—¿Cree que podrá atraparlo?
—Carbonell y yo resolveremos el caso, antes o después. Sin embargo, tengo el presentimiento de que no volveremos a ver con vida a ese hombre. Esfumarse de la celular fue el último de sus trucos.
—Amigo mío, es usted un auténtico policía… una mente realmente privilegiada. —Acercándose un poco más a él, la mano de la baronesa buscó desesperadamente la de su acompañante. Fernández-Luna respondió a la llamada, acariciando las yemas de sus dedos de forma cómplice. En aquel mágico instante, la mirada de ambos se perdía más allá de las incontables luces del puerto de la Ciudad Condal—. Le echaré de menos cuando regrese a Madrid —finalizó diciendo, a media voz.
Ni siquiera se sonrojó al escuchar el comentario de aquella extraordinaria mujer; es más, lo aceptó como el más bello de los elogios. Completamente abstraído, e incluso emocionado, Fernández-Luna llegó a pensar que eran las únicas personas sobre la faz de la tierra, que todo había desaparecido bajo sus pies. Fue una sensación indescriptible.
—¡Señor Luna! ¡Doña Carmen!
Separaron sus cuerpos al escuchar una voz femenina llamándoles desde la explanada de abajo. Vieron a Dolores al final de las escaleras, en compañía de Carbonell. Ambos alzaron sus manos para saludarles.
—Será mejor que nos unamos a ellos, ¿no le parece? —le propuso el policía, un tanto azorado.
La baronesa estuvo de acuerdo, aunque ciertamente le hubiese gustado continuar la charla. La noche era limpia, en el firmamento esplendían las estrellas y en el ambiente se respiraba un delicado aroma a romanticismo. ¿Quién hubiese sido capaz de negarle el capricho de un beso, cuando por un instante la tierra había dejado de girar a su alrededor?
Minutos más tarde, ambas parejas regresaban a la plaza de la Naturaleza.
Llegaron a tiempo de asistir a la representación de la prestigiosa cantatriz Albertina Cassani, que interpretó algunos fragmentos de
Rigoletto, Sonnambula
y
Elisir d'Amore
. Más tarde bailaron un par de piezas musicales al ritmo que les marcaba la orquestina, degustaron algunos aperitivos y bebieron un excelente
champagne
. Y ya al filo de la medianoche, como colofón, asistieron a los fuegos artificiales de la Pirotecnia Espinós desde el pretil de la plaza, junto al resto de los invitados. Tras producirse la explosión de voladores marqueses de gran fantasía, soles giratorios, voladores superiores reales y otros artefactos pirotécnicos, centenares de globos en forma de pera, hongo, calabaza, esférico, trompo y grotescos surcaron el cielo de Barcelona hasta que, finalmente, los vieron perderse en la oscuridad de la noche.
La fiesta tocaba a su fin.
Para algunos, aquello representaba el ocaso de un agitado día; aunque, para otros, era el comienzo de una tierna y pasional madrugada.
El landó de alquiler se detuvo en la Estación de Sarria, al final de la calle Pelayo. Fernández-Luna se bajó para abrirle la puerta a la baronesa, quien debía esperar, en la plaza de Cataluña, a que su chófer viniese a recogerla en automóvil. Habían quedado en verse allí a las doce y media, y todavía faltaban unos minutos.
Después de ayudar a doña Carmen a descender, se acercó a la ventanilla del carruaje.
—Mañana a las nueve nos vemos en el bar La Lune. Hemos de interrogar a Luisa Rodrigo —le dijo a Carbonell en voz baja, recordándole su visita al Hotel Condal.
—Descuida. Allí estaré.
Fernández-Luna se despidió cortésmente de Lolita. Después de cerrar la puerta batiente, le hizo un gesto al cochero para que continuase su camino.
Mientras se alejaban, el mallorquín pudo ver a su compañero de pie en la acera, frente a la baronesa. Ambos se miraban a los ojos en completo silencio. Parecían aguardar una señal, una palabra que viniese a activar el mecanismo del cerebro y los obligara a proceder según las normas establecidas por el sentimiento. Y así estuvieron, inertes como bíblicas estatuas de sal, hasta que la niebla y la distancia los fue engullendo poco a poco.
Carbonell frunció el ceño, preguntándose si…
«¡Qué va! ¡Imposible!», caviló, sonriendo para sus adentros.
La sola idea de que aquello fuera cierto resultaba chocante. Aunque tuvo que admitir que doña Carmen estaba de muy buen ver, a pesar de su edad. Y un hombre como Fernández-Luna, a sus cuarenta y cinco años, todavía conservaba parte del fuego pasional que alguna vez ostentó en la adolescencia.
Entonces miró a Dolores, y esta le sonrió. Ellos eran bastante más jóvenes. Tenían toda la vida por delante.
—¿En qué piensas? —le preguntó Lolita.
—En la alegría que derrochan tus ojos.
—¡Mira que eres adulador! —replicó ella, sintiendo al instante un ligero sofoco.
—Y también en lo virginal que resulta una mujer cuando se entrega por amor verdadero.
