OCTOPUSSY
En Jamaica, James Bond se ocupa de un caso especial de asesinato llevado a cabo por un pulpo.
PROPIEDAD DE UNA DAMA
En Londres, James Bond puja por un fabuloso
objet de vertu
de Fabergé también codiciado por un despiadado espía del KGB.
ALTA TENSIÓN
Uno de los mejores cuentos de Fleming en el que la identidad de un asesino en el Berlín Occidental de la guerra fría, entorpece seriamente la misión de James Bond.
Ian Fleming
Octopussy
James Bond: 007 /14
ePUB v1.0
00001.05.12
Título original:
Octopussy
(1965) /
The property of a lady
(1963) /
The living daylights
(1962)
Ian Fleming, 1965.
Traducción: Anna Jené
Ilustraciones: Jordi Ciuró
Diseño/retoque portada: Joan Batallé
Editor original: 000 (v1.0)
ePub base v2.0
—¿Sabes qué? —dijo el comandante Dexter Smythe al pulpo—. Si puedo arreglarlo, hoy recibirás un buen regalo.
Lo había dicho en voz alta y su aliento había empañado el cristal de sus gafas Pirelli. Puso los pies en el suelo arenoso, junto a una roca y se enderezó. El agua le llegaba hasta el pecho. Se quitó las gafas, escupió en el cristal, lo frotó con saliva y luego lo enjuagó para limpiarlo. Después se puso la correa de caucho de las gafas alrededor de la cabeza y volvió a inclinarse.
El ojo de aquel saco marrón moteado seguía observándolo atentamente desde la cavidad de coral, pero, además, ahora la punta de un pequeño tentáculo se asomaba, dudosa, unos centímetros, de entre las sombras, e indagaba apenas con sus rosadas ventosas erectas.
Dexter Smythe sonrió satisfecho. Si tuviera más tiempo, quizá un mes más de los dos que ya llevaba intentado hacerse amigo del pulpo, conseguiría domesticar al bichito. Pero no disponía de ese mes.
¿Debía ese día aprovechar la oportunidad de ofrecerle la mano a aquel tentáculo, en vez de un trozo de carne cruda en la punta de su arpón?; ¿debía estrecharle la mano, por así decirlo? «No, Pussy —pensó—. Todavía no puedo fiarme de ti». Casi con toda seguridad otros tentáculos se precipitarían fuera del agujero y le cogerían el brazo. Sólo con verse arrastrado hacia el fondo a menos de un metro, la válvula de corcho de sus gafas se cerraría automáticamente y no podría respirar, y si se las quitaba, se ahogaría. Podía tener suerte y clavarle el arpón, aunque para matar a Pussy se necesitaba más. No. Quizás más tarde. Sería muy parecido a jugar a la ruleta rusa y con las mismas posibilidades: cinco contra una. ¡Podía ser una manera rápida y extravagante de huir de sus problemas! Pero no era el momento. Dejaría la interesante pregunta sin respuesta, aunque se lo había prometido al simpático profesor Bengry del instituto. Dexter Smythe se alejó nadando sin prisa hacia el arrecife, mientras sus ojos buscaban una única forma: la cuña plana y siniestra del pez escorpión, o como diría Bengry,
Scorpaena Plumieri
.
El comandante Dexter Smythe, OBE
[2]
, retirado de los Royal Marines, era una sombra del otrora valiente hombre lleno de recursos, del atractivo hombre de vida militar repleta de amoríos fáciles, especialmente con los miembros de los cuerpos femeninos del ejército, la armada y la fuerza aérea británicas que se encargaban de las comunicaciones y tareas administrativas del grupo táctico especial al que había sido destinado al final de sus años de servicio. Ahora tenía cincuenta y cuatro años, una calvicie incipiente y una tripa que colgaba por encima de su bañador Jantzen. Ya había tenido dos trombosis coronarias. Sólo un mes antes, su médico, Jimmy Greaves —que era uno de sus compañeros de partidas de póquer en el Queen's Club cuando Dexter llegó a Jamaica—, había descrito la última en tono jocoso como «el segundo aviso». Sin embargo, enfundado en su ropa cuidadosamente elegida, ocultas sus varices y plano su estómago gracias a un discreto cinturón colocado debajo de la faja de etiqueta, todavía era un hombre de buen ver en cualquier cena o cóctel de North Shore. Sus amigos y vecinos no conseguían entender por qué, a pesar de la ración de dos dedos de whisky y diez cigarrillos impuesta por su médico, él seguía fumando como una chimenea y acostándose borracho —aunque amablemente borracho— cada noche.
