Read El caso del mago ruso Online

Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (37 page)

BOOK: El caso del mago ruso
11.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Estuvo ojeando algunos de los modelos que acababan de llegar de París, los más novedosos y exclusivos del mercado. Le llamaron la atención unos guantes de color salmón fabricados con piel de cabritilla y pedrerías. Se los llevó a la nariz para oler su perfume. Según su experta opinión, el ligero toque a rosas era exquisito, perfecto. Había encontrado el regalo idóneo para Lolita.

Pagó las doce pesetas que marcaba el producto, sintiéndose satisfecho con su elección. Después de darle las gracias al dependiente salió del establecimiento llevando consigo la caja de guantes. La guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, ya que aún le quedaba por delante un largo día de trabajo. No regresaría a la casa de huéspedes, donde se alojaba, hasta bien entrada la noche.

Apenas había puesto sus pies en el portal de Can Damians, cuando escuchó una voz ronca a su derecha.

—Una limosna… por el amor de Dios.

Carbonell inclinó la
cabeza
hacia un lado, observando detenidamente al zarrapastroso mendigo que permanecía sentado en la acera con la espalda apoyada en la fachada de los almacenes. Iba afeitado, pero el tizne y la mugre que se esparcía por sus mejillas dificultaban la perspectiva general de su rostro. Sobre la cabeza llevaba puesto un sucio bombín, que parecía abollado a patadas. Un parche de cuero le cubría el ojo izquierdo, lo que le proporcionaba una apariencia cuando menos patibularia. Entre sus manos descansaba una botella de coñac. Era el mismo borracho que había visto, poco antes, al inicio de la calle Pelayo.

—Por favor… —gimió de nuevo aquel pordiosero—, una perra chica para poder comer.

Sintiendo lástima de él, Carbonell escarbó en los bolsillos del pantalón en busca de unas monedas, calderilla en suma. En total, le entregó veinticinco céntimos. Olvidándose de aquel apestoso sujeto, siguió caminando con el pensamiento puesto en llegar lo antes posible a Jefatura.

Fue a cruzar la calle, pero el indigente lo llamó de nuevo. En esta ocasión lo hizo de un modo sobrio, para mayor sorpresa del policía.

—¿Piensas irte sin mí, Carbonell?

El aludido se dio la vuelta, mirándolo con extrañeza. Era la primera vez que veía a aquel individuo. No lo conocía de nada. Y sin embargo, había escuchado antes, en algún otro lugar, esa entonación de voz tan ocurrente.

—¿Puedo saber quién es usted? —inquirió, receloso en grado sumo.

El hombre se puso en pie. Guardó la botella de coñac en el bolsillo del viejo y remendado abrigo que llevaba puesto.

—¡Bien! —Se acercó al policía—. Si no eres capaz de reconocerme, eso quiere decir que he hecho un buen trabajo.

Todavía perplejo, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona frunció la mirada con el propósito de analizar a fondo el semblante de aquel grotesco personaje que, poco a poco, a fuerza de observarlo, comenzaba a resultarle familiar.

—¿Luna? —preguntó, sin terminar de creérselo del todo—. ¿De verdad eres tú? —añadió, atónito.

Solo entonces descubrió que llevaba puesto el uniforme de marinero ruso bajo el largo sobretodo de color negro.

—Por supuesto que soy yo. ¿Cómo si no iba a saber tu apellido? —El madrileño le devolvió el real, colocándolo en su mano diestra.

—Pero… —titubeó Carbonell—, ¿se puede saber por qué vas vestido de ese modo? ¡Y para colmo, te has afeitado!

Fernández-Luna lo invitó a caminar. Permanecer de pie en la puerta de unos almacenes, cuando la gente no cesaba de entrar y salir, era una actitud poco aconsejable si querían llevar el asunto con discreción.

—El motivo de este súbito cambio responde a la necesidad de investigar allí donde no podemos llegar como policías —le fue explicando mientras se dirigían hacia la plaza de Cataluña—. La técnica del camuflaje suele dar muy buenos resultados, créeme… sobre todo para relacionarse con los criminales de los bajos fondos y el hampa.

