El caso del mago ruso (27 page)

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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El caso del mago ruso
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—¡
Cara mia
, no te escondas! —oyó de nuevo. Su voz provenía de abajo—. ¡Te propongo un acertijo! ¿Qué es preferible: vivir en una prisión con la esperanza puesta en la libertad, o estar en libertad y sentirse eternamente aprisionado? —El desconocido rio de nuevo—. ¿Conoces la respuesta? ¿No? —En aquel instante subía por las escaleras—. ¡Es bien fácil! ¡No existe ninguna diferencia! ¡Nadie es libre hasta que muere!

La colombiana ahogó un grito de terror. Debía alejarse cuanto antes de aquel monstruo. Necesitaba encontrar un lugar seguro donde poder esconderse. Tenía que sobrevivir a cualquier precio.

Se apoyó en la barandilla metálica a fin de recobrar el aliento. Luchó por respirar, jadeando a cortos intervalos. En su delirio creyó ver que las puertas metálicas alineadas a lo largo de la galería ondulaban de arriba hacia abajo como olas de una mar inmensa. Su mente alucinada se pobló de trasgos y fantasmas, de fieros demonios que reptaban de un lado a otro, acechándola implacables en la oscuridad. Miró hacia arriba, buscando el resplandor de la luz que colgaba del centro de la bóveda. Le pareció ver a un serafín batiendo sus alas, flotando glorioso sobre su cabeza. Pero no era un ángel, sino la fosca silueta de Agamenón apoyado en la balaustrada del último piso. La observaba desde el silencio.

Escuchó una serie de murmullos, otras voces distintas a las de su perseguidor. Coreaban consignas diabólicas que incitaban a matar. Las recortadas sombras de dos hombres vinieron a colocarse a ambos lados de su amante, aferrando con fuerza el parapeto que había frente al acristalado pabellón que se erigía en el centro al igual que un dios todopoderoso. Hablaban entre ellos.

Luisa se sintió como una de esas mariposas que los coleccionistas miran a través de sus lentes y que luego son clavadas con alfileres sobre un fondo de terciopelo negro. Aquello era una cacería, y ella era la presa.

Reanudó la marcha, rodeando a toda prisa la barandilla circular de donde nacían los distintos corredores. Se desvió hacia la derecha en un desesperado esfuerzo por escapar de quien le iba a la zaga. Escuchó eco de pisadas, pero tenía la mente demasiado confusa como para averiguar su procedencia. Perdió el equilibrio. Cayó de bruces al suelo, como un títere. Le asaltaron las náuseas y expelió todo el alimento que guardaba en el estómago. Las arcadas se sucedieron; desgarrantes, secas. Estaba mareada. Apenas podía respirar. El efecto de la droga se iba intensificando según transcurrían los minutos. Posiblemente moriría de sobredosis, si antes no caía en manos de aquel hombre.

Con dificultad, intentó huir arrastrándose por el suelo. Quiso aferrarse al cerrojo de una de las puertas para ponerse en pie. Fue inútil. Las fuerzas la abandonaban poco a poco y ya se sentía a las puertas de la muerte. Perdió toda esperanza.

Una sombra se cernió sobre ella. Lo sintió acercarse por el corredor, incluso llegó a percibir el hedor nauseabundo que desprendía su cuerpo. Hizo un titánico esfuerzo por abrir los ojos. Como en un sueño, la imagen de aquel demonio avanzaba con lentitud por la galería sosteniendo en su mano derecha un enorme cuchillo de cocina. Luisa se orinó encima nada más verle. Estaba aterrorizada. Quiso gritar, pero el aire de los pulmones silbaba dolorosamente al subirle por la garganta.


Mi piace il colore
de tu piel —le oyó decir en un idioma mal aprendido. Se le escapó una risita sardónica. Luego alzó el arma blanca por encima de su cabeza, tomando impulso con la intención de asestarle una mortal puñalada—. Por cierto… ¿Te quedarás a cenar?