—Sigue, por favor —lo instó, acercándose a él—. No te detengas. —Notó que el corazón se le aceleraba.
—Y en el hálito caliente y oloroso de tu boca… en el sabroso recuerdo de tus besos…
—Me estás obligando a hacer una locura —susurró, entrecerrando los párpados.
—Y es que, en realidad, solo pienso en ti.
—Te quiero, amor mío. —Tan nerviosa como una principianta de dieciséis años, Dolores posó sus labios en los de su prometido rodeándole el cuello con ambos brazos.
El cochero, ajeno a lo que ocurría en el interior del carruaje, instigaba a los caballos para que siguieran avanzando sobre los húmedos adoquines de la Ronda Universidad. Escupió con hastío hacia un lado. Tenía sueño. Estaba terriblemente agotado.
Para él, aquella noche no tenía nada de romántica.
Aquella madrugada del lunes, en el desasistido barrio madrileño de Fuencarral, los agentes de Policía, Blasco y Heredia, llamaban discretamente a la puerta de la casa de huéspedes de doña Anita, situada en el número 3 de la calle Apodaca. Apenas habían transcurrido unos segundos, cuando escucharon el pasador de bloqueo y el sonido metálico de una llave girando en la cerradura. Entre la hoja de madera y el quicio surgió el rostro malcarado de la casera: una mujer oronda vestida con harapos.
—¡Vamos! —los invitó a entrar en el inmueble—. Don Luis llegó hace unas horas. Debe de estar durmiendo.
Luis Montañés era el nombre falso que había utilizado Eddy Arcos para inscribirse en el viejo hostal.
—¿Cuál es su habitación? —inquirió Blasco, bajando el tono de su voz.
—La número diez… en el primer piso. —Apuntó el techo con su índice izquierdo mientras caminaba por el vestíbulo en compañía de los agentes.
Un par de retratos decimonónicos, de familiares ya fallecidos, colgaban de la pared forrada con papel pintado, cuya tonalidad se había ido deteriorando con el inexorable paso del tiempo. La alfombra del suelo estaba arratonada y en las esquinas de los muros podían apreciarse serios desconchones. Una lámpara de araña de época inmemorial amenazaba con desprenderse del techo, de un momento a otro, con el peligro de caerle en la cabeza a cualquiera de los inquilinos o a la propia casera. El aire estaba viciado, enrarecido. Se olía a pescado putrefacto, a aguas residuales y a transpiración. Aquel
meublé
era una auténtica pocilga: el escondite perfecto para un fugitivo de la Ley.
Llegaron al pequeño mostrador donde se guardaban las llaves y los libros de entrada y salida de los clientes. Doña Anita le entregó al agente Heredia el llavín de la habitación número diez. Acto seguido, sacó una botella de coñac y un vaso del primer cajón. Lo llenó hasta el borde y, de forma acostumbrada, se lo bebió de un solo trago.
Ambos policías intercambiaron sus miradas antes de subir las escaleras, olvidándose por completo de aquella esperpéntica mujer de cabellos híspidos adicta al alcohol. Extrajeron las pistolas de sus fundas porque formaba parte del procedimiento rutinario, aunque sabían de antemano que el tipo al que iban a detener solía ir desarmado. No presentaba ningún peligro.
Con cautela, y en completo silencio, ascendieron los crujientes peldaños que conducían a la primera planta. Cuando estuvieron arriba, Blasco le hizo un gesto a su compañero para que fuese comprobando los números de las habitaciones del lado izquierdo del pasillo. El otro asintió con la cabeza, conforme a su indicación. Segundos después alzaba la mano, dándole a entender que se detuviera. Había encontrado el cuarto que buscaban.
Heredia recuperó la llave que le había entregado doña Anita, y que guardaba en su bolsillo. Con cuidado de no hacer el más mínimo ruido la introdujo en la cerradura. Después de girarla lentamente empujó la puerta al tiempo que gritaba con voz ronca:
—¡Brigada Criminal!
Blasco se adelantó a su compañero accionando el interruptor. La tibia luz de la lámpara iluminó vagamente el mobiliario de la habitación. Al sentir las voces, Eddy se incorporó de la cama con rapidez. Apartó las sábanas de un manotazo con el propósito de huir por la ventana. Solo llevaba puesto sus calzoncillos largos.
—¡No te muevas de donde estás! —le gritó Heredia, apuntándole con la pistola.
El delincuente se detuvo en mitad del dormitorio, con las manos en alto. Le sudaban la frente y las mejillas.
—¡Tranquilo… tranquilo! —se apresuró a decir—. No voy armado.
Heredia se acercó a él. Sujetándole las manos por detrás, procedió a colocarle los grilletes.
—Ya tenía ganas de echarte el guante —le dijo, con cierta socarronería—. Esta ha sido tu última hazaña, Fantôme.
Eddy guardó un prudente silencio. No tenía intención de resistirse, y mucho menos, darle un motivo para que utilizara la fuerza.