Los transeúntes, a su paso, volvían la mirada por encima del hombro. Les sorprendía ver a un elegante caballero conversando con un haraposo vagabundo.

—He de admitir que me ha sido imposible reconocerte —le confesó—. Pero podías haber avisado, ¿no crees?

—¿Y echar a perder mi representación? —Soltó una carcajada.

—¿Quiere eso decir que vas a investigar por tu cuenta, sin mi ayuda? —Parecía decepcionado—. Ya te aviso, de antemano, que el señor Riquelme no va a permitir que yo actúe según tus reglas. No podré acompañarte así… disfrazado de mendigo. —Señaló con el mentón los astrosos ropajes de su compañero.

—Llevaremos juntos el caso según lo previsto, pero investigaremos por separado. Por lo pronto, necesito que averigües si Luisa Rodrigo ha regresado al Hotel Condal. Cuando la encuentres, si es que aparece, encárgate de buscarle otro alojamiento. Que dos policías la custodien veinticuatro horas al día. No podemos permitirnos el lujo de perderla. Es una testigo.

—¿Crees que corre peligro?

—Es posible. Ayer pude leer varios fragmentos de su Diario. —Como Carbonell no sabía nada al respecto, tuvo que ponerle al corriente—. Lo encontré en uno de los cajones de su escritorio.

—¿Averiguaste algo de interés?

—No demasiado… solo retazos íntimos de su vida. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que ni ella ni su amiga Conchita tienen algo que ver con el caso que nos ocupa. Su aparición en escena ha sido casual, pero a un mismo tiempo ha servido para desviar nuestra atención de forma transitoria. Solo son víctimas de un perturbado que se hace llamar Agamenón.

—Por lo que dices, deduzco que no es el verdadero nombre de ese tipo —arguyó Carbonell, arrugando la frente.

—En efecto. Esa fue a la conclusión que llegué anoche después de recordar un pequeño detalle. ¿Te acuerdas de la representación dramática que vimos en el Alcázar Español la noche que Topolev apareció en mitad del escenario, la que interpretaron aquellas dos actrices… las Mascottes?

—¡Cómo olvidarlo! —se echó a reír—. ¡Eran aburridísimas!

—Ello me hizo recordar la historia de Agamenón. —Se detuvo al llegar a la arboleda de la plaza de Cataluña—. Agamenón fue el rey de Argos, y abandonó a su familia para luchar contra la ciudad de Troya junto a los aqueos. Tuvo varios hijos de su esposa Clitemnestra. Pero los clásicos griegos, como Sófocles y Esquilo, sentían cierta simpatía por Electra y Orestes, a los que ensalzaron en sus obras literarias como dos hermanos unidos por la tragedia. —El madrileño esperaba que su compañero lograse comprender lo que intentaba decirle. Al no ser así, le proporcionó una ligera pista—. Creo que ese tipo adoptó el sobrenombre de Agamenón en honor a sus hijos, o por lo menos llevado por su recuerdo. Un simple juego, en suma, para ocultar su verdadera identidad.

Carbonell se quedó boquiabierto.

—Pero, ¿de qué diablos estás hablando?

—Ya te lo expliqué ayer —le recordó el otro—. Nos enfrentamos a dos casos diferentes, pero en realidad unidos por un pacto de sangre.

—¿Me he perdido algo? —insistió, un tanto molesto. Su colega parecía saberlo todo, pero no era capaz de compartir la información.

—Carbonell, no te lo tomes a mal… pero a veces el amor nos ciega tanto que no vemos lo que se muestra ante nuestros ojos.

El aludido asintió con un perspicaz gruñido.

—Reconozco que últimamente no le he prestado demasiada atención al asunto —admitió de mala gana, al cabo de una breve pausa—. Pero ha sido porque tenía la seguridad de que tú estabas ahí… que la investigación seguía adelante.

—Por eso debes confiar en mí. Lo sabrás todo a su tiempo.

—Te gusta mantener el misterio hasta el final, ¿no es cierto?

