Caminaba descalzo por los gélidos y tenebrosos corredores de la celular, escoltado por los servidores del demonio. Llevaba una vieja manta por encima de los hombros. Le habían quitado la camisa de fuerza, durante un tiempo, a fin de que tuviese libertad para mover las extremidades superiores. Ahora podía sentir de nuevo los brazos, así como rascarse las pústulas que se le habían formado en las axilas a causa del sudor y el roce de la tela, heridas que supuraban a diario desprendiendo cierto olor a podredumbre.
El tenue resplandor de una bombilla con cagadas de moscas, situada en el centro del panóptico, apenas iluminaba el pasamano de la quinta galería. A su derecha se alineaban las celdas. En su interior, los reclusos dormían el sueño de los condenados, ajenos a la transitoria libertad de aquel monstruo.
Pasos lentos. Corredores sin fin. Escaleras que subían y bajaban, que lo conducían a ese fantástico mundo forjado a su medida. Había dejado de ser un hombre para convertirse en una deidad sin entrañas. Sus dedos se movían con inquietud, ágiles y habilidosos; manos que suplicaban ejercer el oficio. Su lengua, ennegrecida por el pecado, se deslizó por el labio superior humedeciendo la piel agrietada y reseca de la boca. Estaba cerca, muy cerca. Tanto, que podía percibir el aroma de la sangre y la humedad que rezumaban las paredes.
No había marcha atrás.
Había llegado el momento de iniciar los preparativos para el festín de los dioses.
A falta de tres minutos para las diez de la noche, Fernández-Luna llegó a la esquina de la calle Unión con la Rambla del Centro. Le sorprendió ver a Carbonell en la puerta del Alcázar Español, aunque no tanto que este siguiese con la mirada a todas las jóvenes de figura estilizada y vaporosos vestidos que caminaban de un lado a otro de la avenida colgadas del brazo de sus respectivos galanes.
Lo que jamás llegó a sospechar es que su colega veía en todas ellas el beatífico rostro de Dolores Moncerdà.
—Has llegado antes de tiempo a la cita. ¿Tan deseoso estás de atrapar al ruso, o es que te han echado de la pensión donde vives? —le preguntó de forma ocurrente al acercarse a él.
El mallorquín respingó al escuchar su voz. No lo había visto venir. La gravedad de su gesto denotaba cierta preocupación.
—¡Ah!, eres tú… —Forzó una sonrisa, relegando al olvido sus pensamientos—. Como ves, hoy no te he hecho esperar.
—Un detalle por tu parte. —Al percibir en él síntomas de inquietud, hizo un esfuerzo por recobrar la seriedad. Su tocayo no parecía estar para bromas—. ¿Nervioso?
Carbonell asintió con la cabeza.
—No quiero que ese bastardo vuelva a burlarse de nosotros. Si esta noche hace acto de presencia en el Alcázar, tal y como pretende, hemos de atraparlo al precio que sea o acabaré el resto de mi vida escribiendo informes en el despacho más pequeño y oscuro de Jefatura.
—¿Y tus hombres? —Bajó el tono de voz cuando vio pasar junto a ellos a un viejo limpiabotas, ataviado con blusón de obrero y barretina catalana.
Con precaución, Carbonell echó un ligero vistazo a su alrededor. A esa hora de la noche la Rambla se mostraba palpitante de vida.
—Hay cerca de veinte policías vestidos de paisano camuflados de forma estratégica entre la gente, y otros diez más de uniforme. Tienen controladas todas las salidas del local, así como las calles de San Pablo y Conde del Asalto. —Sonrió satisfecho—. Esta vez no estaremos solos ahí dentro. —Miró de soslayo hacia la puerta de entrada al café—. Pons y Salcedo tienen mesa reservada cerca del escenario, igual que nosotros.
—¿Has hablado con la Duminy?
—No hace ni diez minutos. Ella y su hermano están en el camerino. Su actuación no comienza hasta las once. En todo caso, te advierto que andan igual de preocupados que nosotros.
—¿En serio lo crees?
—¡Que sí, Luna… que sí! —Le molestó que pusiera en duda su potencial intuitivo y detectivesco—. Si vieses a esos dos… ¡Están que se suben por las paredes!
—Puede que tengan otros motivos para estar inquietos.
A Carbonell no le apetecía discutir, por lo que cambió el tercio de la conversación.
—La joven de esta mañana, la que estuvo hablando con el sargento Jiménez, ya sé quién es, y también dónde podemos encontrarla.
Fernández-Luna le había rogado a su compañero que averiguase la identidad de la mujer de aspecto sudamericano con la que había coincidido en el mostrador de Jefatura mientras hablaba por teléfono.
—¿Y bien? —lo instó a que siguiera hablando.
—Se llama Luisa Rodrigo y se hospeda en el Hotel Condal. Nacida en Colombia. Ella y su amiga Conchita, conocida como la Criolla, viven juntas desde que llegaron a Barcelona. Esta última salió para Madrid hace diez días. Debía entrevistarse con el empresario del Teatro Romea. —Carbonell se detuvo un instante, pensativo—. Sin embargo, el señor Paredes asegura no tener noticia de dicha reunión. Es más, ni siquiera sabe quién es Conchita. Tampoco se ha registrado en ningún hotel. Se ha volatilizado.
