Cesó la música de la orquestina y hubo un silencio de sepulcro. Atónitos, los espectadores exclamaron de asombro ante aquella aparición de naturaleza sobrenatural. La Mulata se volvió para ver qué ocurría a su espalda. Lanzó un agudo grito de sorpresa al encontrarse cara a cara con su antiguo amante. Retrocedió unos pasos, aterrorizada.
—¡Jesús bendito, es Topolev! —bramó el mallorquín, que lo reconoció de inmediato.
Se puso en pie impulsado por la necesidad de atraparle, al igual que su colega de Madrid. Sopló el silbato que llevaba guardado en el bolsillo de la chaqueta, alertando de este modo al resto de los policías que, camuflados entre los asistentes, vigilaban todas las puertas de entrada y salida del concurrido local.
—¡Rápido, que no escape! —gritó a su vez Fernández-Luna, dirigiéndose al inspector Pons y al comisario Salcedo.
Corrieron hacia el escenario, apartando bruscamente a los espectadores que se cruzaban en su camino. Para entonces, el ruso había desaparecido tras el telón.
—¿Se encuentra bien? —El madrileño, que iba en primer lugar, se detuvo un breve instante para interesarse por la
vedette
.
—¡Era él! ¡Ha venido a matarme! —gritó, llevada por la histeria.
—¡No pierda el tiempo! —lo exhortó Miguel, que se abalanzó a proteger a su hermana—. ¡Ya me encargo yo de María!
—¡Deprisa, Luna! —Carbonell, pistola en mano, lo cogió del brazo obligándole a caminar.
El aludido reaccionó de inmediato. Pero antes de marcharse, de soslayo, le pareció ver que la cubana se agachaba a recoger del suelo un trozo de tela oscura.
Salcedo, que se había colocado en cabeza, apartó el cortinaje que cerraba la embocadura del escenario. Se encontró con que un hombre yacía tirado en el suelo, cubriéndose el rostro con ambas manos. Sangraba de forma copiosa por la nariz. A su lado, de rodillas, una mujer intentaba frenar la hemorragia con un pañuelo. Eran los Llobregat, la pareja de transformistas.
Nada más ver a los policías, la mujer señaló el estrecho pasador de los actores que corría al otro lado del telón. Se le notaba nerviosa, fuera de sí.
—¡Se ha largado por allí! —los avisó con voz chillona—. ¡Ese malnacido le ha propinado un fuerte puñetazo a mi esposo cuando intentaba detenerle!
—¡Adelante! —Carbonell les hizo una señal a sus compañeros.
Olvidándose por completo de los artistas se lanzaron a la búsqueda de Topolev. Apenas si podían ver a través de la oscuridad, de ahí que tropezaran en un par de ocasiones con diversos útiles de escenografía. Aquello era un laberinto de entramado de cuerdas, bastidores, tramoyas y baterías de luces. A su paso por el corredor de los camerinos, las
vedettes
y cancionistas que iban de un lado a otro, a medio vestir, comenzaron a gritar. Creyendo que se trataba de una banda de pervertidos con ganas de divertirse, no dudaron en lanzarles sus zapatos de baile y otros objetos contundentes que encontraron a mano. A ninguna se le ocurrió pensar que pudieran ser agentes de Policía corriendo tras un criminal fugado de la cárcel de Barcelona.
Fernández-Luna intuyó de inmediato que algo no iba bien. Frente a ellos no había nadie, como creían. Era un simple efecto originado por la aparente magia del prestidigitador. Alguien había conseguido desviar su atención. Él y sus compañeros perseguían a un fantasma. Su sospecha se hizo realidad cuando llegaron a la puerta trasera del Alcázar Español. Estaba cerrada. Además, tenía el pasador echado.
—¡No es posible! —El comisario Salcedo se apoyó en la pared, jadeante.
—Debe de haberse escondido en alguno de los camerinos —fue la opinión de Carbonell, intentando justificar aquel misterio.
—Señor, no creo que esas histéricas lo hubiesen permitido —le recordó el inspector Pons, refiriéndose a las jóvenes que les habían increpado minutos antes.
Decidido, Fernández-Luna descorrió el cerrojo. La puerta se abrió con un chirrido a bisagras herrumbradas. Apostados en el callejón de atrás, bajo la luz de una farola, vio a dos agentes de Policía vestidos de uniforme.
—¿Han visto salir a un hombre? —inquirió, caminando hacia ellos.
—Señor, llevamos más de dos horas haciendo guardia —respondió el más fornido—. Puedo asegurarle que esa puerta no se ha abierto en toda la noche.
El madrileño se mordió los labios con impotencia, con rabia.
Se estaban burlando de ellos.
Dentro de la sala de máquinas hacía un calor insoportable, infernal, abrasador. Tiznado de arriba abajo de su cuerpo, Rogelio hundía la pala de hoja ancha en la montaña de carbón amontonada a su izquierda, para luego voltearla en el interior de la caldera con cuidado de no quemarse. Lenguas de fuego regurgitaban hacia fuera, obligándole a retroceder. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano. Necesitaba con urgencia que viniesen a relevarle. Llevaba demasiadas horas allá abajo, entre tubos hidráulicos y varillas de pistón. Estaba a un paso de asfixiarse debido a la falta de oxígeno. Apenas si podía insuflar de aire sus pulmones.
