza en vías de extinción y merecedora de protección.

—Soy el comisario Montalbano.

—Lo he reconocido —dijo la señora, señalando con un movimiento de la cabeza el televisor que había en un rincón—. Voy a avisar a mi marido. Entretanto, tómese un café, yo lo hago muy fuerte.

—Gracias.

La señora se lo sirvió, se retiró y regresó casi enseguida.

—Mi marido pregunta si no le molesta ir a donde él está.

Recorrieron un pasillo encalado y la mujer le indicó por señas la segunda puerta a mano izquierda. Era un auténtico estudio, con grandes estanterías llenas de libros y viejas cartas de navegación en las paredes. El hombre que se levantó de un sillón para ir a su encuentro era un septuagenario alto y erguido, con un elegante blazer, gafas y atractiva cabellera blanca. Su aspecto intimidaba un poco. Montalbano se había convencido de que se iba a encontrar con un chiflado de ojos desorbitados y un hilo de saliva colgándole de la comisura de los labios. Y se sorprendió. ¿Seguro que no se había equivocado?

—¿Usted es Antonino Tommasino? —preguntó.

Y habría deseado añadir para mayor seguridad: ¿aquel loco de atar que ve monstruos y platillos volantes?

—Sí. Y usted es el comisario Montalbano. Tome asiento.

Lo hizo sentar en un mullido sillón.

—Dígame, estoy a su disposición.

Ahí estaba el quid de la cuestión. ¿Cómo iniciar la conversación sin ofender al señor Tommasino, que le parecía un hombre de lo más normal?

—¿Qué está leyendo de bueno?

La pregunta que le salió era tan estúpida y absurda que se avergonzó. En cambio, Tommasino esbozó una sonrisa.

—Estoy leyendo el llamado «Libro de Roger», escrito por Idrisi, un geógrafo musulmán. Pero usted no ha venido aquí para preguntarme qué estoy leyendo. Usted ha venido para averiguar qué es lo que vi una noche hace poco más de un mes. Puede que en la comisaría hayan cambiado de parecer.

—Sí, gracias —dijo Montalbano, alegrándose de que el otro hubiera tomado la iniciativa.

Tommasino era una persona no sólo normal sino también culta, refinada e inteligente.

—Tengo que hacerle una advertencia. ¿Qué le han dicho de mí?

Montalbano titubeó, azorado. Después llegó a la conclusión de que lo mejor era decir la verdad.

—Me han dicho que usted, de vez en cuando, ve cosas raras, cosas inexistentes.

—Usted es un caballero muy amable, comisario. En pocas palabras, de mí se dice que estoy loco. Un loco tranquilo, un ciudadano que paga sus impuestos, respeta las leyes, no comete actos obscenos o violentos, no amenaza, no maltrata a su mujer, va a misa, ha criado hijos y nietos, pero está loco. Ha dicho usted bien: de vez en cuando me ocurre que veo cosas inexistentes.

—Disculpe —dijo Montalbano—. ¿A qué se dedica usted?

—¿Se refiere a mi profesión? He sido profesor de Geografía en el instituto de Montelusa. Hace años que estoy jubilado. ¿Me permite que le cuente una historia?

—Pues claro.

—Mi nieto Michele tiene ahora catorce años. Un día de hace más de diez años, mi hijo vino a verme con su mujer y el niño. Lo sigue haciendo, gracias a Dios. Michele y yo salimos a jugar fuera de la casa. De pronto, Michele empezó a gritar, diciendo que la explanada estaba llena de terribles y enfurecidos dragones; entonces yo le seguí la corriente y me puse a gritar de miedo. El chiquillo se asustó al verme tan asustado y quiso tranquilizarme; me dijo, mira, los dragones no existen y por eso no tienes que asustarte. Me los invento yo para divertirme. Puede creerme, comisario, desde hace algunos años, yo me encuentro en la misma situación que mi nieto Michele. Una parte de mi cerebro tiene que haber retrocedido, de alguna manera y por alguna misteriosa razón, a los años de mi infancia. Sólo que, a diferencia del chiquillo, yo me tomo en serio lo que veo y me lo sigo tomando durante algún tiempo. Después se me pasa y me doy cuenta de que he visto algo inexistente. ¿Está claro lo que he dicho hasta aquí?

—Clarísimo —contestó el comisario.

—¿Le puedo preguntar ahora qué le han dicho que vi?

—Bueno, creo que un monstruo marino de tres cabezas y un platillo volante.

—¿Sólo eso? ¿No le han dicho que también he visto un banco de peces con alas de hojalata que se posaban en un árbol? ¿O no le han hablado de aquella vez que un enano venusiano se presentó en mi cocina y me pidió un cigarrillo? ¿Quiere que lo dejemos aquí para no confundirnos?

—Como quiera.

—Pues entonces enumeraré las cosas que le he dicho o que usted ya sabía. Un monstruo marino de tres cabezas, un platillo volante, un banco de peces con alas de hojalata, un enano venusiano. ¿Está de acuerdo en que son cosas que no existen?

—Claro.

—Pues entonces, si yo acudo a usted y le digo: mire que el otro día vi un coche así y así, ¿por qué no me cree? ¿Acaso los coches son cosas fantásticas que no existen? ¡Yo le estoy hablando de una cosa de todos los días, de un coche de verdad con cuatro ruedas y matrícula, no le estoy diciendo que me tropecé con un monopatín espacial con destino a Marte!

—Acompáñeme al lugar donde vio el coche de Gargano —dijo Montalbano.

Había encontrado un testigo valioso, estaba seguro.

Once

El rato que había permanecido en el interior de la casa había sido suficiente para que el tiempo cambiara. Soplaba un frío e irascible viento, con unas ráfagas que parecían zarpazos de un animal enfurecido. Desde el mar se desplazaban hacia la tierra unas nubes grandes y preñadas. Montalbano conducía siguiendo las instrucciones del profesor Tommasino y, entretanto, aprovechaba para que éste le explicara mejor la historia.

—¿Está seguro de que fue la noche entre el treinta y uno de agosto y el uno de septiembre?

—Pongo la mano en el fuego.

—¿Y cómo puede estar tan seguro?

—Porque, cuando vi su vehículo, estaba pensando precisamente que, al día siguiente, uno de septiembre, Gargano me pagaría los intereses. Y me sorprendí.

—Perdone, profesor, pero ¿usted también es una víctima de Gargano?

—Sí, fui tan estúpido que le creí. Treinta millones de liras me ha estafado. Pero entonces, cuando vi el coche, me sorprendí, pero también me alegré. Pensé que cumpliría su palabra. En lugar de eso, a la mañana siguiente me dijeron que no se había presentado.

—¿Por qué se sorprendió al ver el vehículo?

—Por muchos motivos. Para empezar, el lugar en que se encontraba. Usted también se sorprenderá cuando lleguemos allí. Se llama Punta Pizzillo. Y, además, la hora: era pasada la medianoche.

—¿Consultó el reloj?

—No tengo reloj, de día me guío por el sol; cuando está oscuro, por el olor de la noche: tengo una especie de marcador natural del tiempo insertado en el cuerpo.

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