Se volvió al sentir la presencia del contramaestre.
—¿Iniciamos maniobras? —le preguntó en tono rutinario.
Dimitri asintió con la cabeza.
—Les he transmitido las órdenes a la tripulación. Se disponen a soltar amarras y a desplegar gavias, velachos y juanetes.
—¿Y las velas mayor y trinquete? —se interesó Vorobiov.
—Cuando lleguen nuestros invitados. Por lo demás, está todo listo para zarpar.
El capitán se volvió para comprobar por sí mismo la labor que realizaba la tripulación. Un grumete subía en ese instante por el flechaste para desatar los tomadores que aseguraban las velas cuadras a la verga. Poco después, halaba las escotas y soltaba los palanquines, apagapenoles y brioles, para poder cazar la vela hacia la siguiente verga más baja.
Vorobiov volvió a encarar a su contramaestre.
—Deberían estar aquí, ¿no crees? —inquirió, preocupado.
Dimitri alzó la mirada al cielo. Cubriéndose los ojos con la mano a modo de visera, pudo ver una esfera desvaída a través de la fina capa de niebla. El sol estaba en su cénit.
—Sí, ya es mediodía —dijo quedamente, rascándose la barba—. Descuida. Vendrán de un momento a otro.
—Más les vale. De lo contrario zarparemos sin ellos. ¿Me has oído?
Dimitri ladeó la cabeza, observando por encima del hombro del capitán. En su rostro se dibujó una mueca de sorpresa, y también de satisfacción.
—Tranquilo, los hermanos Duminy acaban de llegar.
Vorobiov giró el cuerpo. Vio a la pareja de cubanos paseando plácidamente por el muelle, sin prisas, cogidos del brazo. María iba acicalada de forma discreta, con un vestido de gasa rayada de color trigo, chaleco adornado con laboriosos encajes, batelera de paja con una cinta rosada a su alrededor y una
renardina
con cuello
rasé
sobre los hombros. En cuanto a Miguel, parecía sentir cierta predilección por la moda colonial: vestía de riguroso blanco.
—Ya solo falta que se presenten Natasha y su amigo Héctor —continuó diciendo Dimitri.
—De acuerdo. —Vorobiov apoyó su mano en el hombro del contramaestre—. Encárgate tú de ellos. En cuanto estén todos en cubierta podremos zarpar. Pero antes, haz que los grumetes comprueben los cabilleros de proa y popa, y que cierren las puertas estancas.
Desentendiéndose del asunto de los cubanos, puesto que no hablaba español y le iba a ser imposible comunicarse con ellos, el capitán se dispuso a cumplir con sus responsabilidades en el puente de mando. Debía organizar la maniobra antes de abandonar el muelle.
Dimitri fue a recibir a los nuevos pasajeros del
Austrum
, que ya comenzaban a ascender por la pasarela de embarque.
—Celebro que hayan sido puntuales. —Para equilibrar el cuerpo, se aferró a las jarcias anudadas a la mesa de cabillas de estribor—. Estamos a punto de zarpar.
—¿Pensaban marcharse sin nosotros? —María, que fue la primera en subir a bordo, formuló su pregunta con cierto recelo.
—Solo si no se hubiesen presentado a la hora acordada —fue la áspera respuesta del ruso.
Miguel anduvo unos pasos por la cubierta, observando atentamente las maniobras de unos marinos que actuaban según las directrices de los suboficiales.
—¿Y Natasha? —preguntó al cabo de un silencio—. ¿No ha llegado todavía?
—Creí que vendrían juntos —repuso fríamente el contramaestre.
—Acordamos con ella vernos aquí.
—Eres un impaciente, hermanito. Seguro que viene enseguida. Habrá ido en busca de ese amigo suyo… Héctor. —María le dirigió una sonrisa un tanto solapada—. Espero que puedas soportar su presencia. Te advierto que el trayecto va a ser largo. —Dicho esto, se echó a reír.
