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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal

BOOK: El orígen del mal
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Wilhelm Goetz era el director del coro infantil en la parroquia de una pequeña localidad francesa. Hasta que su cuerpo inerte es hallado en la iglesia en la que impartía sus enseñanzas. Las primeras pesquisas policiales revelan una anomalía: el aparato auditivo de Goetz ha sido perforado. El dolor sufrido ha sido tan intenso que su corazón ha dejado de latir por una insuficiencia cardíaca. Los agentes Karkan, un comandante retirado, y Volodine, un policía experimentado con problemas de drogas, relacionan este caso con las recientes desapariciones de niños cantores en la región. Sin embargo, la única prueba real que tienen es la huella infantil que hallaron junto al cadáver de Goetz. El mejor thriller de Jean-Christophe Grangé.

Jean-Christophe Grangé

El origen del mal

ePUB v1.0

NitoStrad
07.03.12

Autor: Jean-Christophe Grangé

Título original: Miserere

Traducción de: Pedro Agná

Primera edición: junio, 2011

ISBN:978-84-253-4441-1

Para Louis, Mathilde, Ysé,

los soles de mi vida

I
EL ASESINO
1

El grito quedó preso en la inmensidad del órgano.

Silbaba por los tubos. Resonaba en toda la iglesia. Atenuado. Amortiguado. Aislado. Lionel Kasdan dio tres pasos y se detuvo cerca de los cirios encendidos. Observó el coro desierto, los pilares de mármol, las sillas tapizadas de escay color frambuesa oscura.

Sarkis había dicho: «Arriba, junto al órgano». Se dio la vuelta y se coló por la espiral de piedra que subía hasta la tribuna. El órgano de Saint-Jean-Baptiste tiene una peculiaridad: sus tubos se alzan en el centro, como una batería lanzamisiles, pero el teclado está a la derecha, separado, formando un ángulo perpendicular con el fuelle. Kasdan avanzó por la alfombra roja, bordeando la barandilla de piedra azul.

El cuerpo estaba atascado entre los tubos y el mueble del teclado.

Yacía sobre el vientre, pierna derecha flexionada, manos crispadas, como si reptara. Una pequeña laguna negra aureolaba su cabeza. Partituras y libros de oraciones se hallaban desperdigados a su alrededor. En un acto reflejo, Kasdan miró su reloj: 16.22.

Por un instante envidió esa muerte, ese descanso. Siempre había creído que, con la edad, sentiría una angustia y un temor insoportables frente a la nada. Pero había ocurrido lo contrario. Con el paso de los años se había apoderado de él cierta impaciencia, una especie de atracción magnética hacia la muerte.

La paz, por fin.

El silencio de sus demonios interiores.

Aparte de la mancha de sangre, no había ningún signo de violencia. El hombre podría haber sufrido un ataque al corazón y haberse herido al caer. Kasdan apoyó una rodilla en el suelo. El rostro del muerto quedaba oculto bajo el brazo flexionado. «No, es un asesinato.» Lo sentía en lo más hondo de sus entrañas.

El codo de la víctima descansaba sobre los pedales del órgano. Kasdan no sabía nada sobre el mecanismo del instrumento, pero intuía que al accionar los pedales se habían abierto los tubos de estaño y plomo, amplificando la resonancia del grito. ¿Cómo habían matado a ese hombre? ¿Por qué había gritado?

Kasdan se puso en pie y cogió el teléfono. De memoria, marcó varios números. En cada una de las llamadas, reconocieron su voz. Y cada vez le respondieron: «De acuerdo». Calor en sus venas. Así pues, no estaba muerto. No del todo.

Pensó en
El agente secreto
de Alfred Hitchcock, una de esas películas en blanco y negro que iba a ver a los cines de arte y ensayo del Barrio Latino para llenar la tarde. Dos espías descubrían un cadáver sentado frente al teclado del órgano de una pequeña iglesia suiza, con los dedos clavados en un acorde disonante.

