Ramón Fernández-Luna, que goza de merecida fama en toda España por su inteligencia y perspicacia, está inmerso en la tarea de atrapar a un famoso ladrón de guante blanco, el Fantasma, cuando recibe la orden de investigar la desaparición de un preso de la cárcel Modelo, un mago, el Gran Kaspar, acusado de robo y asesinato.
José María Fernández-Luna
El caso del mago ruso
ePUB v1.0
Crubiera24.04.13
José María Fernández-Luna, 2013.
Diseño portada: Ediciones B
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Insuflar vida a un personaje de ficción no es fácil. Aquellos que nos dedicamos a jugar con las palabras y a meternos en los zapatos de otras personas lo sabemos bien. Un personaje de ficción debe parecer real. Debe estar marcado por su pasado y albergar la esperanza de tener un futuro, como cualquiera de nosotros.
Quizá por ello, lo mejor que le puede pasar a un escritor es que un personaje de ficción le sea revelado por las vías no tradicionales. Por ejemplo, diseccionando las tripas de carpetas corroídas por el tiempo y documentos manchados de una historia que hiberna en un cajón, o a través de fotografías de familia, en las que desconocemos quién es ese tipo de barba y pajarita que, con gesto hosco, parece sonreír tímidamente ante la cámara.
Cuando hace dos años, José Mª Fernández-Luna descubrió la vida y obras de nuestro antepasado Ramón Fernández-Luna Pavis, creyó haber encontrado a ese personaje que busca todo autor (y al que terminaría convirtiendo en protagonista central de esta novela,
El caso del mago ruso
).
Sin embargo, la historia de este sagaz jefe de policía permanecía latente en su interior desde mucho tiempo atrás. Y es que, me consta que ellos ya se conocían: tanto su padre, como sus tías Concha y Anita, se habían encargado de transmitirle desde niño las andanzas de aquel Sherlock Holmes español, como fuera denominado por la prensa de la época. Aunque, como suele ocurrir en estos casos, mi padre acabara desechando estas historias por no considerarlas más que habladurías, exageraciones que las familias se permiten, en ocasiones, para hablar con decencia de sus antecesores. Pero este no era el caso. No eran simples batallitas.
Ramón Fernández-Luna fue, en efecto, el reputado jefe de la Brigada de Investigación Criminal en Madrid, a principios del siglo
XX
. Y, más tarde, un oficial denostado por sus tendencias liberales y por sus constantes enfrentamientos con los responsables de seguridad de Primo de Rivera. Entre 1913 y 1923, fue el encargado de resolver importantes casos de la policía como el crimen de El Federal, el crimen de la Pradera, el caso del capitán Sánchez (del que Vicente Aranda se valió para rodar un capítulo de la serie de TVE de los ochenta
La huella del crimen
) o el robo del Tesoro del Delfín, a través de métodos poco ortodoxos para la época, como podían ser disfrazarse de mendigo o de chulapo para introducirse en los ambientes criminales. Aunque, su caso más afamado (y por el que nunca pasó a convertirse en celebridad), no es otro que el de la frenética persecución y posterior detención del criminal de guante blanco Eduardo Arcos Puch, apodado
Le Fantôme
por la prensa gala, y en el que años más tarde se inspirarían Marcel Allain y Pierre Souvestre para dar vida a su personaje literario Fantômas.
Nuestro comisario terminaría su trayectoria profesional en la policía en 1923, el mismo año en que decidió fundar el Instituto Fernández-Luna, una de las primeras agencias de detectives de este país.
Las necrológicas hablarían de él seis años más tarde; de forma muy somera y discreta. Al contrario que los criminales que él encarceló, su nombre caería en el olvido… hasta ahora. José M.ª Fernández-Luna no llegó nunca a conocer a esta persona, pero gracias a sus investigaciones y por medio de esta novela, todos podremos conocer al personaje. Y es que, ser convertido en un héroe de ficción por alguien de tu propia descendencia, parece una buena forma de hacer justicia.
ERIC LUNA
Llevaba trabajando en la prisión celular desde hacía once años, después de que fuese clausurado el convento de San Severo —conocido como
Presó Vella
— y los elementos más peligrosos y subversivos de Barcelona fuesen reagrupados en los distintos módulos del nuevo centro penitenciario erigido a las afueras de la ciudad, en pleno corazón del Ensanche. A pesar del tiempo transcurrido, le costaba trabajo adaptarse al hedor que se filtraba a través de la abertura inferior de los portones de hierro de las celdas. Los corredores olían a excrementos, orines y humedad, un hecho que resultaba comprensible cuando a los reclusos se les alimentaba con pescado podrido, carne rancia y legumbres arratonadas, una desfavorable medida de nutrición que conseguía provocar en ellos, la mayoría de las veces, vómitos y diarreas. Ningún celador podía sustraerse a la pestilencia que provenía de los retretes y cañerías de los liliputienses calabozos, un tufo inmundo que se adhería a la ropa del mismo modo que el prestamista se aferra, cual asquerosa garrapata, al beneficio que suscita la usura.
Arturo Ripoll arrugó la nariz mientras ascendía las escalinatas que conducían al tenebroso corredor de la quinta galería. Arrastraba consigo un sueño viscoso que le impelía a cerrar los párpados. Estaba derrengado. La noche anterior no había podido dormir a causa de un fuerte dolor de muelas y ello comenzaba a pasarle factura. De nada sirvió el emplasto elaborado por su esposa según la fórmula del doctor Miralles. Conforme a las indicaciones del sifilítico matasanos, amigo de la familia, se lo estuvo aplicando en la mejilla durante horas hasta que la piel adquirió el color de un tomate. No hubo suerte. El absceso dental provocado por la caries resultaba bastante más contumaz que el endiosado carácter de don Ceferino, director de la prisión.