A Miguel le hubiese gustado mandarla al diablo, pero se contuvo, como siempre solía hacer. Comenzaba a estar harto del incisivo carácter de su hermana. Resultaba insoportable.
—Puede que te sorprenda lo que voy a decirte, pero te aseguro que ese hombre llegará tarde a su cita —afirmó, con cinismo.
Ella lo miró sorprendida, enarcando una ceja. Conocía bien a su hermano. Miguel no era de los que se aventuraban a presuponer sin un buen motivo. Entonces, ¿a qué venían aquellas palabras?
—Si es así como dices, nos marcharemos sin él —terció Dimitri, mediando en la conversación de los hermanos—. Vamos a zarpar en unos minutos… vengan o no Natasha y su amigo.
María hizo un gesto de contrariedad. Abandonar Barcelona sin su enlace pondría en peligro la misión. La necesitaban, ya no solo como intérprete sino también para contactar con los líderes bolcheviques que habrían de ayudarles una vez cometido el atentado. No podían olvidarse de ella y dejarla en tierra. Sin su ayuda, les iba a ser imposible llevar a buen término el trabajo que les había encomendado Galleani.
—Esperaremos el tiempo que haga falta —sentenció la Mulata, con gesto altivo.
El contramaestre dio un paso al frente, acercándose a la orgullosa cancionista.
—Por si no lo sabe, señorita… —utilizó un tono de voz intimidatorio, firme—, en este barco no se aceptan órdenes de ninguna mujer. Aquí solo manda el capitán.
—Eso ya lo veremos —replicó ella, con marcado énfasis.
—No hace falta que discutáis —intervino Miguel, indicándoles que miraran hacia el muelle—. Natasha ya está aquí… y viene sola —añadió con notoria satisfacción.
En efecto, vieron a la rusa por entre el bullicio de rudos carreteros y estibadores. Los hombres, a su paso, giraban sus rostros hacia ella. El color negro del vestido, el tocado de su cabeza, la mórbida palidez de sus mejillas y el dorado de sus cabellos, que refulgían al sol como espigas de trigo, bastaban para avivar el espíritu de los obreros que faenaban en el puerto de Barcelona. Se detuvo al llegar al puente de embarque. Alzó la mirada hacia quienes la aguardaban en cubierta. Clavó sus penetrantes ojos en Miguel. Una virulenta sonrisa se esparció por su rostro.
Nadie podía prever, entonces, qué se escondía tras aquella máscara de complacencia.
Fernández-Luna apoyó su cuerpo en la esquina del almacén que había al otro lado de la vía ferroviaria del puerto. Encendió la pipa que colgaba tristemente de sus labios. Miró de reojo hacia el
Austrum
. Dimitri charlaba en cubierta con un individuo con cara de pocos amigos. Este último llevaba puesto un sobretodo de paño de color gris que le llegaba hasta los pies, y sobre la cabeza una gorra de oficial. Dedujo, por su aspecto, que debía de ser el capitán del barco.
Continuó con su particular inspección, haciendo un estricto recorrido visual por todo el muelle. Pudo ver a Carbonell leyendo el periódico a unos metros por delante de él, casi en el borde del dique. Simulaba estar interesado en las noticias. Cualquiera que lo viese allí, enfrascado en la lectura, pensaría que era uno de los tantos funcionarios del puerto que solían aprovechar sus ratos de ocio para dejar atrás el ambiente burocrático de las oficinas y salir a tomar un poco el aire fresco.
Como si hubiese intuido que lo observaban, el mallorquín giró levemente el rostro hasta encontrarse con la mirada de su compañero. De forma imperceptible asintió con un gesto. Estaría atento a la señal de Fernández-Luna.
No estaban solos. Previamente camuflados entre los capataces encargados de dirigir la estiba, los hombres de Carbonell apremiaban a los braceros para que fuesen más rápido en su trabajo. También ellos pasaban desapercibidos.