Caminó hacia la balaustrada, contempló la sala bajo sus pies. La pintura de Cristo rodeado por el ángel de san Mateo y el águila de san Juan en el fondo del ábside. Las lámparas con colgantes. La cortina dorada del altar. Las alfombras púrpura. El mismo escenario que el de la película de Hitchcock pero en versión armenia.

—¿Qué coño hace usted aquí?

Kasdan se dio la vuelta. Un desconocido —frente estrecha, cejas espesas— estaba bajo la escalera. En la penumbra, parecía un dibujo satírico trazado con un rotulador negro. Tenía todo el aspecto de estar furioso.

Sin contestar, Kasdan hizo una señal explícita: «chis». Quería seguir escuchando el silbido, ya casi imperceptible. Cuando la nota se apagó completamente, caminó hacia el recién llegado.

—Lionel Kasdan, inspector de la BC, la Brigada Criminal.

La expresión del hombre pasó a la sorpresa.

—¿Todavía en activo?

La pregunta llevaba en ella todas las respuestas. Kasdan no engañaba a nadie. Con su chaquetón color arena, el pelo gris cortado al cepillo, el pañuelo beduino enrollado alrededor del cuello y sus sesenta y tres tacos, parecía más un mercenario abandonado en un camino pedregoso de Chad o de Yemen que un inspector de policía en servicio.

El otro era exactamente su opuesto: joven, fuerte, seguro de sí mismo. Un tío musculoso embutido en una cazadora bomber verde brillante y una Glock bien a la vista en el cinturón de los vaqueros anchos. Solo tenían en común el tamaño: dos cuartos de buey de más de un metro ochenta y cinco y cien kilos de peso.

—No se acerque —dijo Kasdan—. Echaría a perder todos los indicios.

—Capitán Eric Vernoux —replicó el policía—. Primera Dirección de la Policía Judicial. ¿Quién lo ha llamado?

A pesar de su irritación, hablaba en voz baja, como si temiera interrumpir una ceremonia.

—El reverendo padre Sarkis.

—¿Antes que a nosotros? ¿Por qué a usted?

—Pertenezco a la parroquia.

El hombre frunció las cejas, que formaban una única línea negra.

—Está usted en la catedral armenia de Saint-Jean-Baptiste —dijo Kasdan—. Soy armenio.

—¿Cómo ha llegado tan rápidamente?

—Ya estaba aquí. En las oficinas de la administración, al otro lado del patio. Cuando el padre Sarkis descubrió el cuerpo, fue a buscarme. Así de sencillo. —Abrió las manos—. Fui a mi coche a buscar unos guantes y entré por la puerta principal. Como usted.

—¿Y no oyó nada? Me refiero a antes. Ruidos de violencia…

—No. En el edificio no se oye lo que ocurre en la iglesia.

Vernoux hundió la mano en la cazadora y sacó un teléfono móvil. Kasdan se fijó en la pulsera, en el anillo de sello. Un auténtico policía. Recargado. Vulgar. Esos detalles le provocaron un arrebato de ternura.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

—Llamo al Ministerio Fiscal.

—Eso ya está.

—¿Qué?

—También he llamado a mis colaboradores.

—¿Sus colaboradores?

Las sirenas bramaron fuera, en la rue Goujon. De repente, la nave se llenó de técnicos vestidos con un mono blanco mientras otros subían a la tribuna provistos de maletines cromados. El hombre que dirigía la operación lucía una gran sonrisa bajo su capucha. Hugues Puyferrat, uno de los responsables de la Policía Científica.

—Kasdan… ¡Eres infatigable! ¿No te habías muerto?

—El muerto todavía se empalma. —El armenio sonrió—. ¿Lo mirarás todo bien?

—Estamos en ello.

La mirada de Vernoux iba y venía del hombre de la Policía Científica al ex policía. Parecía perplejo.

—Bajemos —ordenó Kasdan—. Aquí no hay sitio para todo el mundo.

Sin esperar respuesta, se zambulló en la escalera y entró en la nave; los técnicos, con bolsas selladas en las manos, tomaban huellas dactilares entre las sillas mientras los flashes lanzaban destellos desde los cuatro ángulos de la iglesia.