—Es más excitante —respondió Fernández-Luna con ironía. Alzó la mirada para comprobar la posición del sol—. Bueno, ya es hora de que nos pongamos a trabajar. Acércate al Hotel Condal en cuanto te sea posible, a ver qué te dicen de Luisa.

—¿Y si no ha vuelto todavía?

—Entonces no hace falta que te preocupes más por ella. Habrá desaparecido para siempre, como su amiga Conchita.

—Comprendo…

—Pero antes de ir a buscarla, necesito que me hagas otro favor. Quiero que te pongas en contacto con Honorato Pellicer, el oficial de prisiones de la Modelo y jefe de los guardianes, y también con Torrench… el vigilante que se quedó dormido la noche de autos. Diles que se presenten esta tarde a las seis en Jefatura. Pero cítales para venir por separado. Ese detalle es muy importante, recuérdalo —insistió—. Yo iré en cuanto me sea posible.

—La cocaína fue expedida a un funcionario de la cárcel. ¿Crees que Agamenón pueda ser uno de ellos?

—Existe una posibilidad. Pero mi intención no es interrogarlos, sino pedirles ayuda.

—¿Vas a confiar en esa gente?

—No tengo otra opción. Necesitaré que alguien me eche una mano cuando esté dentro de la penitenciaría.

—Ya… —Mientras se acariciaba la barbilla, Carbonell meditó unos segundos—. ¿Qué harás ahora?

—Antes de sumergirme definitivamente en los bajos fondos del quinto distrito, he de regresar al hotel para cambiarme de ropa. —Le echó un ligero vistazo a su indumentaria—. Esto solo ha sido un ensayo para ver si eras capaz de reconocerme —matizó—. Una vez aseado, iré a hacerle una visita al embajador de los Estados Unidos de América en Barcelona.

—¿Me vas a explicar el motivo? —quiso saber, perplejo una vez más.

—He de entrevistarme con él porque la raíz de este asunto tiene su origen en una ciudad de su país. —Apenas había terminado de hablar cuando, sin tan siquiera despedirse, le dio la espalda a su compañero y fue directo hacia el Hotel Colón. Fingiendo una leve renquera en su pie izquierdo, el supuesto mendigo sacó la botella de coñac del bolsillo de su abrigo y tras quitarle el tapón con la boca bebió un largo trago.

Carbonell lo vio entremezclarse con el resto de la gente, tambaleándose de un lado hacia otro.

—¡Maldito diablo! —murmuró, sintiendo hacia él una profunda admiración.

Jamás había conocido a un policía de la talla de aquel hombre.

—Quiero que esta tarde te encargues de alquilar un carro de transporte y carga —dijo María—. No voy a esperar a mañana para trasladar mis baúles y maletines al barco. Ya he liquidado la cuenta con el propietario del hotel. Le he dicho que regresamos a Estados Unidos por motivos de trabajo… por si a la Policía se le ocurre husmear.

Ella y su hermano dejaron atrás la calle Cristina, adentrándose en las inmediaciones del puerto. A su alrededor, los obreros ataviados con blusones, esparteñas y barretinas se cruzaban con los burgueses que presumían de sus elegancias.

—¿Sabes? He estado pensando en nuestra misión. —Miguel llevó su mirada hacia lo lejos, allá donde podían verse anclados, en el Muelle de España, una hilera de navíos de distinto tonelaje de registro bruto—. Creo que no es necesario que Natasha me acompañe al teatro. No tiene por qué exponer su vida. —Alteró la dócil expresión de su rostro—. Llegado el momento de huir, los espectadores se levantarán de sus asientos impelidos por el temor a recibir un disparo. Se desatará el caos. Apenas tendré tiempo para escapar. No podré estar pendiente de ella… ni tampoco de ti.

—Ni es asunto tuyo cometer semejante estupidez —replicó la Mulata, perdiendo la paciencia—. Te recuerdo que Natasha asumió desde un principio cualquier riesgo que pudiera derivarse de nuestro trabajo. Si estamos aquí, en Barcelona, fue porque tu amiguita tiene las ideas muy claras y aceptó las condiciones de Galleani… no lo olvides. —Ladeó el rostro, mirándolo a los ojos—. En cuanto a mí, no debes preocuparte. Saldré por la parte de atrás del teatro aprovechando la confusión. Nos reuniremos en un lugar seguro, que para entonces ya habremos fijado previamente.

