Abandonó su lugar para ir hacia el castillo de proa. Agazapado tras un tonel de alquitrán, a la vez que se agarraba a las jarcias para no perder el equilibrio, se asomó por encima del parapeto. Pudo ver al cochero y a un mozo bajando varios baúles de la parte trasera del coche de caballos. Natasha y los cubanos comenzaron a subir por la pasarela de embarque para ir al encuentro de su contacto. Este los recibió con frialdad, mirándolos de hito en hito. Era obvio que no esperaba su visita.
Mantuvieron una breve conversación entre ellos, apenas un par de minutos. Dimitri se volvió para llamar por sus nombres a un par de grumetes, quienes aparecieron súbitamente en cubierta nada más escuchar la voz del contramaestre. Les ordenó que se hicieran cargo de los cofres y maletas de la
vedette
. Raudos y solícitos, bajaron al muelle para ocuparse de transportar el equipaje hasta un lugar seguro.
El grupo se puso en marcha, dirigiéndose hacia proa. Fernández-Luna miró en derredor suyo. Buscó un nuevo lugar donde poder ocultarse antes de que advirtieran su presencia. Frente a él vio la escotilla de entrada a la bodega. Se precipitó hacia ella con rapidez. Bajó por las escaleras que conducían a los compartimentos de carga. El lugar estaba completamente a oscuras. En el ambiente se percibía un fuerte aroma a sal, madera mojada y pescado podrido. El tufo era insoportable.
Apenas había avanzado unos pasos, completamente a ciegas, cuando chocó contra una pila de sacos de harina. La rodeó hasta colocarse detrás, en el reducido espacio que quedaba entre la carga y las cuadernas interiores del barco. Aguantó la respiración cuando una tenue luz comenzó a iluminar el pañol donde se guardaba el resto de las mercancías.
De nuevo pudo escuchar las voces de los implicados en el caso, cada vez más cerca.
—Deberíais haberme avisado. Al capitán no le gustan las improvisaciones —le oyó decir a Dimitri.
—¿Qué hay de malo en embarcar nuestro equipaje? —se defendió María—. Lo único que estamos haciendo es ganar tiempo. De este modo, llamaremos menos la atención cuando digamos de zarpar mañana.
—Solo digo que tendríais que habérmelo comunicado —sentenció el ruso en tono glacial.
Guardaron silencio cuando vieron entrar a los grumetes transportando los baúles de distinto tamaño y el resto de las maletas. Lo colocaron todo junto a unos fardos de lana almacenados al fondo de la bodega. A un gesto de Dimitri, volvieron a sus quehaceres rutinarios.
—¿A qué hora hemos de estar en el barco? —inquirió Miguel.
—A mediodía, preferiblemente —concretó el contramaestre.
Natasha creyó que aquella era la oportunidad que andaba buscando. Debía confesarles su intención de comprar otro pasaje para Héctor.
—Dimitri… he de hablar contigo —susurró. Luego miró a los cubanos y elevó el tono—. Puede que a vosotros también os interese lo que he de decirle.
—Si es sobre ese amigo tuyo, el anarquista, será mejor que lo olvides —intervino Miguel, tajante—. No estoy dispuesto a arriesgar la misión por un desconocido.
—¡No es ningún desconocido! —se quejó Natasha—. Es un gran amigo. Lo conozco desde hace años… y tiene problemas.
—Te recuerdo que Igor Topolev también era amigo tuyo —dijo María, poniéndose de parte de su hermano—, y luego resultó ser un espía a las órdenes del Káiser alemán.
—¡Eh! Esperad un momento —Dimitri se interpuso entre ellos—. ¿Alguien va a decirme de qué estáis hablando?
La eslava no demoró ni un segundo más la explicación.
—Se llama Héctor, y es un camarada en apuros. Debe salir cuanto antes de Barcelona por motivos de seguridad. —Se dirigió a su compatriota—. Tengo ahorradas mil pesetas, y también guardo algunas joyas. Quiero comprar un pasaje para él en el
Austrum
.
—Sabes que tendré que hablar antes con el capitán.
—Hazlo. Y si lo convences, sabré recompensarte… ya sabes cómo.
El contramaestre le ofreció una turbia sonrisa. Había captado el mensaje. Jamás un viaje de vuelta a la Madre Rusia habría de resultarle tan ameno y excitante como aquel.
—Pero… ¡Eso es absurdo! —exclamó Miguel, atónito ante lo que acababa de escuchar, negándose a aceptar tal posibilidad. Aunque en el fondo sabía muy bien que a Héctor le iba a ser imposible acudir a la cita.
—No es usted quien debe decidirlo, sino el capitán —atajó Dimitri, con nervio.
