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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (48 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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El director le hizo un gesto imperceptible a Torrench, quien aflojó las manos aun en contra de su voluntad.

—Adelante.

—¿Qué hay dentro de ese armario? —Volvió a fijar su mirada en el viejo mueble de enormes proporciones—. ¿Es lo que imagino?

Ródenas se echó a reír. Finalmente se manifestaba la curiosidad del individuo. Se imponía el deseo de saber, incluso por encima del temor a la muerte. Aquel hombre estaba a punto de perder la vida y lo único que le importaba era comprobar si tenía o no razón, aunque ello significase enfrentarse al mayor de los horrores.

—¡Pascual! —Le hizo un gesto a su cómplice, señalando el armario con el mentón—. Muéstrale al señor Luna lo que guardas ahí dentro. —Mientras el cocinero procedía a abrir los candados que sellaban las puertas, se acercó al policía para hacerle una seria advertencia. Y lo hizo en voz baja—: Espero que tenga suficiente estómago como para soportarlo.

Fernández-Luna guardó silencio. Sabía muy bien a lo que se enfrentaba. Estaba preparado para lo peor.

Con un movimiento casi teatral, el cocinero abrió las puertas del mueble. Al instante le llegó un olor empalagoso, putrefacto, capaz de revolverle el estómago al más curtido de los sepultureros. En su interior, el policía pudo ver un enorme cajón de madera, de unos sesenta centímetros de alto, colmado hasta el borde de hielo triturado. Del perchero colgaban unos ganchos metálicos, como los que se solían utilizar en los mataderos, de donde pendían, a su vez, diversas piezas de carne de un color tumefacto: el costillar, los antebrazos y las extremidades inferiores, perfectamente seccionadas a la altura de la rótula, de lo que antaño había sido un ser humano. Algunos miembros estaban completamente deshuesados, abiertos en canal, exhibiendo su carne gris rosácea de textura fibrosa, tan semejante en sí a la del cerdo.

Reprimió las náuseas, no sin cierta dificultad.

—Por desagradable que resulte, el comercio de la carne humana genera pingües beneficios —puntualizó Ródenas, cuya mirada parecía haber perdido cualquier atisbo de cordura—. Elaborar el rancho de los reclusos y del personal con los presupuestos que nos asigna la Dirección General de Prisiones, o por el contrario, darles de comer lo que hasta ahora viene siendo el alimento de los gusanos, es lo que marca la diferencia entre vivir con un mísero sueldo de funcionario o hacerlo de forma holgada y satisfactoria.

—¿Así fue como hizo desaparecer al Gran Kaspar?

—Un buen truco, ¿no le parece? —Se echó a reír.

—Supongo que sus hijos vinieron a rendirle cuentas por los pecados cometidos en el pasado, y se vio en la obligación de atender sus peticiones.

Había puesto el dedo en la llaga. Necesitaba oírle decir toda la verdad.

—Se equivoca. ¡Yo no tengo hijos! —sentenció, alzando ahora el tono de voz.

—Es inútil negarlo. La similitud entre usted y Miguel es innegable. Y luego está ese gesto tan característico… ese hábito congénito de ladear la cabeza hacia un lado. —Chasqueó la lengua—. La primera vez que nos conocimos tuve la impresión de que ya nos habíamos visto antes, en algún otro lugar. Experimenté lo que los franceses llaman un
déjà vu
. Por más que me esforzaba no lograba ubicar su rostro en otro tiempo y lugar. No obstante, lo comprendí todo cuando hablé de nuevo con Miguel. Lo delató ese tic tan especial que usted mismo padece. Miguel y María son sus hijos; o mejor dicho, lo eran. Ambos fallecieron ayer mientras procedíamos a su arresto. A Miguel lo mató esa prostituta rusa… su cómplice. Disparó sobre él antes de que pudiésemos evitarlo. Un feo asunto de celos, he oído decir. En cuanto a María, al verse acorralada por los agentes saltó por la borda del barco. Hasta ahora no hemos encontrado su cuerpo, pero es cuestión de tiempo que aparezca. —Se detuvo unos segundos, y lo hizo para asomarse a la conciencia de aquel monstruo a través de sus ojos: lo miró con determinación—. Pero claro, eso a usted no le importa. Como ha dicho antes, no tiene hijos.

Ródenas apretó los dientes. A pesar de la indiferencia que sentía hacia ambos hermanos, la noticia de su muerte había conseguido abrir una pequeña herida en lo más profundo de su negro corazón. No en vano, llevaban su sangre.

—Creo que se le ha acabado el tiempo, señor Luna —dijo con voz glacial. Con el propósito de poner fin a la situación, le hizo un gesto al vigilante—. Cuando quieras…

Antes de que terminara la frase, Fernández-Luna balanceó la silla de un lado a otro hasta que consiguió caer al suelo. De este modo quedaba fuera del alcance de Torrench. Emitió un fuerte silbido. Era la señal que había convenido previamente con su compañero. Cerró los ojos, rezando al Cielo para que Carbonell no llegara tarde a su cita.