El último pensamiento de Joyita, un segundo antes de sentir el frío acero rasgando la carne, fue hacia su hermana Rosalinda. Para entonces ya había adivinado el trágico fin de Conchita. Aquel pensamiento la entristeció más aún que su propia muerte.

Muy a su pesar, iba a reunirse con ella en el infierno de los condenados.

Mientras aguardaban el regreso de Fernández-Luna y doña Carmen, la pareja de enamorados departía amigablemente con la condesa de Lavern y su buena amiga la señora de Mattheu, quien estaba casada con un naviero inglés afincado en Bilbao. Esta última, doña Constanza, que era una gran entusiasta de la Sociedad Teosófica fundada por Madame Blavatsky, y por tanto le apasionaba el espiritismo y demás asuntos esotéricos, les narró con toda confianza su increíble experiencia en casa de
Yaya
Raquel, una médium y echadora de cartas cuya fama se había extendido como la pólvora por toda Barcelona después de que consiguiera vaticinar, con antelación, el hundimiento del
Sussex
y la muerte del compositor Enrique Granados.

—Deben creerme —les decía con gran convicción la señora de Mattheu—. Esa mujer se comunica realmente con los muertos. Yo misma he sido testigo de su poder.

—¿Lo dice en serio? —La condesa reprimió un bostezo, aburrida por el giro «sobrenatural» que había dado la conversación—. ¿Realmente pudo verlos? Me refiero a los espíritus.

La esposa del armador asintió con la cabeza, comprimiendo los labios para darle mayor realismo a su relato.

—En efecto —continuó diciendo—. Cuando se apagaron las luces y la médium invocó a las ánimas del purgatorio, todos los allí presentes pudimos apreciar sus fantasmales rostros en mitad de la oscuridad, girando velozmente a nuestro alrededor. Y hacían bailar la mesa frente a la que estábamos sentados. —Se persignó impelida por el atávico temor a lo desconocido—. Jamás en mi vida he visto algo semejante. Cuando
Yaya
Raquel está en trance, su voz es… —fluctuó—… es sepulcral.

—Pues a mí me cuesta trabajo creer que… —Carbonell sintió un fuerte apretón en el antebrazo. Dolores le estaba insinuando, de forma sutil, que se mantuviese callado, o en su defecto que se mostrara algo más discreto a la hora de valorar la declaración de aquella mujer—. Bueno… quiero decir que todo eso de los espíritus resulta fantástico, aunque debe de ser verdad cuando usted y otras muchas personas lo han visto con sus propios ojos.

Con el propósito de enmendar la torpeza de su pretendido, Dolores intervino en la conversación.

—Dígame, doña Constanza. —Se dirigió a la esposa del naviero británico—. ¿Cree usted que yo podría comunicarme con mi difunto esposo a través de
Yaya
Raquel?

El policía se sintió incómodo. La condesa de Lavern se percató de ello, así que sonrió con malicia.

—Quede tranquilo, señor Carbonell —le susurró al oído, aunque todos la oyeron—. Por suerte, los muertos no retan a duelo.

Se echó a reír a pesar de la mirada crítica de la viuda, que se sintió molesta por aquel chistoso comentario. Aguantó la burla con estoicismo. Sin darle mayor importancia, desvió su mirada hacia la señora de Mattheu. Esperaba una respuesta.

—Por supuesto que sí, querida. —Se le iluminó el rostro al comprender que había alguien sensato, dentro del grupo, que creía fielmente en sus palabras—. Son cientos las personas que desde hace meses acuden a diario a la consulta de
Yaya
Raquel para comunicarse con sus parientes fallecidos. Se han dado casos sorprendentes, como el de un espíritu que predijo la muerte de un sobrino suyo. —Se estremeció—. Me da escalofrío solo de pensarlo.

—Eso es muy interesante —opinó Carbonell, que comenzaba a sentirse atraído por el tema a tratar. De ser cierto semejante prodigio, aquella médium podría ayudarles en su investigación.

—Créame, esa mujer tiene un don especial —insistió doña Constanza.

