Ella se echó a reír.
—¡Anda, vete ya! —Le hizo un gesto para que se marchara—. El señor Luna debe de estar esperándote.
—Volveré lo antes posible.
Después de besarla nuevamente, fue directo hacia la puerta. Abandonó el dormitorio sintiendo la mirada de Dolores clavada en su espalda. Atrás quedaba una mujer satisfecha y feliz que habría de contar las horas del día a la espera de su regreso. Aquel pensamiento fortaleció los pilares de su masculinidad, pero a un mismo tiempo consiguió derribar los sólidos muros donde había guardado hasta ahora su faceta de hombre sensible y afectivo.
No le importó en absoluto. Aceptó de buen grado el inexplicable cambio que se estaba produciendo en su interior. Estaba harto de cambalachear amores que no conducían a ninguna parte. Necesitaba sentar la cabeza.
Andaba distraído por el corredor, preconcibiendo el modo de llegar cuanto antes a la plaza de Cataluña, cuando le pareció escuchar un sonido metálico que provenía de abajo. Se detuvo al instante, con los músculos en tensión. Allí dentro había alguien más.
No estaban solos.
Echó mano de la pistola que guardaba bajo la chaqueta, avanzando lentamente por el pasillo hasta llegar a las escaleras. Descendió los peldaños con cuidado de no hacer ruido. Una vez en el vestíbulo, se asomó a la salita con mucha precaución. No vio a nadie.
Sin bajar del todo la guardia, se dirigió a la cocina en completo silencio. Otra vez ese tenaz tintineo. Armándose de valor, abrió la puerta dispuesto a detener al presunto ladrón en plena fechoría. Pero cuál fue su sorpresa cuando se encontró al ama de llaves, como siempre vestida de negro, sentada frente a la mesa limpiando con esmero los cubiertos de plata. Ella le lanzó una feroz mirada de desprecio.
Carbonell, avergonzado, no supo reaccionar.
—Lo… lo siento —se disculpó, guardando de nuevo la pistola—. Creí que…
Agustina, arrogante como pocas en su puesto, ignoró las palabras del policía. Inclinó la mirada hacia el tenedor que sostenía entre las manos. Siguió frotándolo con el paño como si no hubiese nadie más en la cocina. No obstante, farfulló unas palabras entre dientes.
Carbonell se marchó con la incómoda sensación de haber cometido un error imperdonable. Había puesto en evidencia la probidad de Lolita.
—¡Maldita bruja! —exclamó mientras abandonaba definitivamente la casa.
A partir de ahora tendría que andar con cuidado. Los comadreos de la servidumbre podían llegar a ser más hirientes que un corte de bayoneta. Y lo último que deseaba era que alguien pudiera hacerle daño al amor de su vida.
—Buenos días. Queremos hablar con Luisa Rodrigo, una cancionista colombiana conocida como Joyita. Sabemos que se hospeda aquí. ¿Podrías decirnos cuál es su habitación? —Carbonell se quitó el sombrero, dejándolo después sobre el mostrador.
Fernández-Luna observó la reacción del recepcionista. El hecho de que les visitase la Policía no parecía importarle demasiado. Los párpados del joven permanecían entrecerrados a causa de la somnolencia. O bien estaba a punto de terminar el turno de noche, o por el contrario acababa de incorporarse al relevo de la mañana.
—Es la ciento y ocho, señor —contestó con voz apagada—. Aunque le advierto que ahora mismo no está en su cuarto. Salió ayer por la tarde… muy bien arreglada, por cierto —puntualizó—. Pero no ha regresado todavía.
Los policías intercambiaron sus miradas. Aquel contratiempo podría hacerles perder varias horas de trabajo. Debían actuar de forma inteligente, y con rapidez.
—Haz el favor de coger la llave de dicha habitación y acompáñanos ahora mismo —improvisó Fernández-Luna, exigiéndole su participación—. Hemos de registrar las pertenencias de esa mujer.