En aquel mismo instante, varios agentes de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona tiraron la puerta abajo. Les acompañaba el teniente Pellicer, el auténtico colaborador de Fernández-Luna dentro de la cárcel.

—¡Que nadie se mueva! —gritó el mallorquín.

El comisario Salcedo, el inspector Pons y el resto de los agentes se posicionaron por todo el sótano dirigiendo hacia ellos sus armas reglamentarias.

El vigilante, al sentirse acorralado, echó mano de la pistola que colgaba del cinto con el fin de hacerles frente a la policía. Recibió un disparo en el pecho. Su cuerpo salió despedido hacia atrás con violencia. Ródenas alzó las manos al comprender que era inútil oponer resistencia. Lo mismo hizo el cocinero. En cuanto a Santini, el muy loco no dejaba de reír.

A pesar de la incómoda postura en la que se encontraba, Fernández-Luna suspiró aliviado: su colega había llegado en el momento justo.

36

La luz que se filtraba a través de las etéreas cortinas del ventanal vino a reflejarse en la plata labrada, en los frascos de cristal de roca, y también en los centros de porcelana y oro que se guardaban en los aparadores. Según pudo apreciar el madrileño, la decoración y el mobiliario interior respondían a la disposición y personalidad propias de una mujer. Y es que tras la muerte de Rodrigo, su viuda se había esforzado por devolverle a la casa el esplendor y la alegría que habría de necesitar, en un futuro, para seguir adelante con su vida.

Sentados alrededor de la mesa de la salita, cuyo zócalo y artesonado de peregrinas maderas se asemejaban a las de una sala capitular, ambos policías desayunaban plácidamente en compañía de Lolita y su buena amiga de siempre, la baronesa viuda de Bonet.

—Por si no lo saben, ustedes dos se han convertido en unos héroes —dijo doña Carmen, dejando la taza de café sobre la mesita de taracea—. En Barcelona no se habla de otra cosa. La prensa de hoy ha elogiado la oportuna intervención de la Policía en el espeluznante asunto de los antropófagos de la Modelo.

—Bueno, ya sabe… los periodistas siempre exageran —respondió Fernández-Luna, restándole importancia.

—No seas tan modesto —terció Carbonell, ofreciéndole una franca sonrisa—. En realidad has sido tú, y nadie más, quien ha resuelto el caso. Tienes una habilidad intuitiva fuera de lo común.

—Estoy de acuerdo con usted —añadió la veterana aristócrata, antes de extender su mano con el fin de hacerse con un rosco de naranja de los que había en la bandeja de plata.

—Dígame, señor Luna… ¿Es verdad todo lo que se dice de esa gente? —inquirió Dolores, refiriéndose a los funcionarios de la cárcel que habían sido detenidos.

El rostro de la hermosa viuda, todavía convaleciente desde que el ama de llaves intentase envenenarla con suaves dosis de matarratas, adquirió una extrema palidez. Le horrorizaba pensar que hubiera personas en el mundo capaces de cometer semejante atrocidad.

—Los rumores son ciertos, por desgracia. —El jefe de la BIC de Madrid se limpió las manos con la servilleta, prestándose a satisfacer la curiosidad de su agradable anfitriona—. El director de la Modelo, en complicidad con otros funcionarios, se apropiaba ilegalmente de los presupuestos de la Dirección General de Prisiones destinados a la manutención de los reclusos y personal burocrático. Apenas se compraba lo necesario, como algunas verduras y legumbres arratonadas, harina y aceite. El plato fuerte lo elaboraban con la carne de aquellos presos que fallecían de enfermedad e inanición para compensar, de algún modo, la base nutricional que necesita una persona para subsistir. Incluso, y esto es lo peor, Ródenas dedicaba su tiempo libre a ganarse el afecto de diversas mujerzuelas de los bajos fondos con el propósito de seducirlas, asesinarlas… y después descuartizarlas cual marranas en el matadero.

La joven se estremeció solo de pensarlo.

—Un auténtico Barba Azul —apuntó doña Carmen.

—Un monstruo, señora mía… un monstruo —fue la opinión de Carbonell.

La baronesa giró la cabeza hacia Fernández-Luna.

—¿Y qué hay de ese perturbado mental de origen italiano que les ayudaba? He oído decir que hace años, lo condenaron por algo similar.

—Así es —respondió—. Fue acusado de asesinato y antropofagia.

—Pero, ¿por qué esos hombres lo invitaron a participar de sus macabras actividades? —inquirió de nuevo Dolores, perpleja.

—¿En serio quiere saberlo?

—Sí, claro… por supuesto —se reafirmó en su deseo de conocer toda la verdad, por desagradable que fuese.