—Te interesará saber que ya hemos detenido a tu amiga Leonor —añadió Blasco, mientras registraba los cajones del aparador—. Estaba en casa de la amante de ese abogado amigo tuyo, Conrado Villegas. ¡Lástima! —Se volvió para mirarlo a la cara—. Aquí se separan para siempre vuestras vidas.
—Antes tendrán que probar que somos los criminales que buscan —se defendió el detenido, aunque sin demasiadas esperanzas.
Como única respuesta, el policía le mostró las mallas negras de seda, con capucha, que acababa de encontrar en el último de los cajones del mueble, junto a varios juegos de ganzúas.
—¿Sabes qué es esto? —inquirió después—. Yo lo llamaría una prueba irrefutable de culpabilidad.
Un hilo de sol, procedente de la ventana que se abría al Parque Municipal, traspasó de forma etérea las blancas cortinas que colgaban del baldaquino de la cama; tímida luz que incidió sobre los párpados vencidos de cansancio de los amantes, anunciándoles el comienzo de un nuevo día. El alba los había sorprendido abrazados después de una larga e inimaginable noche de amor.
Poco a poco, Carbonell se fue acomodando a la realidad. Dejaba atrás el mundo onírico.
Lo primero que sintió al despertar, sin atreverse siquiera a abrir los ojos, fue la espalda desnuda de Lolita pegada a su pecho. Percibió el fragante aroma que prodigaban sus cabellos, lacios y negros como la noche, derramados anárquicamente por toda la almohada al igual que hebras de fina seda sobre el telar. Incitado por el apasionamiento, besó su nuca con delicadeza: una forma como otra cualquiera de darle los buenos días. Como respuesta, la mano de ella se deslizó hacia atrás, acariciando a propósito la parte más frágil del cuerpo de su amante. Carbonell sintió un ligero hormigueo en el estómago y al momento le sobrevino una gloriosa erección.
—¿Crees que es un buen momento para presentar armas? —musitó Dolores, de forma ocurrente, cuando sintió en sus nalgas el poder disuasorio del miembro viril de su prometido—. ¿Acaso no firmamos un armisticio tras la dura batalla de anoche? —Se dio la vuelta, jovial. Carbonell la observaba como quien venera la imagen de una diosa—. Aunque, por otro lado… ¿Qué mujer es capaz de negarle un capricho a su futuro esposo?
Se besaron con auténtico delirio. Cuando sus labios volvieron a separarse, el policía recordó que había quedado con su colega a las nueve, en el café La Lune. Aquello le sentó como un jarro de agua fría.
—Lo siento muchísimo, Lolita… pero he de irme —le dijo, casi con vergüenza—. El deber me llama.
Muy a su pesar, estuvo de acuerdo con él: debía marcharse cuanto antes de casa. El ama de llaves y el resto de la servidumbre estaban a punto de llegar y no era aconsejable que lo encontrasen allí.
—Lo entiendo —afirmó ella, ensanchando sus labios—. ¡Corre! No hagas esperar al señor Luna.
Carbonell apartó los visillos que colgaban del baldaquín y se puso en pie. Comenzó a vestirse con rapidez, sin dejar de admirar el bello rostro de Lolita.
—Ha sido maravilloso, amor mío —admitió en voz queda, cuando todavía conservaba esa extraña sensación de estar flotando en una nube—. Es la primera vez en mi vida que me he sentido amado… querido hasta la saciedad.
Comentarios así son los que suelen conquistar el corazón de una mujer, por lo que Dolores se sintió henchida de un fuerte sentimiento de ternura. Una pasión enfermiza encendió su deseo de formar parte de él, de vivir dentro de su sangre y de su carne, de fundir su espíritu con el suyo, de participar de sus alegrías y tristezas.
—«Tal vez no me creería si hoy mismo le dijera que le amé y le amo tanto, que podría refrescarse mi amor en una hoguera…» —recitó con voz serena, reprimiendo la excitación que atesoraba el núcleo de su alma. Entonces, disculpándose de algún modo por aquella inesperada manifestación de fragilidad poética, se despojó del mérito que pudiesen encerrar aquellas estrofas—. Es de Campoamor, pero comparto el sentimiento que subyace en sus versos.
Carbonell se acercó a la cama tras terminar de apretarse el nudo de la pajarita. Se inclinó sobre el cuerpo tendido de Dolores. Besó tímidamente sus labios, y al hacerlo sintió que su boca quedaba impregnada de un dulce sabor a miel. Y es que la felicidad es como una fragante flor que destila su néctar más exquisito para delicia de los enamorados.
—Ahora he de irme —susurró, lamentando que tuviera que ser así—. Esta tarde, a las seis, vendré de nuevo. Le haremos una visita a esa médium de la calle Salmerón.
—Gracias por ayudarme —repuso ella, complacida—. Sé que eres un hombre escéptico, y que todo este asunto de
Yaya
Raquel te resultará una chiquillada. No es que yo termine de creérmelo, pero has de comprender que es mi única esperanza.
—Tranquila —aferró las manos de Lolita—. Juntos lograremos encontrar esa bolsa con monedas de oro, aunque para ello tengamos que remover los cimientos de esta casa.