—Sé que no os agrada la idea. —Natasha miró a María, y luego a su hermano—. Pero hay algo que debo deciros, y es que Héctor fue quien me ayudó a contactar con Luigi Galleani. —Sin prestarle atención al gesto de sorpresa de sus socios, continuó diciendo—: Hace un año conoció a un piamontés, de nombre Cario, que le habló de los atentados dirigidos y proyectados en Estados Unidos por el ideólogo anarquista de origen italiano. Héctor conocía mis intenciones de… bueno, ya sabéis… —vaciló, mirando de soslayo a su compatriota—. Cuando Cario embarcó el invierno pasado rumbo a Nueva York, llevaba consigo una carta dirigida a Mario Buda, el fabricante de explosivos y mano derecha de Galleani. Aquella fue mi primera negociación con vuestro cabecilla. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. De modo que no pienso olvidarme de Héctor. Forma parte de nuestro plan, queráis o no.
María fue a decir algo, pero se le adelantó el contramaestre.
—Ahora que habláis de ello, el capitán me ha rogado que seáis explícitos. Desea saber qué va a ocurrir una vez que atraquemos en el puerto de Petrogrado. Todos aquí, en el barco, intuimos que vuestro afán por viajar a Rusia tiene relación con los movimientos revolucionarios que están promoviendo los bolcheviques.
—Preferimos mantener en secreto nuestro objetivo —concretó la Mulata.
—Lo siento. Tendréis que confiar en nosotros o ya podéis estar bajando de nuevo los baúles —les advirtió—. Nadie va a ir a ningún sitio hasta que sepamos realmente en qué consiste vuestra misión.
Hubo un silencio de sepulcro.
—Está previsto que actúe para el zar en el Teatro de Drama Musical de Petrogrado —dijo al fin la exuberante
vedette
—. Así me lo confirmó su tío, el gran duque Vladímir, en una carta que recibí hace diez días; por supuesto, después de que mi hermano iniciara los trámites para viajar a Rusia y contactase con el gran coreógrafo, bailarín y director artístico Fiódor Vasilievich Lopokov.
Al escuchar las palabras de la Mulata, Fernández-Luna recordó al instante el sobre matasellado, con la imagen de un águila bicéfala de los Romanov, que pudo observar en el camerino del Alcázar Español cuando acudió a interrogarla en compañía de Carbonell.
—¿Te crees que soy imbécil? —le espetó agriamente Dimitri—. Veamos… una artista de vodevil y su hermano se codean con una prostituta y sus amigos anarquistas. No dudan en pagar una fortuna para abandonar Barcelona de incógnito con el fin de dirigirse a Petrogrado, donde el proletariado y sus líderes sindicales están fraguando una gran revolución. ¿Y yo he de pensar que toda esta intriga que os lleváis entre manos responde a la simple necesidad de actuar en un teatro para divertimento del zar?
—Será mejor que se lo digáis —fue la opinión de Natasha—. Dimitri es de fiar. Su familia es una de las tantas afectadas por el hambre y la desolación de nuestro país.
Los hermanos entrecruzaron sus miradas. Fue Miguel quien le confesó la verdad.
—Nuestra misión consiste en asesinar al emperador durante la actuación de María. Yo mismo, personalmente, tendré el honor de acabar con la vida del autócrata.
Dimitri lanzó un largo y sonoro silbido.
—¡Estáis locos! —Rompió a reír—. ¡Os matarán a todos!
—Correremos ese riesgo —repuso Natasha, decidida—. ¿Acaso conoces otra solución mejor para arreglar los problemas que acucian a los campesinos que mueren a diario por culpa de la tiranía y la guerra? ¿Crees que es mejor olvidar la tragedia del pueblo ruso, y permitir que la nobleza y la burguesía se erijan dueños de nuestras vidas?
—No, por supuesto que no —convino el contramaestre, esta vez con seriedad. Después de una corta reflexión, añadió—: Venid conmigo… —Les hizo un gesto con la mano—. Os invito a un trago de vodka antes de que os vayáis. Brindaremos por el éxito de vuestra empresa.
Obligados a aceptar el ofrecimiento, aunque solo fuera por deferencia, no tuvieron más remedio que ir tras los pasos de Dimitri. No obstante, se olvidaron llevarse uno de los quinqués que habían traído consigo, por lo que la bodega seguía parcialmente iluminada.
Fernández-Luna aguardó unos minutos para estar seguro de que no iban a volver. Transcurrido un tiempo prudencial, decidió salir de su escondrijo. La conversación que acababa de escuchar podría ser determinante a la hora de detenerlos a todos, pero el señor Riquelme le había exigido pruebas irrefutables. Les gustase o no, tendría que ofrecérselas.
Fue directo hacia el equipaje de los hermanos que utilizaban el nombre artístico de Duminy, pero antes comprobó que, en efecto, no había nadie más en la bodega. Le echó un vistazo a las cerraduras de los distintos baúles. Se arrodilló frente a un arcón de madera repujada y láminas de nácar con adornos florales. Después sacó una pequeña navaja del bolsillo de su chaqueta. Utilizó la punta de acero para hurgar en el interior del cerrojo, moviéndola de un lado hacia otro con cierta habilidad. Era un viejo truco que le había enseñado Andrés Rosa, apodado el Cenizo; un hábil delincuente al que envió a la cárcel por robar la caja fuerte de un conocido empresario de Madrid.
Después de varios e infructuosos intentos consiguió abrirla. Registró por entre la ropa interior de la espectacular
vedette
. Apartó las enaguas y las camisolas de seda con extremo cuidado, como si temiese mancharlas con los dedos. La situación resultaba bastante embarazosa para un caballero, cuando no excitante, debido a la naturaleza íntima de las prendas.