La solución a tal misterio era que Dexter Smythe había alcanzado una fase de su vida en la que lo único que deseaba era la muerte. Los orígenes de su estado de ánimo eran variados y en absoluto complejos. Estaba irremediablemente atado a Jamaica y la pereza tropical se había adueñado paulatinamente de él. Así, mientras su apariencia era la de un sólido tronco de buena madera, bajo la superficie barnizada, las termitas de la pereza, los excesos, la culpabilidad por un antiguo pecado y el asco que sentía por él mismo habían erosionado su núcleo hasta pulverizarlo. Desde la muerte de Mary, dos años antes, no había amado a nadie más. Ni siquiera estaba seguro de haberlo hecho, pero sabía que, a cada momento del día, echaba de menos el amor que ella le profesaba, su presencia alegre, desaliñada, reprobadora y a menudo irritante, y aunque sólo sentía desprecio por la chusma internacional con la que confraternizaba en North Shore, compartía con ellos canapés y martinis. Quizás podría haber hecho amistad con los militares, los caballeros rurales del interior o los propietarios de plantaciones de la costa, los profesionales y los políticos, pero eso suponía replantearse algún objetivo serio en la vida, algo que su pereza y su estado de apatía le impedían, y además suponía reducir la cantidad de alcohol, a lo que no estaba dispuesto.
Así que el comandante Smythe estaba aburrido, mortalmente aburrido, y si no fuera por su única razón en la vida, ya haría tiempo que se hubiera tragado el frasco de barbitúricos que había obtenido con facilidad del médico local. La cuerda de la que seguía colgado al borde del precipicio era muy fina. Los bebedores degeneran hasta alcanzar la exageración de sus propios temperamentos básicos, que son cuatro: el optimista, el flemático, el colérico y el melancólico. El borracho optimista se alegra hasta alcanzar la histeria y la estupidez. El flemático se sume en un marasmo de hosca tristeza. El colérico es el borracho pendenciero de caricatura que pasa la mitad de su vida en el calabozo por aporrear objetos y personas, y el melancólico sucumbe a la autocompasión, la sensi-blería y el llanto.
El comandante Smythe era un melancólico que había ido penetrando en un mundo de fantasía almibarada tejida alrededor de los pájaros, los insectos y los peces que habitaban los cinco acres de «Pequeña Ola» —el nombre que dio a su chalé era sintomático—, la playa y el arrecife de coral situado más allá. Los peces eran sus preferidos. Hablaba de ellos como «personas» y, puesto que los peces de arrecife no se mueven de su territorio tal como la mayoría de pájaros pequeños, los «amaba» y creía que ellos también lo amaban.
Sin duda lo conocían, de la misma manera que los animales de un zoo conocen a sus cuidadores, porque era la persona que los alimentaba con regularidad a diario. Para los peces que se alimentan del fondo marino, arrancaba algas y levantaba la arena y las piedras, para los pequeños depredadores rompía huevos marinos y erizos, y a los más grandes les proporcionaba pedazos de tripas. Ahora, mientras nadaba lenta y pesadamente a lo largo del arrecife y a través de los canales que llevaban al mar abierto, su «gente» nadaba a su alrededor sin miedo y a la expectativa, precipitándose sobre el arpón de tres puntas, para ellos una cuchara generosa, acariciando el cristal de las gafas e incluso mordisqueándole suavemente las piernas y los pies en el caso de los cangrejos, más atrevidos y belicosos.