—¿Quieren ustedes que avise al señor Roldan? —Se refería al dueño del hotel—. Yo no estoy autorizado a…
—¡Basta de monsergas! —le espetó Carbonell agriamente, sin dejarle terminar la frase—. Soy el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona, y el caballero que me acompaña es mi homólogo de Madrid. Tenemos órdenes directas del gobernador civil de encontrar a Luisa Rodrigo. —Le dirigió una fría mirada—. Te aconsejo, por tu bien, que nos lleves hasta su cuarto si no quieres perder tu puesto de trabajo después de que cerremos el hotel.
Intimidado por la brusquedad con que se había expresado aquel policía, el recepcionista se escabulló hacia el guardallaves de madera que colgaba de la pared. Temblando de pies a cabeza, cogió el llavín perteneciente a la habitación ciento ocho. Guardándosela en el bolsillo, les hizo un gesto para que fuesen tras él. Mientras subían por las escaleras, Fernández-Luna llegó al convencimiento de que aquel joven debía de estar al tanto de la vida privada de la colombiana, pues es bien sabido que las camareras y doncellas que limpian las habitaciones de los hoteles suelen fisgonear más de la cuenta y, además, son bastante indiscretas. Y el Condal, en este caso, no iba a ser una excepción.
Por supuesto, entre compañeros de trabajo era frecuente intercambiarse los chismes más novedosos y picantes. De ahí que decidiera hacerle algunas preguntas.
—¿Cuál es tu nombre, muchacho?
—Alfonso, señor… como nuestro rey —contestó, orgulloso.
—Dime, Alfonso —insistió—, ¿qué sabes de la otra
vedette
que compartía habitación con Luisa?
—¿Se refiere a Conchita,
la Criolla
? —Se le iluminó el rostro al mencionarla—. Es una gran mujer… y muy guapa. Se marchó a Madrid a entrevistarse con el empresario del Teatro Romea.
—¿Te lo dijo ella? —Carbonell intervino en la conversación.
—Así es, minutos antes de que el caballero que las visita asiduamente viniera a recogerla con su automóvil para llevarla al Apeadero del Paseo de Gracia.
Después de ascender los amplios peldaños de mármol cubiertos por una rica alfombra de color rojo, finalmente llegaron a la primera planta. La habitación ciento ocho estaba a un par de metros, al inicio del pasillo.
—Agamenón, creo que se llama… ¿No es cierto? —Fernández-Luna pretendía hacerle hablar por las buenas, sin coacciones.
—Eso dicen, señor. Aunque le advierto que nadie sabe quién es en realidad. Puede que la señorita Luisa pueda ayudarles más que yo en ese aspecto.
—Respóndeme con franqueza. —Cuando se detuvieron frente a la puerta, lo miró atentamente a los ojos—. ¿Qué opinión te merece ese individuo?
—Le seré sincero… su sola presencia me causa escalofríos.
—¿Cómo es? —porfió—. ¿Podrías describírmelo físicamente?
—Es un hombre elegante, de unos cuarenta años aproximadamente. Alto… robusto… con largas patillas y un espléndido bigote… de mirada inquisidora. —Dicho esto, introdujo la llave en la cerradura.
Dentro de la habitación todo estaba en perfecto orden: las ventanas cerradas, la cama bien hecha, las colonias y cosméticos alineados correctamente frente al espejo del tocador y, cómo no, cierto aroma a mujer flotando en el ambiente. Los policías se dividieron el trabajo. Fernández-Luna fue hacia la mesa escritorio que había junto a la ventana, llevado por su intuición, mientras Carbonell husmeaba dentro del armario. El recepcionista, sin saber muy bien cuál era su cometido, permaneció de pie bajo el dintel sin atreverse a cruzar la puerta.
