A esas horas de la noche, los bohemios se reunían alrededor de las mesas e intercambiaban información relacionada con sus respectivas modalidades artísticas. No solo era lugar de cita de pintores, también de escritores, poetas y escultores, incluso de actores de teatro y del pujante cinematógrafo. Las tertulias, por regla general, finalizaban con la llegada del amanecer. Los parroquianos, animados por el alcohol, abandonaban el lugar vociferando parrafadas incoherentes de índole filosófico o revolucionario, para desgracia de los vecinos.
Se acomodaron en una mesa vacía, lo más lejos posible de los demás clientes. Después de levantar la trampilla de madera que había al final de la barra, el camarero se acercó a ellos surcando la nube de humo gris que flotaba en el ambiente. Todos pidieron café.
Cuando tuvieron ante ellos las humeantes tazas, Fernández-Luna decidió que había llegado la hora de conocer un poco más el mundo de la magia.
—He de admitir que no creo en el destino, pero esta noche los hados se han confabulado para favorecerme. —Rio de su propia ocurrencia—. Lo cierto es que ha sido una suerte conocerles, aunque haya sido en unas circunstancias tan patéticas.
—Dígame, señor Luna. —Beltrán lo miró con curiosidad, dejando su taza sobre la mesa—. ¿Cuál es el motivo de esta reunión? ¿Tal vez desea preguntarle al señor Houdini por alguno de sus trucos?
—Nada más lejos de mi intención. Eso, además, sería un atrevimiento… una descortesía por mi parte. —Midió sus palabras al hablar. No quería provocar en ellos una expectación innecesaria, ni una impresión equivocada de su verdadero propósito—. Lo único que pretendo es que me ayude a resolver el caso que estoy investigando. Entra dentro de sus posibilidades, pues el eje central del asunto está íntimamente relacionado con la prestidigitación.
—¿Podría concretar?
El jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid asintió con la cabeza.
—Otro ilusionista, el Gran Kaspar, fue detenido por asesinato hace una semana. Acabó con sus huesos en la cárcel Modelo. Sin embargo, desapareció de la celular la misma noche de su ingreso, como por ensalmo. —Al percibir cierto interés en sus interlocutores, se aprestó a contarles toda la historia—: Creo, señores, que será mejor que comience desde el principio…
Con todo lujo de detalles, Fernández-Luna les fue poniendo al corriente del caso. Les habló de los hermanos Duminy, de su relación con el mago ruso, de la denuncia que le interpuso María, la Mulata, al descubrir que este le había robado una pulsera de brillantes, y por supuesto, también del macabro descubrimiento efectuado tras el rutinario registro de la habitación del hotel y del atentado que sufrió la
vedette
cuando actuaba en el Alcázar Español. Para que ellos mismos pudieran hacerse una idea de lo ocurrido, les explicó que ambos hermanos estaban vinculados a una prostituta y a un marino, los dos de nacionalidad rusa, por algún extraño motivo que aún no alcanzaba a entender.
En definitiva, les hizo una exposición clara y concisa de los hechos, e incluso de sus propias deducciones. Eso sí, obvió los detalles relacionados con el espionaje de la Gran Guerra.
Pero había otro asunto del que quería hablarles, y era el de la súbita y extraña aparición del Gran Kaspar en el
café-concert
. Como ilusionista que era, Houdini debía conocer aquel truco. Fernández-Luna esperaba que pudiese ayudarle a desentrañar el enigma.
—Señor Houdini… —echó hacia delante su cuerpo, dirigiéndose al prestidigitador—, ese hombre, Igor Topolev, surgió de la nada delante de un centenar de testigos mientras la Mulata llevaba a cabo su actuación. Vimos emerger su cabeza a unos cuarenta centímetros del suelo. Su rostro resplandecía en la oscuridad, como un espectro. A continuación, el cuerpo fue apareciendo de la nada, elevándose lentamente hasta que se le pudo ver por completo. El efecto que nos produjo a quienes presenciamos aquel prodigio fue que había atravesado el entablado del suelo. Desgraciadamente, antes de que pudiésemos echarle el guante se nos escapó, valga la expresión, como por arte de magia. —Lo retó con su penetrante mirada—. ¿Había oído hablar antes de ese truco?
Girándose hacia Houdini, Beltrán le fue traduciendo cada una de las palabras del policía. El ilusionista guardó silencio durante unos segundos. Permaneció impasible, sin tan siquiera pestañear.
—
Of course… I know
—contestó. Luego, volvió a repetir en español—: Por supuesto que lo conozco. Es
La Linterna de los Espectros
.
—Por favor, hábleme de ello —le rogó.
—
La Linterna de los Espectros
es uno de los mejores trucos de Chung Ling Soo, un prestidigitador de Brooklyn que se hace pasar por chino —comenzó diciendo el genial escapista; por supuesto, en inglés. Beltrán hizo de intérprete—. Conocí a Soo en Londres, en el invierno de mil novecientos cinco. Él y otro mago rival se habían dado cita en The Weekly Dispatch para ver quién de los dos era capaz de superar al otro. Aquello fue un auténtico duelo de prestidigitación. Yo estaba entre los espectadores. —Sonrió con cierta nostalgia al evocar la escena—. Fui a verle tras la función. Se sorprendió mucho cuando le detallé ciertos pormenores relacionados con su número de magia… que al día de hoy sigue siendo un misterio.