El padre Sarkis apareció a la derecha del ábside. Alzacuellos. Traje sobrio. Tenía las cejas negras y el cabello gris, como Charles Aznavour. Cuando estuvo cerca de Kasdan, murmuró:

—Es increíble. No lo entiendo.

—¿Han robado algo? ¿Lo has comprobado?

—Aquí no hay nada que robar.

El reverendo padre estaba en lo cierto. El culto armenio prohíbe la idolatría. Nada de estatuas, muy pocos cuadros. No había ningún objeto en esa iglesia, salvo una lámpara de aceite y algunos sitiales con dorados.

En silencio, Kasdan observó al religioso. El anciano empezaba a encajar el golpe. El fatalismo ensombrecía sus ojos negros. Ese fatalismo que nunca está lejos cuando tu pueblo ha sufrido dos mil años de persecuciones, cuando has vivido una vida de exilio, cuando un genocidio ha matado a tu familia y los autores de ese genocidio se niegan incluso a confesar el crimen.

Se dio la vuelta. Vernoux, de espaldas, a unos metros, cuchicheaba por teléfono.

Se acercó y aguzó el oído.

—No sé qué coño hace aquí… Ya… ¿Y eso cómo se escribe? ¡No tengo ni idea!

Detrás de él, el armenio se echó a reír.

2

La primera pintura representaba a los jefes de la batalla de Avarair, en el año 451, cuando los armenios se sublevaron contra los persas. La segunda era un retrato de san Mesrob Mashtots, el inventor del alfabeto armenio. La tercera estaba consagrada a ciertos intelectuales célebres que fueron deportados y asesinados durante el genocidio de 1915.

Eric Vernoux observaba con atención a esos personajes barbudos pintados sobre el muro del patio mientras una veintena de críos corrían a su alrededor jugando al pilla-pilla. Parecía incrédulo, desorientado, como si acabara de aterrizar en el planeta Marte.

—Es miércoles —explicó Sarkis—. La clase de catecismo acaba de terminar. La mayoría de los niños cantan en el coro. Normalmente, el ensayo ya debería haber empezado. Sus padres vendrán a buscarlos. Se les ha avisado. Mientras esperan, tanto da que jueguen aquí, ¿no?

El policía de la primera DPJ asintió. Sin convicción. Alzó la mirada hacia la gran cruz de toba volcánica que adornaba la pared que se hallaba junto al fresco.

—¿Ustedes son… católicos?

Kasdan respondió con una pizca de perversidad.

—No. La Iglesia apostólica armenia es una Iglesia ortodoxa oriental de jerarquía independiente. Forma parte de las Iglesias de los tres concilios.

Las pupilas de Vernoux se agrandaron.

—Históricamente —prosiguió Kasdan, subiendo la voz para hacerse oír por encima de los gritos de los críos—, la Iglesia armenia es la Iglesia cristiana más antigua. Fue fundada en el primer siglo de nuestra era por dos apóstoles de Cristo. Luego hubo muchas divergencias con los otros cristianos. Concilios, conflictos… Por ejemplo, nosotros somos monofisitas.

—¿Mono… qué?

—Para nosotros, Jesucristo no era un hombre. Era el hijo de Dios, es decir, de esencia exclusivamente divina.

Silencio de Vernoux. Kasdan sonrió. Siempre le divertía el shock que producía el mundo armenio. Sus normas. Sus creencias. Sus diferencias. El policía, mosqueado, sacó su bloc de notas. Estaba harto de que le dieran lecciones.

—Vale. La víctima se llamaba… —leyó en su libreta— Wilhelm Goetz, ¿verdad?

Sarkis, con los brazos cruzados, asintió.

—¿Es un apellido armenio?

—No, chileno.

—¿Chileno?

—Wilhelm no pertenecía a nuestra comunidad. Hace tres años, nuestro organista regresó al país. Así que buscamos un sustituto. Un músico que además fuera capaz de dirigir el coro. Me hablaron de Goetz. Organista. Musicólogo. Dirigía varios coros en París.

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