Aquella mañana había una gran expectación en el Muelle de Barcelona. El ambiente era de fiesta. Frente al Club de Regatas se había instalado un puesto de buñuelos y chocolate caliente, que a su vez vendía avellanas, cacahuetes, almendras garrapiñadas y otras delicias de frutos secos. Un grupo de niños vestidos de marinero hacía volar sus cometas ante la mirada complaciente de sus padres; otros giraban sus aros, empujándolos con un palo, o hacían juegos malabares con el diábolo. Un muchacho con gorra a cuadros, pantalón con tirantes y camisola recosida, vociferaba las noticias de portada del diario
La Vanguardia
al tiempo que ofrecía reiteradamente un ejemplar a cada uno de los transeúntes. Subido en lo alto de una pequeña caja de madera, al otro lado de la vía del ferrocarril —que llegaba hasta el edificio de Sanidad Marítima—, un charlatán de feria ofrecía a voz en grito una botella de tónico contra la calvicie, el artritismo, la dispepsia, la anemia, la gonorrea, las hemorroides y el mal de piedra. Para atraer la atención de quienes acudían al Campeonato de Saltos, e incentivar la compra de su increíble elixir, el cliente podía llevarse, además, una larga serie de regalos como: un peine de nácar, un espejo de mano, dos jabones de olor y un bote de colonia; todo por el mismo precio.
Recordando a los viandantes que la Gran Guerra Europea seguía ahí, más viva y encarnizada que nunca, dos miembros del llamado
Germanor amb els Voluntaris Catalans
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habían puesto un tenderete con el fin de recaudar fondos para quienes luchaban en el Ejército francés, en el seno del 1.
er
Regimiento de Marcha de la Legión Extranjera. Por medio de un cartel bilingüe anunciaban, junto a una «madrina de guerra» que leía cartas de los combatientes, su invitación a colaborar en el envío de libros, ropa y tabaco a los que se jugaban la vida por la causa aliada frente a los Imperios Centrales.
Ajenos en su gran mayoría a estos activistas de la Unió Catalanista, los domingueros iban de un lado a otro de la explanada del puerto. Un grupo de caballeros vestidos de
sport
, en consonancia con sus exquisitas esposas —ornamentadas con trajes de paseo, elegantes sombreros y lucidas joyas alrededor de sus cuellos—, paseaban en compañía de sus hijos y amistades más selectas. Algunas de estas damas llevaban consigo sus anteojos. Deseaban ver más de cerca las acrobacias de los intrépidos bañistas que habrían de ejecutar sus espectaculares saltos desde el trampolín erigido para tal propósito.
Este era el caso de doña Carmen Pascual de Fontcuberta, baronesa viuda de Bonet, y el de su amiga Dolores Moncerdà. Ambas caminaban por el muelle, escoltadas por los respectivos jefes de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid y Barcelona. Charlaban de forma amigable, dejándose contagiar por el entorno alegre y bullicioso de aquella soleada mañana de domingo.
—Vivimos una época de tensiones diplomáticas —afirmó doña Carmen, después de que Carbonell iniciara la conversación hablando de la próxima apertura de las Cortes, anunciada por el presidente del Consejo de Ministros: el conde de Romanones—. Los submarinos alemanes torpedearon el mes pasado a dos de nuestros buques porque, según creían, transportaban carbón a un país aliado. Y en lo que llevamos de septiembre, ya son cinco los hundimientos. Sin ir más lejos, hace unos días atacaron al
Luis Vives
, un barco dedicado a la exportación de fruta, lo que ha generado la protesta de muchos españoles.
—El Káiser se ha excusado diciendo que la Kaiserliche Marine actuó según la Declaración de Londres y las normas alemanas de presas navales —alegó Fernández-Luna, que caminaba al lado de doña Carmen.
—¿Y qué opina de todo esto nuestro rey? —preguntó inocentemente la joven Dolores.