—¿Podría compartir conmigo esa información? —insistió el policía, que aguardaba de manera expectante una respuesta lógica a lo ocurrido en el Alcázar Español.
—Sepa usted que los magos jamás solemos revelar nuestros trucos —los ojos del prestidigitador brillaron al igual que estrellas en la noche—, pero como este en concreto no es mío, haré una excepción con usted.
Y he aquí que Harry Houdini, el mayor ilusionista de la Historia, se dispuso a desvelarle al jefe de la BIC en la capital de España uno de los misterios más impenetrables de la magia.
Sentada frente a la mesa, con un vaso de vino en la mano e intentando zurcir los remiendos de un alma descosida, Natasha observaba el gesto disfrazado, casi teatral, de las demás mujeres que se prostituían en el café a cambio de unas pocas pesetas. Eran grandes actrices, consumadas maestras de la hipocresía. No les importaba fingir un orgasmo en la cama si había dinero de por medio, y mucho menos ponderar el tamaño del miembro viril de turno para elevar el ego de los clientes, aunque este resultase ridículo. Al margen de venderles una quimera de sentimientos, les ofrecían, a los hombres, todo aquello que demandaban; incluso amor.
Esa era la grandeza de su inmemorial oficio, que eran esposas y amantes a un mismo tiempo. Nadie mejor que ellas vislumbraba la intemperancia, pero también la soledad, que se escondía en el corazón de quienes solicitaban sus favores.
Asaltada por la nostalgia, Natasha se asomó al interior de su vaso. Reflejado en el vino pudo ver su propio rostro: su peor enemigo. Cerrando los ojos para no llorar, evocó la imagen de sus padres y la de su hermano Serguéi, a los que perdió para siempre aquel Domingo Sangriento del año 1905…
Siente en los pies el gélido contacto de la nieve, que se va apelmazando en sus zapatos mientras avanza por las calles de San Petersburgo en compañía de su familia. No están solos. Les rodea una muchedumbre sin fin de personas oprimidas e insatisfechas. Caminan tuteladas por el padre Gapón, un sacerdote ortodoxo que colabora con los socialistas más radicales, defendiendo la abolición de la autocracia del zar. Doscientos mil obreros, llegados de todas las zonas rurales del país, han irrumpido en la capital portando consigo iconos religiosos e imágenes de Nicolás II; siempre de forma respetuosa. La manifestación es pacífica. No es un levantamiento en contra del régimen despótico, sino un grito de socorro: la firme voluntad de exponer sus protestas ante el zar, para que este encuentre soluciones que palien la pobreza en la que se ven sumidos por culpa de los férreos impuestos, las malas cosechas y las consecuencias de la desastrosa guerra con Japón. Solo pretenden que se les escuche. Ahora, más que nunca, necesitan ayuda. Las familias pasan hambre. Los niños y ancianos mueren de inanición. Natasha lo sabe. Ella misma lleva varios días sin comer.
La mañana es fría y gris, pero el calor que desprende el denuedo de los manifestantes templa su espíritu y lo imbuye de un tibio calor. Natasha oye las voces de quienes demandan un trabajo menos esclavizado y un trato más humano. Comprende su situación. Han sufrido con entereza la miseria, la esclavitud y la tiranía. Pero se les ha acabado la paciencia. Muchos de ellos prefieren morir a seguir soportando la humillación y el feudalismo. No tienen otra salida que solicitar la clemencia del zar o plantarle cara a la intolerancia.
A pesar de la fragilidad que circunda su espíritu adolescente, Natasha se siente segura. Está con sus padres y hermano. Nada malo ha de ocurrirle. Nadie puede vencerles, ni hacerles retroceder. Forman parte de un ejército de indeleble optimismo que avanza de forma inexorable hacia la residencia principal del soberano. Esta vez tendrán que escucharles.
Se han detenido frente a la fachada del imponente Palacio de Invierno. La Guardia Imperial, como medida de precaución, se ha desplegado a lo largo de toda la avenida siguiendo las órdenes del príncipe Mirski. Van armados de fusiles y llevan las bayonetas caladas. Les instan a que se vayan, pero los manifestantes no están dispuestos a dejarse intimidar. Persisten las voces de descontento. Exigen la inmediata presencia del zar. Desean hablar directamente con él.
Algo no marcha bien. Natasha lo ve reflejado en el gesto de su padre, en la inquietud que se desprende de aquella mirada recelosa henchida de dramatismo. Él y Serguéi intercambian unas palabras en voz queda. Miran en derredor suyo. Acaban de descubrir que están en primera línea, por lo que buscan un hueco entre la muchedumbre con el fin de retroceder. Creen que es más prudente parapetarse tras el escudo humano que se extiende hasta el río Neva. Existe la posibilidad de que los soldados abran fuego sobre ellos. Katrina, su madre, la coge por los hombros y la estrecha contra su regazo. Trata de protegerla.