Tras tomar asiento en la vieja silla del escritorio, el madrileño observó con atención los objetos que había sobre la mesa. Junto al juego de escribanía descubrió un libro. Lo cogió entre sus manos para leer el título:
Entrañas de niño
. Su autor, Tomás Carrasquilla, le era completamente desconocido. Debía de ser colombiano, caviló mentalmente. Entonces se fijó en la hilera de cajones que había a su derecha. Abrió el primero de todos y extrajo el cuadernillo, forrado de tela, que permanecía escondido en el fondo bajo un puñado de revistas.
Lo abrió por el final, y comenzó a leer:
Barcelona, 19 de agosto del año 1916
Jamás pude imaginar que amar a un hombre y a una mujer a un mismo tiempo llegara a ser algo tan complejo. Cuando me entrego a ambos, de la misma forma que mis amantes se dejan seducir por mis besos y caricias, me encuentro en el dilema de no saber cuál de los dos tiene prioridad sobre el otro. Puedo ofrecerle una de mis manos a cada uno de ellos. Tengo un pecho para cada una de sus bocas sedientas de pasión. Sin embargo… ¿A quién he de ofrecerle mi boca? ¿Y mi corazón? ¿Y todo aquello que es imposible escindir?
Mi alma es única. No puedo dividirla en dos. Algo no funciona en esta relación contra natura…
—¡Luna! ¡Ven a ver esto de aquí!
La voz de Carbonell llamó su atención y al instante dejó de leer el Diario de la sudamericana. Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Ya tendría ocasión de echarle un vistazo en otro momento.
—¿Qué has encontrado? —Se levantó de la silla, acercándose a su compañero.
Este sostenía entre sus manos una caja labrada en madera de caoba y marfil con adornos orientales.
—Míralo tú mismo. —Se la entregó.
Después de dejar el pequeño cofrecillo sobre la mesa, Fernández-Luna lo abrió para ver qué era aquello que deseaba enseñarle. Dentro había una jeringa, una bola de algodón del tamaño de una nuez y un bote de cristal con polvos blancos en su interior. Destapó este último e introdujo su índice derecho. Parte de aquella sustancia se quedó adherida a la piel. Se llevó el dedo a la boca. Hizo una mueca de asco. Al momento se le insensibilizó la punta de la lengua.
—Cocaína —resumió, como hablando consigo mismo.
—Son muchos los artistas que recurren a ella para mantenerse despiertos —apuntó Carbonell.
El madrileño alzó el bote de cristal hasta la altura de sus ojos. Leyó lo que había escrito en la etiqueta:
C17H21N04
N.° 3567
VILARDELL
(FÓRMULA)
—¿Conoces la botica Vilardell?
—Sí, claro. Está en la esquina de la Gran Vía con la calle Pau Claris. —Sonrió al evocar el pasado—. Todavía recuerdo cuando mi madre me compraba de niño aquellas pastillas… ¿Cómo se llamaban? —Meditó unos segundos—. ¡Ah, sí! Pastillas Font, el mejor remedio para las afecciones de la boca, según decían. Estaban elaboradas con mentol y cocaína. No solo calmaba el picor de la garganta, sino que además mejoraba mi carácter, que entonces era bastante apocado.
El responsable de la BIC de Madrid suspiró con harta paciencia. Su colega divagaba demasiado últimamente. Debía de ser cosa del amor.
—Iremos a ver al dueño de esa botica antes de regresar a Jefatura. —Volvió a guardar la jeringa, el algodón y la cocaína en la caja—. Puede que nos diga a quién le vendió la droga.
—¿Y qué hay de Luisa Rodrigo?
Fernández-Luna desvió la mirada hacia el joven recepcionista que aguardaba fuera del cuarto, en el pasillo.
—Ya se encargará él de avisarnos cuando la vea entrar en el hotel —fluctuó, preocupado—. Si es que regresa, claro.
Carbonell cogió el pisapapeles que había sobre la mesa. Lo observó con atención, como abstraído en sus pensamientos.
—Acabo de caer en la cuenta de un detalle bastante curioso. —Miró a su compañero con marcada inquietud, antes de proseguir—: En este mismo hotel se hospedan los hermanos Duminy. Dime, ¿no te parece demasiada casualidad?