Se le escapó un suspiro de alivio cuando vio entrar a Bonaparte por la puerta del cuarto de la caldera. Aquel era el sobrenombre que recibía el capitán del vapor.
—El cliente nos ha exigido que paremos las máquinas. El barco ha de quedar al pairo —le dijo, en un rígido tono de voz—. Deja lo que estás haciendo y sube conmigo a cubierta. Te vendrá bien respirar un poco de aire fresco.
—Bien que se lo agradezco, señor. Ya no soportaba más el calor y el pestilente aroma que proviene de la sentina. —Rogelio exhaló una bocanada de aire, moviendo la cabeza de un lado hacia otro con gesto preocupado—. Otra cosa, capitán… no me gusta nada la idea de detenernos en alta mar. —Cerró la escotilla de la caldera ayudándose con el mango de madera de la pala—. En estas aguas merodean submarinos alemanes. Y el hecho de llevar a uno a bordo no me ofrece ninguna seguridad.
—No hay de qué preocuparse. España sigue siendo neutral.
—Pues parece ser que la Marina Imperial del Káiser no ha tomado nota de ello —se quejó el fogonero del barco—. ¿O es que ha olvidado lo que le ocurrió al mercante vasco
Bakio
, hundido con toda su tripulación cuando hacía un viaje de Sagunto a Newport? ¿Y qué hay del
Pagasarri
, torpedeado hace un mes por un submarino alemán a sesenta y cinco millas al sudoeste de Toulon, no muy lejos de aquí?
—No hace falta que me lo recuerdes —le reconvino, ajustándose la gorra—. Te advierto que no es la primera vez que atravesamos el golfo de León bordeando las costas francesas. Ya deberías saber que cuando realizamos la ruta hacia Marsella ponemos en juego nuestra seguridad.
El
Monserrat
era un barco de cabotaje a vapor matriculado en Barcelona, que había tenido que recurrir, en incontables ocasiones, al contrabando de tabaco, alumbre, azabache y manufacturas textiles, en especial las muselinas, obligado por la necesidad económica de su capitán y del resto de la tripulación. Por desgracia, no había otra forma más fácil de ganar dinero que infringiendo las leyes y arriesgando sus vidas.
—¿Sabe una cosa? —El encargado de mantener encendida la caldera se rascó la cabeza—. Ese tipo, August… no sé, me da mala espina. Ni siquiera ha querido decirnos el motivo de este viaje.
—Escucha, Rogelio… —Lo miró a los ojos, con determinación—. Tampoco a mí me atrae la idea de haber sobrepasado las tres millas del mar territorial, lo que significa que estamos fuera de la soberanía de nuestro país. Pero gracias a ese maldito alemán vamos a ganar en un par de días lo que en un mes. —Esbozó una sonrisa—. Piensa en el aguardiente que podrás beber cuando regresemos a Barcelona, y en las putas de Madame Petit que podrás follarte en cuanto te laves un poco. —Se echó a reír—. Vive mientras puedas. Ya sabes lo rigurosa y precaria que es la vida de un contrabandista. —Le hizo un gesto para que fuese tras él. Ambos subieron a cubierta por la zona de popa.
Después de rodear el puente de mando se encontraron con que el resto de la tripulación se había congregado en el combés. Permanecían atentos a la decisión que debía tomar el individuo que, apoyado en el pasamano de la amura de estribor, escrutaba con atención las oscuras aguas del Mediterráneo. Parecía esperar a alguien, tal vez un barco con bandera alemana. Esa fue la conclusión a la que llegaron los contrabandistas. No les importó mientras no fuesen atacados y el estipendio a recibir satisficiera sus expectativas. A los hombres de Bonaparte ni les interesaba la política ni la Gran Guerra que se libraba en Europa. Su lucha era darles de comer a sus hijos, costearse de vez en cuando una juerga en las tabernas cercanas al puerto y, sobre todo, seguir con vida.
Con paso firme, el capitán se acercó a August Hofer, el caballero que había pagado por llegar hasta allí. Se apoyó en la barandilla de estribor, junto a él. La mar permanecía en calma. Las estrellas resplandecían en la oscuridad de la noche. Todo estaba en silencio. Solo se escuchaba el chapoteo del agua golpeando suavemente contra la quilla y el ligero viento que provenía de poniente.
—Estamos al pairo, como ha ordenado —anunció Bonaparte en tono profesional.
—Bien… ahora solo nos queda esperar —fue la contestación del pasajero, para nada aclaratoria.
—La tripulación desea saber qué hacemos aquí.
—Eso es asunto mío. —Se volvió hacia el capitán—. Cuando convinimos el precio, ya le advertí que no habría de responder a ninguna de sus preguntas.
La frialdad en el trato de aquel hombre, de facciones rudas y frente ancha, llevó al marino al límite de su paciencia. Comenzaba a estar harto de él.