Un grupo de hombres se desmarca del resto y avanza hacia los soldados, profiriendo consignas en contra del régimen absolutista de los Romanov. Se escuchan las primeras detonaciones de los fusiles de cerrojo. La gente comienza a agitarse. Corren de un lado a otro de forma caótica, espoleados por el pánico.
Una repentina explosión de sangre salpica el rostro de Natasha. Aterrada, mira hacia su derecha y descubre que su hermano tiene un agujero del tamaño de un rublo en mitad de la mejilla. Serguéi pone los ojos en blanco. El proyectil le ha atravesado el rostro. Su cuerpo se desmorona y acaba en el suelo. Cuando Katrina acude en ayuda de su hijo, rota de dolor, una bala perdida le entra por el costado izquierdo, acabando al instante con su vida. Su padre tira con fuerza de Natasha, tratando de huir, pero desgraciadamente es alcanzado en el cráneo. Suelta la mano de su hija. Cae a plomo sobre la nieve. Un líquido oscuro y viscoso brota de su cabeza, dibujando un círculo a su alrededor.
Todo ha sucedido demasiado deprisa. Su familia yace muerta a sus pies. A Natasha le tiembla todo el cuerpo. No puede moverse debido al dolor que siente en ese momento. Ni siquiera le importa que la marea humana, enloquecida, pueda arrollarla a su paso.
Los disparos se suceden sin tregua por parte de la Guardia Imperial. Los pacíficos manifestantes sienten en sus carnes la mordida de las balas. Centenares de personas van cayendo como títeres a los que se les hubiese cortado las cuerdas. Un campesino la sacude por los hombros y Natasha reacciona. El hombre la apremia para que huya cuanto antes. Señala a un grupo de cosacos a caballos que carga contra la multitud, sable en mano. Pronto caerán sobre ellos. Deben escapar. Salvar sus vidas.
Natasha corre enloquecida en dirección al río Neva, como el resto de la muchedumbre. Solo piensa en huir… huir… huir…
—Hola, Natasha. ¿Puedo sentarme?
Cuando la rusa levantó la mirada del fondo del vaso, lo último que esperaba era encontrarse con el rostro de Miguel Lorente. Desconcertada, parpadeó varias veces antes de comprender lo que estaba ocurriendo.
—¿Estás loco? —lo recriminó con nervio, pero bajando el tono de su voz—. ¡Si viene la Policía y nos ve juntos podrían sospechar! ¡Lo vas a echar todo a perder! —Miró hacia la puerta, donde descubrió a Torcido sentado en su pequeña silla de madera—. Deberías marcharte ahora mismo.
—No hasta que hable contigo —el cubano tomó asiento, haciendo caso omiso de sus protestas. Dejó el sombrero junto al vaso de vino.
—¿Tan importante es lo que tienes que decirme que no puede esperar al miércoles? —lo espetó ella, con marcada acritud.
Un borracho tropezó con la mesa. Irguiendo su cuerpo, se disculpó educadamente para luego marcharse canturreando la cancioncilla que interpretaba la orquestina. El mulato lo siguió con la mirada durante unos segundos. Cuando lo vio desaparecer entre la clientela y el humo que fluctuaba en el salón de baile, respondió la pregunta de su cómplice.
—Según se interprete —le dijo con calma—. Para ti no es nada nuevo, ya que forma parte de la práctica de tu oficio. Sin embargo, para mí… —Se sonrojó, azorado. No sabía cómo decírselo—. Disculpa… Es que me cuesta trabajo expresar mis sentimientos.
Natasha andaba perdida. No tenía ni idea de cuál era el verdadero propósito de aquella temeraria visita.
—Di lo que tengas que decirme y regresa de nuevo con tu hermana. Lo que nos llevamos entre manos no es ningún juego.
Estaba nerviosa. No cesaba de mirar en derredor suyo, temiendo que de un momento a otro apareciese la pareja de policías que la habían interrogado días atrás. La presencia de Miguel en La Suerte Loca podría ponerla en un aprieto. Ella misma había negado conocerle.
—He venido como cliente. —Sus palabras sonaron firmes, a pesar de que le temblaban las manos—. Deseo estar contigo esta noche… a cualquier precio. No quiero morir sin antes haber hecho el amor contigo. Por si no te has dado cuenta, mis sentimientos hacia ti van más allá de la amistad.
Natasha frunció el ceño. Aquella inesperada declaración la cogió de sorpresa por imprevisible y ridícula. Jamás hubiese esperado tal afectividad por parte de Miguel. Siempre lo había visto como un socio, un cómplice, la persona a quien debía acompañar al Teatro de Drama Musical de Petrogrado para no levantar las sospechas de la Ojrana,
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pero nunca como un hombre capaz de seducirla. Ambos tenían que cumplir una misión. No les estaba permitido exteriorizar sus sentimientos, y mucho menos amarse.