—Pasa por alto lo ocurrido. —Carbonell satisfizo la curiosidad de su prometida—. En fin, no hemos de olvidar que su madre pertenece a la Casa de Habsburgo.
—Don Alfonso, según cuentan sus más íntimos allegados, siente cierta predilección por Francia, desdeña a los ingleses y admira a los alemanes —añadió en voz baja la baronesa.
—Si un comentario de esa naturaleza ha llegado a sus oídos será porque conoce bien los entresijos de palacio —subrayó Fernández-Luna, dirigiéndose a la dama de mayor edad.
Esta le ofreció una amplia sonrisa. Se sentía orgullosa de sus amistades, y también de su estrecha relación con alguno de los miembros de la Casa Real.
—Que no le quepa duda, señor Luna —se envaneció—. Y lo que es más, conozco los secretos más inconfesables de las grandes familias de Barcelona.
—Lo sabe todo de todos —terció Dolores, riendo quedamente a continuación.
—¿Es eso cierto?
Fernández-Luna era un hombre muy sutil. Cuando quería sonsacar cualquier tipo de información a una mujer, solo tenía que fingir ignorancia. La vanidad femenina hacía el resto.
—Póngame a prueba —lo retó doña Carmen, alzando la barbilla en un alarde de afectación.
—¿Qué podría decirme de Ceferino Ródenas?
Carbonell desvió la mirada hacia su colega. No entendió muy bien a qué venía aquella pregunta, pero obviamente tenía que ver con la desaparición del prestidigitador.
—Que es el director de la penitenciaría celular de Barcelona —fue la inmediata respuesta de la baronesa.
—¿Nada más? —insistió el madrileño—. ¿No esconde ningún secreto… un pasado turbulento o escabroso?
La aristócrata hizo el ademán de recordar. Su mirada, de forma inconsciente, fue a posarse en el trampolín desde donde habrían de lanzarse los bañistas participantes. La altura era considerable. Sintió un ligero escalofrío recorriendo su cuerpo desde la cabeza a los pies.
—Un amigo mío, que tenía la sana costumbre de viajar por las colonias de nuestro país, me aseguró que el padre del señor Ródenas tuvo que vender sus tierras por culpa de un escándalo ocurrido en Filipinas… ¿O fue en Cuba? —Dudó un instante—. El caso es que se vio obligado a regresar a España.
—¿Conoce la naturaleza de dicho escándalo? —intervino Carbonell, repentinamente interesado.
—Según creo, una de las criadas nativas al servicio de la familia Ródenas quedó embarazada del primogénito. Y luego hubo también un turbio asunto relacionado con la magia tribal aborigen, aunque no estoy muy segura de si esa es otra historia. Es todo cuanto sé. —Chasqueó la lengua, disgustada por no poder ofrecerles más información al respecto.
—Un relato fascinante —replicó el madrileño, cabeceando ligeramente de forma pensativa.
Siguieron caminando hasta llegar al Club de Regatas. El lugar estaba atestado de ávidos espectadores que aguardaban el comienzo de las diversas pruebas de salto. De un lado a otro iban los deportistas luciendo sus trajes de baño de
caleçon
en tricot de llamativas rayas horizontales blancas y azules. Los organizadores del evento fueron comprobando que las medidas se ajustasen a las normas. Si las prendas eran demasiado cortas, podrían ser descalificados por quebrantar el reglamento del campeonato de saltos y, asimismo, por atentar contra los criterios del pudor.
Un caballero de mediana edad alzó su mano para saludar a la baronesa. Iba vestido con pantalón blanco y botines del mismo color, camisa azul de franela inglesa —con cuello de marinero y bocamangas de paño—, y un
canotier
con cinta negra.
—¡Francisco! —exclamó doña Carmen al reconocer a una de sus amistades entre los asistentes al evento.