Apenas habían transcurrido unos minutos cuando vieron aparecer a los hermanos Duminy. Examinaban con atención los barcos atracados en la Dársena de la Industria, y luego hacían ingeniosos comentarios sobre su eslora o velamen como si se tratase de una pareja de enamorados paseando por el muelle. Con una actitud falsamente distraída se fueron acercando a la pasarela del
Austrum
. Tras dirigirse hacia el puente, entraron al barco por el portalón de estribor.
Carbonell observó la posición de su colega madrileño. Esperaba que diese la orden de ir a detenerles. Este negó con un ligero gesto de cabeza. Todavía faltaba Natasha. Debían caer sobre ellos cuando estuviesen todos juntos, no antes. Precipitarse ahora solo serviría a los intereses de la rusa, que podría escapar al arresto. El comisario Salcedo y el inspector Pons fueron igualmente avisados, con discreción, para que siguiesen manteniendo el anonimato. Nadie debía moverse de su sitio hasta que Fernández-Luna lo indicara, y mucho menos identificarse como policías.
No tuvieron que esperar demasiado tiempo. Después de que el tren de mercancías cruzase el Muelle de Baleares, camino del dique flotante y deponente, pudieron ver la seductora imagen de Natasha caminado por el puerto. Vestía completamente de negro, al igual que una viuda. Fernández-Luna intuyó que era debido al dolor que sentía por la muerte de su amante.
Aguardó hasta que estuvo en cubierta. La vio intercambiar un par de frases con sus socios, los cubanos, antes de saludar a Dimitri. Ya estaban todos. Había llegado la hora de proceder al arresto.
A una señal de Fernández-Luna, todos los agentes de Policía allí destacados abandonaron sus puestos de vigilancia para ir hacia el puente de embarque. No habían recorrido ni un par de metros cuando observaron, atónitos, cómo Natasha extendía el brazo de forma horizontal apuntando hacia Miguel.
En su mano derecha portaba una pistola. Y estaba a punto de disparar.
Todo a su alrededor había dejado de tener importancia. Apenas prestaba atención a los estridentes sonidos que generaban las labores diarias de quienes fletaban y desembarcaban las mercancías de los vientres metálicos o de madera de los barcos anclados en el puerto de Barcelona. La única voz que escuchaba era la suya, la de su propia conciencia, la de sus sentimientos anhelantes de justicia. El mundo se había detenido la noche anterior con la muerte de Héctor. Ya nada podía hacer sino seguir el impulso de su corazón. En este caso, la ley de Talión adquiría, para ella, un significado muy especial. La venganza avalaba su empresa.
Natasha se detuvo al llegar a la pasarela de embarque. Sonrió a los hermanos Duminy, en especial a Miguel, que aguardaba su llegada en cubierta con el gesto lánguido y un ligero rubor dilatándose por sus mejillas. Después de alzar el vestido unos centímetros, evitando así que los bajos pudieran prenderse en los remaches de hierro que sobresalían del madero, comenzó a subir con cuidado de no perder el equilibrio. En ningún momento dio muestras de inquietud. Se mantuvo jovial, alegre, como si ardiera en deseos de iniciar el viaje.
—¿Va todo bien, querida? —preguntó María, intuyendo que tanto optimismo debía ocultar una desagradable sorpresa.
Por lo pronto, venía sola. Y ese era un detalle muy a tener en cuenta.
—Perfectamente —respondió la rusa, apoyándose en el parapeto después de saludar a su compatriota.
—¿No ha venido Héctor contigo? —se interesó Miguel, quien parecía estar visiblemente nervioso.
Natasha lo miró a los ojos, con frialdad.