—¿Y para qué quiere hablar con su difunto esposo? —quiso saber la aristócrata, permitiéndose el lujo de incurrir en la impertinencia—. Siempre he pensado que a los muertos hay que dejarles descansar.

—Tengo que hacerle una pregunta —contestó Dolores, fríamente. Acto seguido se dirigió a doña Constanza en tono casi de súplica—. Por favor, ¿podría darme la dirección de esa mujer?

—La encontrará en el número trece de la calle Salmerón… a cualquier hora del día.

El sonido del piano de cola llamó la atención de los invitados, que fueron dejando a un lado la plática para asistir a la actuación de Blay Net. El grupo se disolvió. La señora de Mattheu fue en busca de su marido, al igual que la condesa de Lavern.

Mientras cruzaban la plaza, Dolores le dijo a su prometido:

—Hemos de visitar a esa mujer cuanto antes. Ya sabes por qué… —Bajó el tono de su voz—. Es mi única esperanza.

21

—Topolev un espía de los alemanes… —Fernández-Luna reflexionó en voz alta, con la mirada perdida en el espejo de configuración ondulada que había en el otro extremo de la habitación. Vio su rostro reflejado en él—. Eso cambia las cosas, ¿no es cierto? —Giró la cabeza, dirigiéndose al barón de Otsman—. Ha perdido a su hombre y no sabe qué ha sido de él. Reconozca que la situación resulta cuando menos incómoda, por no decir ridícula —se explayó, mordaz.

—Tiene razón, señor Luna. Es inadmisible que haya sucedido algo semejante —admitió el diplomático sin cortapisas, pasando por alto el tono empleado—. Pero tengo buenos amigos en España que me ayudarán a solventar este problema. —Soslayó la mirada hacia el conde de Güell.

—Para eso ha venido usted a Barcelona —le recordó el ministro de la Guerra—. Necesitamos al policía mejor cualificado de todos, alguien capaz de resolver satisfactoriamente este intrincado asunto, pero que a un mismo tiempo actúe de forma discreta. El caso que está investigando no debe trascender a la opinión pública bajo ningún concepto. ¿Lo entiende?

—Nada más lejos de mi intención que divulgar el resultado de mis averiguaciones, si es eso lo que le preocupa.

—El asunto es bastante más complejo de lo que cree —intervino el industrial catalán, antes de que la conversación degenerase en debate—. Hace unos meses, la Embajada francesa llamó la atención de nuestro Gobierno respecto a la vigilancia que sería conveniente establecer en la línea divisoria entre ambas naciones. No solo con el fin de poner coto a la entrada de maleantes y desertores en España, sino también para evitar que se convierta en refugio de espías.

—Por desgracia, estamos en el punto de mira del Gobierno británico desde que el Intelligence Service arrestase en Londres a Adolfo Guerrero, un reportero español que trabajaba como espía para Alemania. Nosotros lo sabíamos, pero tuvimos que desentendernos del asunto alegando que aquel hombre actuaba por propia iniciativa. Gracias a Dios, aceptaron nuestras disculpas —añadió el militar de alto rango—. Como bien acaba de decir el señor conde, todo es más complicado de lo que parece a simple vista. He aquí un claro ejemplo… A pesar de que el Ministerio de la Gobernación ha prohibido las comunicaciones radiotelegráficas a los países implicados en el conflicto, ciertos sectores dentro de nuestro Ejército incumplimos esta normativa en beneficio de España. —Se detuvo un instante, para terminar diciendo—: No podemos seguir ignorando lo que sucede más allá de nuestra frontera norte.

—Y ahí es donde entra en escena Alemania —los ojos del barón de Otsman brillaron como dos chispas eléctricas.

—A ver si lo entiendo. —Antes de seguir hablando, Fernández-Luna echó hacia delante su cuerpo—. El Gobierno español accede a las peticiones de Francia y se excusa ante los ingleses. Mientras tanto, negocia con Alemania a espaldas de ambas naciones.