—Mujer… sudamericana… desaparecida en extrañas circunstancias. —Meditó el madrileño en voz alta—. Debe de ser ella, la víctima de Topolev.
—Posiblemente. Pero hay algo que no entiendo, ¿qué relación existía entre esa mujer y el mago?
Al comprender que allí, plantados de pie frente a la puerta del
café-concert
, llamaban la atención de quienes paseaban por la Rambla, Fernández-Luna lo invitó a entrar en el local.
—Será mejor que hablemos dentro. —Miró de un lado a otro, con sigilo—. No sé por qué, pero tengo la impresión de que nos vigilan.
El jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona estuvo de acuerdo. Ambos cruzaron el vestíbulo camino del salón de baile. Tenían mesa reservada.
Las luces seguían encendidas cuando entraron en la sala rectangular del Alcázar Español. La mayor parte de los asistentes charlaban amigablemente sentados alrededor de las mesas. Otros lo hacían de pie, en mitad de la pista de baile, a la espera del inicio de la representación.
Debían de ser más de un centenar. Los hombres fumaban y bebían aguardiente mientras las mujeres intercambiaban chismes a espaldas de sus cónyuges y pretendidos. Ajenos al táctico despliegue policial que se estaba llevando a cabo dentro y fuera del
café-concert
, y también por las calles de alrededor, la alta burguesía barcelonesa se complacía con la noche más sicalíptica y desenfrenada. Su único aliciente consistía en disfrutar del espectáculo: la canción popular, la comedia y el baile.
Carbonell le hizo un gesto a su colega, indicándole la mesa que había reservado para aquella noche. Tomaron asiento sin más dilación. Sus miradas se entrecruzaron con las del inspector Pons y el comisario Salcedo, que permanecían sentados en el otro extremo de la sala. Tanto unos como otros tenían los ojos bien abiertos. Observaban detenidamente todo lo que sucedía a su alrededor, atentos a cualquier movimiento que resultase sospechoso.
Como aún faltaban unos minutos para que comenzara la función, Fernández-Luna creyó oportuno seguir hablando de la joven colombiana desaparecida —según su compañera de trabajo— después de que viajara a Madrid para entrevistarse con el dueño del Teatro Romea. Pero antes, alzó la mano diestra para llamar al camarero de turno.
Un joven de aspecto afeminado, con chaleco a rayas y un mandil blanco alrededor de su cintura, se les acercó amablemente con una modesta sonrisa dibujada en su rostro.
—¿Qué van a tomar los señores? —inquirió en tono servicial.
—Un coñac para mí —dijo Carbonell, sin prestarle demasiada atención al imberbe muchacho.
—Un
blanc cassis
, por favor —añadió el madrileño.
Cuando el camarero se hubo marchado, miró con discreción por encima de su hombro. Analizó en profundidad el comportamiento de los asistentes. Risas, pullas, requiebros, algazaras; diversión en general.
Todo estaba en orden. Nada extraño o sospechoso a la vista.
—Por la información que me has proporcionado antes, en la puerta, deduzco que ya has interrogado a esa joven. Me refiero a la colombiana que acudió a Jefatura para hablar con el sargento Jiménez.
Carbonell atendió las palabras de su compañero.
—No precisamente —le dijo en tono confidencial—. Joyita no estaba en el hotel. Pero he mantenido una agradable charla con el señor Buxó, dueño del cabaret donde actúa. Me ha puesto al corriente de todo, incluso de la inminente marcha a Madrid de sus dos mejores artistas. Lamenta mucho tener que desprenderse de ellas, pues al margen de las canciones propias de su país, ocurrentes y originales, la representación picantona que solían protagonizar sobre el escenario atraía de forma masiva a la clientela masculina, y también a cierto sector femenino. —Sonrió con malicia—. Me explico… Ambas mujeres, hasta hace bien poco, interpretaban un número lésbico henchido de erotismo y de una gran belleza poética.
—¿Quieres decir que son…?
—Eso mismo que estás pensando. Son amantes. —Giró el cuerpo hacia su colega—. Pero hay algo más, ambas venían manteniendo relaciones íntimas con un caballero de nombre Agamenón. Nadie sabe quién es dicho individuo, ni tampoco a qué se dedica. En realidad, su existencia es solo un rumor que corre entre las bailarinas y cancionistas que actúan en La Buena Sombra.
Un dueto de cómicos, los Burlandi, aparecieron de forma aparatosa en el escenario tras abrirse el telón. La representación prometía ser de lo más aburrida, por lo que siguieron hablando en voz baja.
—Mañana mismo hemos de interrogar a esa mujer —dijo Fernández-Luna—. La información que pueda facilitarnos con respecto a la desaparición de su amiga, y el vínculo que la une a ese enigmático caballero, puede ser de suma importancia.