Por último obtuvo su recompensa: encontró un fajo de cartas liadas por un lazo de color rosa. La mayoría provenían de los Estados Unidos de América, y estaban firmadas por el anarco-terrorista italiano Luigi Galleani. Para su mayor sorpresa, descubrió que también había un par de ellas impresas con el matasellos imperial de la familia Romanov. Las guardó inmediatamente en el bolsillo de su abrigo.
«¡Debo salir de aquí cuanto antes!», pensó mientras cerraba el cofre.
Se dirigió hacia la escalera que conducía a cubierta. Subió los peldaños, muy lentamente, hasta que asomó la cabeza por el escotillón de proa. No vio a nadie por el combés, ni tampoco bajo la toldilla que cubría el enjaretado de la bodega que servía de respiradero. Aprovechó la ocasión para ir directo hacia la pasarela. Los dos suboficiales que seguían en el castillo de popa alzaron sus manos a fin de saludarle, creyendo que realmente se trataba de un miembro de la tripulación abandonando el barco para ir a divertirse en las tabernas del puerto. Fernández-Luna respondió al saludo de igual forma, no fuesen a recelar.
Segundos después caminaba por tierra firme.
Dejando atrás el carruaje que aguardaba el regreso de los cubanos, se alejó del
Austrum
para ir a refugiarse, una vez más, tras uno de los depósitos del dique. Apoyó la espalda en la pared, lanzando después un hondo resoplido de satisfacción. Por fin estaba a salvo.
Hizo el amago de marcharse, cuando escuchó de nuevo un coro de voces que procedían del puente de embarque. Eran Natasha y sus compañeros. Regresaban al coche de caballos.
El audaz policía se asomó con cautela. Los vio montarse a todos menos a la joven rusa, que parecía molesta por algún extraño motivo. Natasha se despidió de sus socios antes de que estos cerrasen la puerta del carruaje. Luego echó a andar por el puerto, camino del Paseo de Colón. El cochero restalló el látigo y los caballos se pusieron en marcha.
Fernández-Luna, que no cejaría en su empeño de recabar pruebas para el inspector de Seguridad de Barcelona, fue tras los pasos de la bellísima prostituta.
Sentado en la terraza del Gran Café Español, en plena avenida del Paralelo, Carbonell saboreaba una copa de coñac mientras hacía un balance de lo ocurrido aquel día. No pudo menos que sonreír al recordar el encuentro con su compañero de Madrid, esa misma mañana, a la salida de los almacenes Can Damians. Tuvo que admitirlo: su ridícula indumentaria lo había cogido por sorpresa. Lo último que hubiera esperado de él es que estuviese tan loco como para disfrazarse de semejante guisa. Y es que Fernández-Luna podía ser un excéntrico, pero conocía demasiado bien su oficio. Vestirse de mendigo borracho, o marino ruso, e infiltrarse entre la gente del hampa arriesgando su vida en beneficio de la investigación no era el método habitual de un policía. Pero él era distinto a los demás. De ahí que hubiese resuelto el caso del mago en tan corto espacio de tiempo.
Miró su reloj. Las agujas marcaban las ocho cuarenta y cinco de la noche. Su trabajo por aquel día había acabado tras su visita al Hotel Condal en compañía del comisario Salcedo, hacía apenas media hora. No habían tenido demasiada suerte, y eso les dejó a ambos un mal sabor de boca. Luisa Rodrigo seguía en paradero desconocido. Sus objetos personales permanecían en la habitación, a la espera de su regreso. Carbonell pensó que nadie habría de reclamarlos. La desaparición de la colombiana venía a indicar que Agamenón la mantenía secuestrada en contra de su voluntad; o en el peor de los casos, que había pasado directamente a la acción asesinándola como hizo con la otra artista.
Sintió lástima de aquella pobre mujer.
La noche cayó sobre Barcelona como un manto helado salpicado de estrellas. Aristócratas, pendencieros y damas de dudosa reputación iban de un lado a otro de la avenida del Marqués de Duero, paseando o bien montados en sus carruajes, jactanciosos de su imponderable existencia. Vivían al límite de sus posibilidades. Eran dioses. Él mismo había sido uno de ellos. Pero ahora se sentía cansado. Ya no le satisfacía regresar a la habitación de huéspedes todas las noches para descubrir que la vida comenzaba a escapársele de las manos, y que el día de mañana no habría de tener a nadie a su alrededor con quien compartir los últimos momentos.
Sintió una extraña sensación de nostalgia. Echó de menos a Lolita. Recordó, entonces, que llevaba consigo la caja de guantes perfumados que le había comprado aquella misma mañana. Iría a su casa con el pretexto de llevárselos. Estaba seguro de que sería bien recibido.
Vació la copa de coñac de un solo trago. Se puso en pie después de coger el bastón y el bombín que había dejado sobre la mesa. Con paso firme, se adentró en la amplia avenida esquivando a los transeúntes y vehículos que marchaban en dirección contraria a la suya.