—¡Por favor, no se escandalice! —Güell alzó una mano. Le temblaba debido a la edad—. También colaboramos con Estados Unidos, Rusia, Italia y Bélgica. Todos lo saben. Es un secreto a voces que los espías de todos los países pululan por Barcelona. Nosotros no nos metemos en sus asuntos a cambio de ciertos favores, como es obtener información de primera mano y garantizar la firma de los tratados comerciales entre naciones. Entiéndalo… eso es algo que beneficia directamente a nuestras fábricas, y por ende, a muchas y honorables familias españolas —subrayó, para lanzar a continuación una locución latina al uso—. Quid pro quo, señor Luna.

Como en todas las guerras, siempre había quien se enriquecía gracias a la necesidad de una población civil desabastecida, carente de recursos. Hombres como aquellos, auténticas alimañas político-financieras, eran los responsables del desequilibrio social que vivía el país.

—De acuerdo, hasta aquí comprendo el concepto de simbiosis gubernativa entre naciones —alegó, haciendo un esfuerzo por contenerse—. Pero sigo sin saber dónde encaja Topolev en esta historia.

—Antes de que estallase la guerra, Finkel actuaba en pequeños teatros y salones de espectáculos de Viena. Era un mago de gran talento pero de escasos recursos económicos —dijo el barón de Otsman, bebiendo a continuación un largo trago de coñac importado de Charente—. Iniciado el conflicto tras la invasión de Serbia por los austrohúngaros, el Abteilung III B lo reclutó en sus filas por un motivo esencial: su madre era de origen ruso, por lo que Finkel conocía el idioma a la perfección. También influyó el hecho de que fuese un artista. Su profesión le facilitaba una excusa perfecta para viajar de un país a otro sin levantar sospechas. Nuestro Gobierno le proporcionó un pasaporte ruso, y le cambió el nombre de Finkel por el de Igor, después de omitir el apellido paterno. Le crearon un pasado admisible en Petrogrado, lo que le llevó a tener que aprenderse de memoria la situación de las calles, plazas y monumentos más importantes de la ciudad. Cuando estuvo listo, lo enviamos a la capital francesa para que se hiciera pasar por un prestidigitador insatisfecho con la política autoritaria del zar.

»Tras actuar durante meses en París, donde recabó información confidencial de gran importancia para Alemania, se trasladó a Marsella por motivos de seguridad —le siguió explicando—. Su labor allí, en esa importante ciudad portuaria del sur de Francia, consistía en merodear por los muelles del puerto mercantil con el fin de controlar las salidas de los buques de mayor tonelaje. Una vez que los veía zarpar del puerto, nos lo comunicaba a través de la estación de radio clandestina que guardaba en una casa en ruinas ubicada a las afueras. Transmitida la información, nuestros sumergibles se encargaban de torpedear dichos barcos en aguas territoriales. —Esbozó una amplia sonrisa de complacencia—. Por supuesto, pronto levantó las sospechas del Servicio de Inteligencia francés y tuvo que embarcar rápidamente con destino a Barcelona. Y aquí es donde comienza la historia que a usted le interesa.

»Finkel es contratado para actuar en el Alcázar Español. Cosecha grandes éxitos gracias a sus trucos de prestidigitación. La gente habla de él y de su habilidad como mago. De la noche a la mañana se convierte en un personaje público, admirado por todos. Nadie sospecha de su verdadera identidad. Tanto es así, que una prostituta de origen ruso acude a verlo al Alcázar cuando oye decir que pertenece al Partido Obrero Socialdemócrata. Entre ambos nace una profunda amistad. Hablan de la situación en Rusia, de los sóviets, de las diferencias entre bolcheviques y mencheviques, de Vladímir Ilich Uliánov,
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y de la posibilidad de derrocar al zar y su nefasto Gobierno basado en el despotismo. Tras intimar más a fondo, ella le confiesa formar parte de un grupo de anarquistas afincado en Barcelona, cuyo plan consiste en asestarle un duro golpe a la familia Romanov. Esto último llama la atención de 66-R y rápidamente lo pone en nuestro conocimiento.

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