—No será tan sencillo como piensas. Tendremos a la Ojrana buscándonos por toda la ciudad, casa por casa. Ahí es donde falla nuestro plan. —Hizo hincapié en ese aspecto—. Topolev nos prometió que sus amigos bolcheviques se encargarían de sacarnos de Petrogrado después de que acabásemos con la vida del zar. Pero el maldito mago resultó ser un espía alemán. Y para colmo, te acostabas con él —le reprochó con marcada acritud.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —preguntó María con cierto envanecimiento—. Era un tipo muy atractivo, además de generoso.

—Deberías comportarte de un modo menos libertino, aunque solo fuese por dignidad.

Ella se echó a reír.

—¿Qué te ocurre, querido? —Se detuvo para acariciarle el mentón—. ¿Tienes celos de los hombres que fornican con tu hermana? ¿Es eso? —Miguel desvió la mirada, cohibido—. Creo que deberías relacionarte más con otras mujeres, en vez de ir siempre detrás de mis pasos como un perrillo faldero. —Bajó el tono de su voz—. A veces, pienso que sientes por mí algo más que amor fraterno.

Ofendido por el cinismo y la vulgaridad que se desprendían de las palabras de María, el cubano se apartó de ella movido por el impulso de estar a solas. Dándole la espalda, caminó hacia la plaza de Antonio López.

—¡Que no se te olvide acudir al hotel a las siete! —le gritó la
vedette
, haciendo caso omiso de su enfado—. ¡Ya sabes que cuento con tu ayuda!

Miguel caminaba a zancadas. Necesitaba alejarse de allí. No tenía otra idea en su mente que dejar atrás la desfachatez de María, aquella desvergüenza que tanto le escandalizaba y ese modo cruel de burlarse de sus sentimientos. Comenzaba a estar harto de su hermana y su afán de protagonismo. Ella era la artista, la diva, la amante perfecta. Él, en cambio, solo era el mozo que le llevaba las maletas y las cuentas. El chico de los recados.

Se detuvo al llegar al inicio de la plaza, frente al Palacio de Comunicaciones. Sacó su pitillera de plata del bolsillo interior de la chaqueta. Encendió un cigarrillo. Después de darle una fuerte calada, exhaló el humo por los orificios nasales. Estaba nervioso. Le temblaba el pulso.

Pensó en su hermana, en lo precoz que había sido siempre de niña y en su fijación por los hombres. Entristecido por esta idea, recordó lo que creía haber olvidado para siempre…

—No te preocupes, Miguelito… solo es un juego —le dijo en un susurro.

No; él sabía muy bien que «aquello» no era un juego. Lo supo en el instante que sintió el cuerpo desnudo de María introduciéndose en su cama. En un principio se opuso, avergonzado. Pero ella se movió con rapidez y antes de que pudiera reaccionar había atrapado su sexo con ambas manos. Para su sorpresa, comenzó a masturbarlo lentamente mientras le acariciaba el cabello y besaba sus labios. Apenas tuvo tiempo de recriminar su actitud: eyaculó de forma precoz a los pocos segundos. Miguel ocultó su rostro en la almohada, rompiendo a llorar. Jamás se había sentido tan avergonzado.

—¿Por qué te pones así, hermanito? No hay nada de malo en acariciarse.

Contrariamente, María se echó a reír.

Aquella fue la primera experiencia sexual de ambos. Apenas tenían catorce años de edad.

BOOK: El caso del mago ruso
11.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Love Songs by Bernadette Marie
Wake by Lisa McMann
Just a Fan by Austen, Emily, Elle, Leen
Dead Man's Secret by Simon Beaufort
Spitfire (Puffin Cove) by Doolin, Carla
Robinson Crusoe by Daniel Defoe
Paris or Bust!: Romancing Roxanne?\Daddy Come Lately\Love Is in the Air by Kate Hoffmann, Jacqueline Diamond, Jill Shalvis
The Sinner by C.J. Archer
You Only Get So Much by Dan Kolbet