Su responsabilidad, como celador, consistía en vigilar a los presos a través de la mirilla con el fin de comprobar que seguían vivos, y por ende, soportando con entereza el castigo de aislamiento y soledad que en la mayor parte de los casos degeneraba en demencia. A su parecer, aquella rutina resultaba superflua. El edificio estaba construido de forma panóptica, de modo que los guardianes podían observar cada uno de los rincones de las distintas galerías y patios sin tener que moverse de la torre de control central. Era imposible escapar, a menos que fuese con los pies por delante y en una caja de madera de pino.
En efecto, nadie había logrado evadirse de la Modelo desde su apertura, a finales de primavera del 1904. Y aunque es cierto que un preso enfermo de gravedad consiguió esquivar la vigilancia de la Guardia Civil, cuando era trasladado a un dispensario debido al mal estado en que se encontraba, su fuga se originó fuera del recinto.
La cárcel, desde el principio, fue proyectada para cumplir el objetivo reformista asignado por sus impulsores: redimir y controlar a los criminales que suponían un grave peligro para la sociedad barcelonesa, fundamentada en el sistema favorecedor de las grandes familias y en el poder oligárquico de los magnates de las finanzas y la industria.
Uno de los hombres que defendían a ultranza la proliferación de nuevos centros penitenciarios más acordes con el nuevo siglo, era el ilustre patricio don Ramón Albó, persona de profunda convicción religiosa cuya exhortación moral estaba asentada en el principio básico de que los presos debían permanecer aislados con el fin de que no se transfiriesen, unos a otros, el germen de la maldad. La incomunicación entre reclusos era absoluta: comían, dormían y paseaban completamente solos, media hora al día, a lo largo de un estrecho corredor en forma de cuña. A estos tránsitos celulares —de unos quince metros de largo por uno de ancho, a la entrada, y seis al fondo—, se les llamaba «galápagos», y constituían el único desahogo de los condenados después de haber permanecido en completa y dura soledad durante más de veintitrés horas.
Arturo pensaba en ello a cada instante. El aislamiento sistémico resultaba una medida de prevención excesivamente despiadada. A pesar de la buena fe de la jerarquía carcelaria y el clericalismo de los capellanes, un precepto legal tan férreo como aquel conducía sin duda a la humillación, al envilecimiento y a la locura. Él, que era de ideas liberales, despotricaba en contra de la Dirección General de Prisiones al socaire de los muros de su hogar, en presencia de su esposa e hijos, aunque se cuidaba mucho de airear sus impresiones personales cuando conversaba de forma distendida con el resto de los celadores. No se podía arriesgar a que lo relacionasen con los discursos republicanos que, desde hacía varios años, venían criticando la atroz vida en prisión.
Como hombre sensato que era, deseaba mantener su puesto de trabajo.
Alcanzó el segundo nivel de la galería. Sus pensamientos, sin querer, habían conseguido apartar a un lado aquella sensación monótona que era caminar a solas por los gélidos pasillos de la prisión, así como hacerle olvidar, al menos durante unos minutos, el insoportable dolor de muelas.
Cumpliendo con su deber, acercó el ojo derecho a la mirilla de la puerta que encabezaba la alineación de celdas a lo largo del corredor. Proyectó una amplia sonrisa al descubrir que el recluso, un anarquista que cumplía condena por su participación en los disturbios acaecidos en la huelga de los ferroviarios, se masturbaba apresuradamente bajo la manta. Dejó que terminase. No era un meapilas al uso, como la mayoría de quienes trabajaban en aquel sórdido lugar. Al fin y al cabo, el hombre tenía derecho a desahogarse.
Una vez que escuchó el particular jadeo que provoca el orgasmo, extrajo la porra que colgaba de su cinturón y golpeó la puerta.
—¡Arriba, Antares! —gritó para que pudiese oírle—. ¡Ya es de día!
Movió la cabeza de un lado a otro, adolecido de una extraña piedad hacia aquellas personas que veían transcurrir los años entre cuatro paredes, sin más compañía que sus propias fantasías y pensamientos. La luz del sol irrumpió a través de las claraboyas situadas en el techo, disipando las sombras que ocultaban la verdadera tragedia que se vivía en el interior de las células penitenciarias. Arturo se llevó la mano a la frente, a modo de visera, para protegerse de aquel estimulante fulgor.
Se detuvo frente a la puerta que había junto a la del anarquista. Introdujo en la cerradura una de las diversas llaves, de las muchas que llevaba consigo, girándola a continuación. Tras lo cual, descorrió el chirriante pasador de hierro. No hubo necesidad de observar por la mirilla. El preso de la 511 era uno de los hombres de confianza del director, por lo que gozaba de ciertos privilegios.
Se llamaba Vicente Pallares. Antes de su detención había estado trabajando como abogado para la firma Barcino, situada en el número 58 de la calle Princesa. Al igual que otros muchos hombres con ínfulas de espléndidos, había echado a perder su brillante carrera al dejarse embaucar por una cupletista de vida alegre y espléndidas curvas. María Vidal, conocida en los bajos fondos como la Marigalante, literalmente lo había arrastrado hasta la ruleta del Casino Liberal del octavo distrito para que se jugase a un solo número el cobro de un crédito concedido a una afamada empresa de transportes, dinero que debía haber entregado en el bufete aquella misma tarde. Un par de botellas de Haut Sauternes, así como la magistral elocuencia de una brava tonadillera capaz de seducir al más casto de los hombres, fueron atenuantes más que comprensibles para que el juez lo condenase a tan solo dos años de prisión, en vez de los cinco obstinadamente exigidos por la fiscalía.