—Durante varios años, antes de que lo encerrasen en la Modelo, Santini había trabajado en la fábrica de hielo La Joaquima, y también como tablajero y cortador en una carnicería situada en la calle Tallers. O sea, que conocía bien ambos oficios —subrayó Fernández-Luna—. Su labor consistía, y perdone el rigor de mis palabras, en deshuesar, filetear y trocear a sus víctimas para que pasaran desapercibidas por los ayudantes del cocinero, quienes creían que se trataba de carne de cerdo. También se encargaba de mantener los cuerpos en un buen estado de conservación, almacenándolos en trozos dentro de un armario enorme que hacía las veces de pozo de nieve. Parece ser que a sus cómplices les faltaban hígados para llevar a cabo semejante labor, que requiere en realidad de un estómago blindado. Es tal la pericia de ese hombre con el cuchillo, según ha afirmado Ródenas en su confesión, que conseguía sacar el máximo rendimiento de cada uno de los cadáveres.

—¡Es realmente repulsivo! —Lolita hizo una mueca de profundo asco.

—Ahora que todo se sabe, serán muchos los que no volverán a probar la carne en su vida. —Carbonell, siempre irónico, frivolizó el suceso hasta el límite.

—¿No creen que deberíamos cambiar el tema de conversación? —les propuso cortésmente el madrileño—. Estamos desayunando. No es el mejor momento para hablar de ello. —Miró a Dolores al hacer el comentario.

—Sí, por favor. Se lo agradecería mucho. —Ella sonrió con languidez.

Carbonell sujetó el asa de la cafetera y volvió a llenar su taza. Después de añadirle dos terrones de azúcar, y remover ligeramente con la cucharilla, desvió su mirada hacia el madrileño. Ardía en deseos de formularle una pregunta que rondaba por su cabeza desde que mantuvieron la última reunión con los señores Riquelme, Montero y García Obeso.

—Bien, hablemos de otra cosa —comenzó diciendo—. Por lo pronto, me gustaría que satisficieras una duda que tengo.

—Adelante.

—El otro día te oí decir que desconocías las intenciones de los hermanos Duminy hasta que hablaste con el conde de Güell. Sin embargo, días antes de acudir a la fiesta benéfica ya sospechabas de ellos. Es más, dejaste entrever que habías conseguido resolver el caso, pero que necesitabas reunir las pruebas necesarias para detenerlos. ¿Podrías explicármelo?

En aquel instante entró Casilda. Traía consigo una nueva bandeja de dulces recién horneados. Se inclinó para dejarla sobre la mesa. Dolores le dio las gracias. Finalizada su labor, la doncella se excusó con timidez antes de marcharse.

Cuando quedaron a solas, Fernández-Luna se apresuró a responder la pregunta de su compañero.

—En realidad, no estaba seguro del todo. Solo se trataba de una simple conjetura —reconoció sin ambages—. Si he de serte sincero, me dejé llevar por mi imaginación después de que me dijeras que María Duminy había actuado en Chicago. Recordé, entonces, una nota de prensa que había leído el mismo día que salí de Madrid, rumbo a Barcelona, mientras desayunaba en casa. En ella se decía que la Oficina Federal de Investigación había descubierto, precisamente en esta ciudad norteamericana, una conspiración anarquista cuya objetivo era asesinar a los principales jefes de Estado y a los distintos reyes de Europa. Según la información que obraba en poder del fiscal, existía una lista de nombres encabezada por el zar de Rusia, seguida por el emperador de Alemania. —Bebió un trago del café con leche de su taza, dilatando un poco más su explicación—. Cuando hablamos con Natasha Svetlova, y descubrí el odio que sentía hacia el zar y su familia, la relacioné de inmediato con los hermanos Duminy y con las detenciones realizadas en Chicago.

»Resultaba difícil creer que unas personas de vidas tan diferentes, como eran los cubanos de nacionalidad estadounidense, tuvieran motivos para relacionarse con una prostituta del arrabal, una anarquista nacida en Rusia, a menos que fuese por un asunto especialmente relevante… como podía ser organizar un atentado en la antigua San Petersburgo, hoy Petrogrado. No hemos de olvidar que Dimitri Gólubev, amigo de la prostituta, era el contramaestre de un bergantín que se disponía a regresar a la capital rusa. —Hizo un gesto con la mano, restándole importancia al tema—. Mis suposiciones, al final, resultaron ser ciertas. Así me lo confirmó el embajador de Estados Unidos en Barcelona, cuando me proporcionó los nombres de varias de las personas investigadas por el Servicio Secreto norteamericano, sospechosas de trabajar para Luigi Galleani. María y Miguel Lorente estaban en la lista de posibles terroristas. —Sonrió—. Todo ha sido cuestión de suerte.

—Pues sigo pensando que el asunto se ha resuelto gracias a su perspicacia —opinó la aristócrata—. Es usted una mente preclara… y además, humilde. Todo lo que una mujer podría esperar de un hombre.

El comentario de doña Carmen, por encomiástico, consiguió sonrojar al madrileño. Carbonell tuvo que acudir en su ayuda antes de que la baronesa siguiera adulándole con esa frivolidad que tanto la caracterizaba.

—Acabo de recordar una cosa. —Cogió un panecillo de leche del cesto que había sobre la mesa—. ¿Qué ocurrió finalmente con ese ladrón de joyas… el Fantôme? ¿Conseguiste las pruebas que necesitabas para poder condenarlo por los delitos que se le imputaban?

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