Era don Francisco de Paula Romana Sauri, barón de Romana; título que le había concedido el rey Alfonso XIII en atención a sus méritos en la construcción del canal de la izquierda del Ebro y Riegos del Alto Aragón, el plan de mayor envergadura de toda Europa en materia de trasvase de aguas. Además, era doctor en Derecho.
—Mi querida Carmen… —Ceremonioso, se inclinó para besarle la mano—. Me alegro de haber coincidido contigo. Comenzaba a aburrirme.
—¿Y María del Pilar? ¿Cómo es que no te acompaña?
—No ha podido venir. Tenemos a la niña con fiebre —excusó el caballero de este modo la ausencia de su esposa—. Pero puede que esta noche acuda a su cita en el Parque Güell… siempre y cuando consiga convencer a mi hermana para que se quede con Luisita.
Acto seguido, el aristócrata de nuevo cuño saludó igualmente a la viuda de Macià, dedicándole unas gratas palabras que vinieron a elogiar su juventud, simpatía y belleza. Como sabía lo adulador que podía llegar a ser el primer barón de Romana, y con el fin de evitar una situación embarazosa, Dolores les presentó a su prometido y al jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid. Los caballeros estrecharon sus manos, saludándose con cortesía.
—Espero que su asistencia a este evento deportivo tan tradicional no esté relacionado con el trabajo que desempeñan como policías —indagó don Francisco, por si existía una razón oculta que justificase su presencia en el muelle portuario.
—Nada más lejos de nuestra intención —alegó Carbonell, en todo momento sonriente—. El domingo es día de asueto. Los agentes de la Ley, como cualquier hijo de vecino, también tenemos derecho a divertirnos.
—No sea usted quisquilloso, estimado amigo —intervino la baronesa, rabiándole por su ocurrente respuesta—. Debe de comprender que la mayor parte de los ciudadanos damos por hecho que la Policía trabaja las veinticuatro horas al día.
—Y lo hacemos —afirmó Fernández-Luna, participando de la conversación—. Siempre estamos de servicio, incluso en nuestro tiempo libre. Pero hoy es un día especial. —Clavó su mirada en Dolores, para luego revirar hacia Carbonell—. Hay un tiempo para amar, y otro para odiar… Hay un tiempo para la guerra, y otro para la paz.
Las mejillas de los enamorados se iluminaron de inmediato a causa del rubor.
—Eclesiastés. Capítulo tercero, versículo octavo —reflexionó en voz alta el aristócrata.
—Francisco, tú siempre tan leído y escribido —injirió doña Carmen, con el fin de dirimir la conversación.
En aquel mismo instante escucharon la voz de don Bernardo Picornell, impulsor del Club de Natación de Barcelona. Para hacerse oír, utilizaba un alargado megáfono. Uno a uno, fue enumerando los nombres de los atletas participantes y sus respectivas modalidades: salto sencillo, salto de ángel, salto de carpa y dos saltos libres a voluntad. Después pasó a detallar la concesión de los premios. El ganador de la prueba se adjudicaría el título de campeón, y sería galardonado con la Copa Folch y la medalla de Vermeill. Al segundo clasificado le sería entregada una medalla de plata y un objeto de arte de la firma Loverdos. El tercero recibiría una medalla de plata. Y a quienes quedasen en el cuarto y quinto puesto, sendas medallas de cobre en reconocimiento a sus méritos. Todo ello en un ambiente festivo y de cordialidad.
Mientras los competidores ejecutaban sus acrobáticos saltos con total destreza, Fernández-Luna aprovechó para hablar de política con doña Carmen y su amigo el barón, ya que su colega mantenía una apasionada charla con Dolores y parecía hallarse en otro mundo.
Con prudencia, pues ambos aristócratas eran de ideas conservadoras y, por lo tanto, defenderían férreamente la decisión tomada por el Gobierno de Maura años atrás, el madrileño abordó el cacareado asunto del reclutamiento de reservistas —la gran mayoría obreros— que fueron enviados a Marruecos con el fin de asegurar el control del Protectorado y defender los intereses económicos de las familias más poderosas y acaudaladas de España; uno de los detonantes de la denominada «Semana Trágica».