Una parte de la mente del comandante Smythe percibía todas estas «personitas» de colores brillantes, pero ese día tenía un trabajo que hacer. Mientras los saludaba sin palabras —«Buenos días, Beau Gregory», al pez azul marino con manchas azul brillante, el «pez joya» que era exactamente igual que el frasco tallado con mil facetas de «Vol de Nuit» de Worths; «Lo siento. Hoy no, cariño», a un revoloteante pez mariposa que tenía unos «ojos» negros y falsos en la cola, y «Estás demasiado gordo, Blue Boy», a un pez loro que debía de pesar sus buenos cuatro kilos—, sus ojos buscaban a una sola «persona», a su único enemigo en aquel arrecife, el único al que mataba nada más verlo, el pez escorpión.
El pez escorpión habita en la mayoría de los mares meridionales del mundo; la escorpina, que es la base de la bullabesa, pertenece a la misma familia. La variedad antillana mide sólo unos treinta centímetros y pesa aproximadamente 450 gramos. Es, con mucho, el pez más feo del mar, como si la naturaleza quisiera advertirnos. Es de un gris amarronado y moteado y tiene una cabeza ósea en forma de cuña. Las «cejas» carnosas le cuelgan por encima de unos ojos rojos y coléricos, y la coloración y el cuerpo contrito son un camuflaje perfecto en el arrecife. Aunque es un pez pequeño, su boca llena de dientes es lo bastante grande como para tragarse de golpe algunos de los peces más pequeños del arrecife, pero su arma mortal se halla en las eréctiles aletas dorsales, que actúan como agujas hipodérmicas al entrar en contacto con la superficie y que están provistas de glándulas venenosas, con la tetrodotoxina suficiente como para matar a un hombre con sólo rozarle una parte vulnerable del cuerpo, por ejemplo, una arteria, el corazón o la ingle. Estos peces son el único peligro importante para el nadador del arrecife, mucho más peligrosos que las barracudas o los tiburones, porque su camuflaje y su armadura les confieren seguridad. No huyen de nada, excepto de un pie situado muy cerca de ellos o de cualquier otro contacto. Se alejan sólo unos cuantos metros revoloteando con sus amplias aletas pectorales, de una coloración extraña, y se instalan vigilantes en la arena, donde toman la apariencia de un bulto en medio del abundante coral, o entre las rocas y las algas, donde prácticamente desaparecen.
El comandante Smythe estaba decidido a encontrar un ejemplar, arponearlo y dárselo a su pulpo para ver si lo cogía o lo rechazaba, para saber si uno de los mayores depredadores marinos era capaz de reconocer el carácter mortífero de otro y darse cuenta de que era venenoso. ¿Se comería el pulpo el vientre y dejaría las espinas? ¿Se lo comería todo y, si lo hacía, le afectaría el veneno? Ésas eran las preguntas para las que Bentry del instituto quería respuestas, y aquel día, que sería el principio del fin de la vida del comandante Smythe en «Pequeña Ola», y aunque significara también el final de su querido
Octopussy
, el comandante Smythe estaba decidido a responderlas y así dejar un pequeño recuerdo de su, ahora inútil, vida en algún rincón polvoriento del archivo de biología marina del instituto.
Sólo dos horas antes, la ya sombría vida del comandante Dexter Smythe había cambiado mucho y para peor. Había empeorado tanto que tendría suerte si sólo le sentenciaban a cadena perpetua al cabo de unas semanas: las necesarias para mandar unos cables desde la Casa del gobernador a la Oficina colonial, de allí al Servicio Secreto y, después, a Scotland Yard y por último al fiscal del Estado, y para arreglar el traslado del comandante Smythe a Londres acompañado por la policía.
Y todo a causa de un hombre llamado Bond, comandante James Bond, que había llegado a su casa en taxi desde Kingston a las diez y media de la mañana de ese mismo día.