—Mis hombres andan nerviosos, y eso es malo para el negocio —insistió con terquedad—. Temen que puedan atacarnos algunas de las naves de guerra implicadas en el conflicto. Llevar bandera española no nos exime de ser torpedeados.
Hofer apenas si le prestó atención. Volvió a fijar su mirada en las tenebrosas aguas del golfo de León.
No habían transcurridos ni cinco segundos cuando divisó, a lo lejos, una fuerte agitación en mitad del mar. Un círculo de espuma blanca bullía a un centenar de metros del barco mercante.
—¡Allí! —exclamó el alemán, señalando hacia las oscuras aguas del Mediterráneo—. ¡Rápido! ¡Enciendan los focos!
Bonaparte le ordenó al piloto que subiese al puente de mando y conectara las luces de costado. El resto de los suboficiales y marineros se agruparon en el pasamano de estribor, atraídos por la curiosidad. Al distinguir la proa metálica, inquebrantable y distintiva de un U-boot alemán surgiendo de las profundidades del abismo, retrocedieron de inmediato. En la elevada torre de comando del sumergible, dotado con esquema de camuflaje, se distinguían los dos tubos cilíndricos de sus periscopios de ataque y observación, y un poco más hacia proa, sobre el casco exterior, los marinos mercantes pudieron ver la amenazadora silueta de un cañón de 88 mm que los apuntaba.
Algunos de los tripulantes, alentados por la sensatez, corrieron hacia el compartimento donde guardaban las pistolas y los fusiles de cerrojo Mauser. Necesitaban defenderse de un posible ataque alemán.
—¡Quietos! —gritó Hofer, indicándoles que no se movieran de donde estaban—. Si se muestran hostiles dispararán sobre nosotros.
—Pero, capitán… —El contramaestre le dirigió una mirada suplicante a Bonaparte, aguardando una respuesta que no llegó. Estaba aterrorizado.
—No hay nada que temer mientras yo permanezca en este barco. —Seguro de sus palabras, el alemán intentó tranquilizarlos—. Les aconsejo que no hagan nada que pueda enfurecerles.
Dicho esto, fue hacia el manguerote de ventilación situado en la popa. Junto a él, en el suelo, había un fanal apagado. Después de encenderlo lo alzó en alto moviéndolo de un lado hacia otro. De este modo señalizaba la posición del buque, y a un mismo tiempo confirmaba su presencia en cubierta.
Regresó a la zona de proa, donde le aguardaban Bonaparte y el resto de la tripulación.
—Capitán, ordene a sus hombres que boten una chalupa —indicó el pasajero con firmeza—. He de subir a ese sumergible.
August Hofer —director de Neufville y fabricante de maquinaria de artes gráficas afincado en Barcelona, además de fundador de una agencia de transmisión de noticias y comentarios periodísticos dedicada, entre otros asuntos, a informar al Abteilung III B—,
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bajó por la estrecha escotilla de la vela hasta el interior del ruidoso, abarrotado y maloliente submarino, cuya sala de control hedía a repollo rancio. Dentro le aguardaban el capitán y tres marineros con sus gorras distintivas de la Kaiserliche Marine, bien abrigados con gruesos sobretodos de cuero. Estos se apartaron para dejar paso al teniente coronel Walter Nicolai, jefe de división del Servicio de Inteligencia prusiano-alemán.
Después de estrechar sus manos, Nicolai lo invitó a pasar a través de una angosta abertura en el mamparo que conducía a un no menos constreñido camarote. Le indicó una banqueta metálica. Con dificultad, debido a la estrechez del compartimento, Hofer tomó asiento frente al hombre que había ido a buscar.
Este último inició la conversación.
—Todavía no comprendo por qué no ha utilizado el maletín de radiocomunicaciones que le proporcionó el barón de Otsman. —Se refería al cónsul de Alemania en Barcelona—. Hubiese sido más fácil, y menos imprudente, que aventurarse a venir hasta aquí. Los franceses tienen vigilada toda la costa.
—No podía arriesgarme a ser detenido por la Policía —arguyó el agente secreto con tapadera en la Ciudad Condal—. Se han denunciado varios casos de espionaje desde la entrada en vigor de la nueva ley en materia de comunicación radiotelegráfica. El Gobierno español ha prohibido la circulación de radiogramas cifrados en clave o lenguaje convenido destinado a buques de guerra y mercantes. Por otro lado, las antenas delatan la posición de quienes intentamos retransmitir de forma clandestina. —Le puso al corriente de la situación—. Como ya sabrá, esta reunión ha sido posible gracias a la intervención del embajador de Alemania en Madrid, el príncipe Max de Ratibor.
—El privilegio de ser un diplomático tiene sus ventajas, ¿no cree? —le dijo el militar, mostrándose ingenioso—. Y bien, ¿cuál es el mensaje? —apremió enseguida.
—El Gran Kaspar ha desaparecido —contestó el director de Neufville, después de una breve pausa—. Nadie sabe qué diablos ha sido de él.