El madrileño analizó sus palabras. También a él le resultaba extraño que el destino les hubiese llevado a todos a un mismo lugar.
Miguel Lorente se bajó del tranvía número 24 de Travesera cuando llegó a la calle Molist. En aquella parte de Barcelona el cielo tenía un color especial, intenso, deslumbrante. El viento que bajaba de la Montaña Pelada traía consigo el aroma fresco de los pinos, lo que contribuía a oxigenar el ambiente enrarecido por el humo de las fábricas. Incluso las sencillas gentes de los barrios de Gracia, Santa Eulalia y la Sagrera le parecieron más humanas y tangibles que aquel elenco de burgueses aristócratas con los que solía codearse su querida hermana. Estaba harto de fingir. Le resultaba vomitivo reírles sus gracias y aguantar sus discriminatorias conversaciones, siempre discutiendo sobre política correctiva y autoritaria, infravalorando los esfuerzos de aquellos anónimos obreros que, en realidad, construían día a día la Ciudad Condal; próceres engreídos que se consideraban dioses, dueños de un mundo donde prevalecía el lujo y el esplendor, mientras el resto de los seres humanos aguardaban bajo la mesa, como perros, a la espera de que cayesen las migajas del pantagruélico banquete.
Había llegado el momento de actuar. El proletariado debía rebelarse contra el sistema y acabar con la autocracia. La misión que le habían encomendado habría de ser el inicio de una larga serie de cambios en toda Europa. Debían dar ejemplo, aunque ello significase perder la vida.
Tratando de pasar desapercibido, algo difícil debido a la elegancia de su porte y al color tostado de su piel, el cubano enfiló por la calle Fuente Castellana hasta que dejó atrás las últimas casas del octavo distrito. Tomó la senda que conducía a la Casa Baró, ascendiendo muy lentamente la colina preñada de árboles en dirección a la cumbre. Se detuvo un instante, junto a la hondonada, para observar la ciudad de Barcelona desde las alturas. Frente a él se erigía la Sagrada Familia, todavía en plena construcción. Aquellos chapiteles tan singulares que apuntaban al cielo le resultaron quiméricos, fantásticos, casi novelescos: parecían evocar el recuerdo de las historias de ogros y duendes que había escuchado de niño. Su estructura gótica se fundía entre los andamios y el faenar de los obreros. Era una construcción fabulosa. Jamás había visto nada semejante.
Cuando llegó al Depósito de Aguas de Dos Rius, que según pensó debía de estar estrechamente vigilado por uno o varios guardias a sueldo, lo esquivó para torcer hacia la izquierda. Así evitaría problemas innecesarios. Siguió avanzando hasta que llegó a un extenso pinar que se prolongaba hasta el barranco. En aquel frondoso paraje, fuera de miradas indiscretas, podría ejercitarse sin temor a que le viesen actuar.
Se detuvo en un pequeño claro situado en mitad del bosque. Agudizó el oído con el fin de atender cualquier sonido que resultase sospechoso. Lo único que se podía escuchar era el gemido del viento, la agitación de los árboles y el urajeo de un cuervo que sobrevolaba la zona. Estaba completamente solo. No había nadie más por allí cerca.
Extrajo la pistola que guardaba en la funda sobaquera, una Star 1908 de calibre 6,5 mm. Después de introducir el cargador de ocho balas por la parte inferior del arma, la dejó un instante sobre un enorme roquedal que quedaba a la altura de su pecho. A continuación se quitó la chaqueta. La colgó de la rama partida de un árbol, como si se tratase del brazo de una percha. Cuando ya estuvo preparado, buscó por allí cerca una piña de gran tamaño de las tantas que había desperdigadas por el lugar. Encontró una completamente reseca, con sus piezas leñosas abiertas al igual que un abeto en miniatura. La colocó en lo alto de la roca, bien visible. Asió de nuevo la pistola, alejándose unos metros en dirección sur.