—Héctor ha muerto. El comisario Bravo Portillo lo ejecutó anoche en mi presencia. Pero antes de expirar me dejó un mensaje para ti. —Levantó su antebrazo derecho, con seguridad y determinación, poniendo al descubierto la pequeña pistola que llevaba oculta en el hueco de la mano—. Sus palabras fueron… «¡Nos vemos en el infierno!»
Antes de que ninguno de los presentes pudiese reaccionar, ya que la sorpresa los había paralizado a todos durante unos breves pero decisivos segundos, Natasha apretó el gatillo de la «Mataduques» que le había prestado para la ocasión su amigo Torcido. No hubo ni una sola vacilación en su gesto.
Miguel retrocedió varios pasos a cuenta del impacto. Cubrió su pecho con ambas manos debido al dolor, tratando de frenar la hemorragia. Pero la sangre seguía brotando de forma copiosa entre sus dedos, empapando por completo la camisa y la levita de color blanco. En su rostro se podía apreciar una mueca de sorpresa, y también de impotencia. La vida, irremediablemente, comenzaba a escapársele segundo a segundo.
La Mulata lanzó un grito desgarrador, aterrada y sorprendida a la vez. Ignorándola por completo, Natasha volvió a disparar sobre él, pero en esta ocasión apuntó a la cabeza. Erró por muy poco. La bala le atravesó limpiamente el cuello. El cubano expelió un vómito de sangre, tambaleándose de un lado a otro hasta que tropezó con la escotilla de entrada a la bodega. Su cuerpo se vino abajo. Ya estaba muerto antes de caer de bruces sobre la cubierta del barco.
La rusa despertó de su profundo estado de enajenación. El mundo había comenzado a girar nuevamente a su alrededor. Ahora sí, pudo escuchar el llanto desesperado de María, quien no dudó en arrodillarse ante el cadáver de su hermano con la vana esperanza de poder salvarle la vida; las voces de asombro de los tripulantes del
Austrum
, que ya acudían al lugar impulsados por la curiosidad; las maldiciones y juramentos de Dimitri, testigo presencial de aquella locura; y como telón de fondo, también pudo sentir las órdenes imperativas de un grupo de personas que comenzaban a cruzar el portalón de embarque.
Cuando dirigió la mirada hacia atrás, pudo reconocer los rostros de los dos caballeros que se habían presentado, hacía ya una semana, en el café donde trabajaba para hacerle una larga serie de preguntas relacionadas con la desaparición del Gran Kaspar. Sonrió con marcada ironía. Jamás hubiese pensado que la Policía española fuera tan eficiente. De haber aparecido unos segundos antes, Miguel aún seguiría con vida. Pensó que los hados estaban de su parte.
Aunque, en realidad, ya nada le importaba. La cárcel o el garrote no aliviarían su honda frustración y su tristeza.
—¡Que nadie se mueva de donde está! —gritó Fernández-Luna, apuntando con su pistola al contramaestre del velero.
Este, dándose por vencido, alzó las manos.
Carbonell y sus hombres, mientras tanto, fueron tomando posiciones a lo largo de toda la cubierta, identificándose como agentes de la Ley. Natasha fue la primera en ser reducida. Salcedo le arrebató la Browning de las manos antes de que cometiese una nueva locura. No hizo falta utilizar la fuerza. En ningún instante opuso resistencia. Permaneció en silencio, observando el cuerpo de Miguel en mitad de un charco de sangre, embebida en sus pensamientos erráticos pero intrínsecamente feliz.
Hubo unos momentos de confusión en los que el capitán protagonizó un alborotador espectáculo, vociferando toda clase de imprecaciones en su idioma a la vez que hacía bruscos aspavientos. Los policías tuvieron que imponerse actuando de igual forma, a gritos. El lenguaje de los gestos resultó bastante más eficaz que las incomprensibles palabras del ruso: varios agentes le apuntaron con sus armas, poniendo fin a la disputa y obligándole a permanecer en silencio. Acto seguido, el inspector Pons le colocó los grilletes en las manos.