—Ya lo había pensado. Pero te advierto que mañana es domingo. Hemos quedado con la baronesa y con Lolita. —Se vio en el compromiso de recordárselo—. Doña Carmen ha insistido en invitarnos al Campeonato de Saltos de España que organiza el Club de Natación en el muelle de Barcelona. Finalizado el evento iremos al Parque Güell, donde se celebrará una fiesta promovida por el alcalde de Barcelona y otros próceres de la ciudad, cuyo fin es recaudar fondos para las viudas e hijos de los oficiales caídos en combate en la maldita Guerra de Marruecos. Si no acudimos, Lolita podría sentirse decepcionada conmigo. Recuerda que su difunto esposo…
—Sí… sí. De acuerdo —atajó a regañadientes—. Pues entonces el lunes. No es cuestión de demorarlo.
Después de que los espectadores de la mesa de al lado, a la izquierda, les llamasen la atención chistándoles enérgicamente, los policías guardaron silencio. Por lo visto había quien disfrutaba con la patética representación de los cómicos.
Vieron pasar a Miguel Lorente, el hermano de la Mulata. Tras dirigirles un discreto saludo, el cubano fue a sentarse en una mesa vacía situada dos filas por detrás del inspector Pons y el comisario Salcedo.
La orquestina, con su estridente melodía, anunció el siguiente espectáculo. Era el turno de Fina y Wallis Marius —antes conocidas como las Mascottes—, quienes ya habían actuado esa misma primavera en el Teatro Benavente de Madrid con una gran atracción de estilo grecorromano. Representaban parte de la obra
Electra
, de Sófocles. Las actrices, que encarnaban los personajes de Clitemnestra y su hija, respectivamente, mantenían entre ambas un singular diálogo:
CLITEMNESTRA
: ¡Anda! Lo permito. Si siempre me hubieses dirigido palabras tales, jamás hubiera sido ofendida por mis respuestas.
ELECTRA
: Te hablo, pues. Dices que mataste a mi padre. ¿Qué se puede decir más afrentoso, tuviera él razón o sinrazón? Pero te diré que le mataste sin derecho alguno. El hombre inicuo con quien vives te persuadió e impulsó.
[4]
El tiempo transcurría con lentitud, de ahí que Fernández-Luna comenzara a aburrirse. En aquel momento no podía ni imaginarse que la dramática obra del poeta clásico griego habría de proporcionarle, en un futuro, una de las piezas que vendrían a completar aquel rompecabezas.
Finalizado el espectáculo, se sucedieron las actuaciones de la atractiva cancionista a transformación Pepita Capilla, y la del genial guitarrista flamenco Miquel Borrull, que entró en escena acompañado de dos bailadoras de gran prestigio: sus hijas Dolores y Julia; esta última había servido de modelo al pintor Julio Romero de Torres. Los ágiles dedos del tocador valenciano tejían en la guitarra falsetas, preludios y bordoneos que produjeron un gran entusiasmo y exaltación entre el público.
Y por fin, después de una larga hora de espera, le tocó el turno a la Mulata.
La orquesta entonó una musiquilla ligera y alegre, propia de los países latinoamericanos. Las luces principales se apagaron. Tan solo un pequeño foco iluminaba parcialmente la tarima.
María salió al escenario. El espléndido cuerpo de la cubana, apenas cubierto por una exigua pollera de color rojo y una camisa blanca de tul transparente, que dejaba entrever sus voluminosos pechos y sus erectos pezones, cimbreaba de forma provocativa y sensual mientras iba de un lado a otro del tablado moviendo su cintura al compás de la música. El carmín de los labios iluminaba todo el rostro, resaltando el color de su piel canela y sus enormes ojos negros. Los espectadores, enardecidos, jaleaban su presencia con vítores y aplausos.
Procurando no mostrar inquietud en público, la espectacular
vedette
forzó una amplia sonrisa. Con voz serena, comenzó a cantar un bolero del maestro Pepe Sánchez, titulado «Tristezas»:
Tristezas me dan tus quejas, mujer,
profundo dolor que dudes de mí,
no hay prueba de amor que deje entrever
cuánto sufro y padezco por ti.
La suerte es adversa conmigo,
no deja ensanchar mi pasión.
Un beso me diste un día,
lo guardo en mi corazón…
María se acercó al proscenio para estar más cerca del público. Detrás de ella, el color ébano del telón y la falta de luz originaban un vacío tenebroso. Y he aquí que sucedió algo inesperado. De entre la oscuridad, y a la escasa altura de unos 40 o 50 centímetros del suelo, comenzó a emerger el rostro de un hombre cuyos ojos eran dos ventanas ardientes que se abrían al infierno. Una aureola luminosa envolvía su cabeza, creando un efecto óptico de luces y sombras que escindían en dos la palidez de su rostro. A continuación surgieron los hombros, que fueron elevándose lentamente como si en realidad estuviera atravesando el entablado del escenario. Se fueron materializando el torso, los brazos y la cintura, hasta que poco a poco, de la nada, finalmente se mostró el resto del cuerpo.