—Me imagino los angustiados rostros de las esposas y madres que despidieron a sus seres queridos hace siete años, en este mismo muelle, poco antes de que embarcasen en los navíos que habrían de conducirlos al norte de África… aquellos movilizados que no pudieron pagar los seis mil reales que se requerían para quedar excluidos de defender la patria. Debió de ser bastante dramático —se arriesgó a decir.
No pudo evitarlo: disfrutaba con la polémica.
—La auténtica tragedia fue el desastre del Barranco del Lobo —opinó don Francisco, llevando el asunto al terreno de lo personal—. Más de un centenar y medio de muertos, y seiscientos heridos, bastaron para que todos lamentásemos el coste humano que supuso aquella terrible batalla. En la emboscada falleció un gran amigo mío, el general de brigada Guillermo Pintos. —Torció el gesto, compungido—. Fue una gran pérdida.
—Tan grande como la que se vivió en los hogares más humildes cuando recibieron la noticia de la muerte del cabeza de familia, que en la mayoría de los casos era la única fuente de ingresos.
—Debe comprender, señor Luna, que en África murieron soldados de todas las clases sociales, incluidos oficiales de alto rango de nuestro glorioso Ejército —le recordó doña Carmen—. Sin ir más lejos, el esposo de nuestra amiga Dolores fue asesinado en Melilla por un salvaje de las tribus rifeñas, y ostentaba uno de los apellidos más ilustres de Barcelona.
—Es cierto que casi todos hemos lamentado la muerte de algún familiar o compañero en las distintas guerras coloniales que han convulsionado al país en las últimas décadas. —Fernández-Luna reaccionó con sensatez, dándoles la razón—. Ha sido una observación bastante desacertada por mi parte. Les ruego que acepten mis disculpas. —Se vio obligado a recular, aunque fuera por simple cortesía.
Aquella misma noche habría de compartir velada con ellos en el Parque Güell, por lo que no era prudente expresar la opinión que le merecían las familias acaudaladas que pagaron para que sus hijos quedasen exentos de hacer el Servicio Militar, sin importarles que otros, gente sin recursos, muriesen en su nombre. Podrían sentirse heridos en su amor propio. No quiso mencionar el hecho de que el segundo marqués de Comillas —financiero, industrial y hombre de negocios— se encargara personalmente de embarcar en los buques de su naviera a los obreros que trabajaban en las distintas fábricas de su propiedad, ofreciéndoles tabaco de Filipinas, escapularios y medallitas de la Virgen del Carmen mientras su esposa, doña María Gayón, y otras ilustres damas, entonaban salmos de gloria junto al sacerdote que bendecía a todos aquellos que iban directos al «matadero».
—Disculpas aceptadas —convino la baronesa, colgándose discretamente del brazo de Fernández-Luna—. Solo espero que no sea uno de esos demagogos
lerrouxistas
. La verdad… me defraudaría usted.
—Ese es un término demasiado catalán para alguien tan castizo como yo. —Le recordó su origen madrileño, y lo hizo con un ligero toque de ironía—. No soy republicano, si es eso lo que piensa, sino un liberal que no termina de encajar muy bien la política del conde de Romanones. Eso me convierte de facto en un hombre de ideas propias que… —Se detuvo al observar a un joven en compañía de dos mujeres, discretamente acicaladas, caminando por el Muelle de Cataluña; al otro lado del puerto, en la Dársena de la Industria. Creyó reconocerles, pero estaban demasiado lejos para distinguir bien sus rostros. Recordó, entonces, que la baronesa llevaba consigo unos binóculos—. Disculpe, doña Carmen… ¿Me los puede prestar un instante? —Dirigió su mirada a los anteojos.