Octopussy (4 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Octopussy
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Aún ahora no sabía cómo había conseguido llegar hasta el jeep. Una y otra vez, los nudos cedían a la tensión excesiva y los lingotes caían golpeándole las pantorrillas y, en cada ocasión, se había sentado con las manos en la cabeza para luego volver a empezar. Finalmente, concentrado en contar los pasos y parando a descansar cada cien, llegó al bendito coche y se derrumbó a su lado. Luego de haber enterrado el tesoro en el bosque, entre un montón de grandes piedras fáciles de volver a encontrar, se adecentó cuanto pudo y regresó a su alojamiento, dando un rodeo para evitar el chalé de Oberhauser. Todo había terminado. Se emborrachó solo con una botella de «schnapps» barato, comió y se fue a la cama, donde se sumió en el sueño fruto del aturdimiento. A la mañana siguiente, el destacamento «A» del MOB se trasladaría al valle de Mittersill siguiendo una nueva pista y, seis meses más tarde, el comandante Smythe volvería a Londres y la guerra habría terminado.

Pero no sus problemas. El oro es un material difícil de entrar clandestinamente, al menos una cantidad como la que tenía disponible el comandante Smythe, y era esencial que sus lingotes cruzaran el canal de la Mancha y encontraran un nuevo escondrijo. Así que aplazó su desmovilización y se aferró a los privilegios de su rango temporal, especialmente a los pases de Inteligencia Militar. Pronto consiguió que lo enviaran a Alemania como representante del Centro de interrogatorios conjuntos en Munich. Allí hizo algunos trabajillos sueltos durante seis meses, tiempo en el que recuperó el oro, que decidió guardar en una vieja maleta en su alojamiento. Durante dos permisos de fin de semana, voló a Inglaterra, llevando en cada viaje una de las barras en un abultado maletín. La caminata por las pistas de Munich y Northolt y el manejo de su maletín, como si sólo contuviera papeles, requirió dos anfetaminas y una voluntad de hierro. No obstante, finalmente, puso su fortuna a salvo en el sótano de la casa de una tía suya en Kensington, lo que le permitió emprender la siguiente fase de sus planes sin prisas.

Dejó los Roy al Marines y se casó con una de las tantas chicas con las que se había acostado en el Cuartel General del MOB, una encantadora rubia de la Armada llamada Mary Parnell, perteneciente a una sólida familia de clase media. Compró dos billetes para uno de los primeros barcos bananeros que salía de Avonmouth con rumbo a Kingston, Jamaica; un lugar que ambos consideraron el paraíso del sol, la buena comida y el alcohol barato. Un espléndido refugio lejos de la tristeza, las restricciones y el gobierno laborista de la Inglaterra de la posguerra.

Antes de irse, el comandante Smythe mostró a Mary los lingotes de oro, de los que había eliminado las marcas del Reichsbank.

—He sido muy listo, querida —dijo—. No me fío de la libra hoy en día, así que he vendido todos mis valores y he cambiado el dinero por oro. Si he obrado bien, habrá unas veinte mil libras en estos lingotes, lo que debería bastarnos para llevar una vida holgada. Sólo tenemos que cortar un pedacito de vez en cuando y venderlo.

Mary Parnell no estaba familiarizada con las complejidades de las leyes de cambio. Se arrodilló y acarició cariñosamente los brillantes lingotes. Después se levantó, echó los brazos al cuello del comandante Smythe y lo besó.

—¡Eres un hombre maravilloso! ¡Maravilloso! —dijo casi llorando—. Terriblemente inteligente, atractivo y valiente y, además, ahora resulta que también eres rico. Soy la muchacha más afortunada del mundo.

—Sea como sea, somos ricos —dijo el comandante Smythe—. Pero prométeme que no dirás una palabra a nadie, o tendremos a todos los ladrones de Jamaica rodeándonos. ¿Me lo prometes?

—Lo prometo.

El Club Prince, en las colinas que rodeaban Kingston, era realmente un paraíso. Miembros agradables, criados maravillosos, comida ilimitada y bebida barata; todo ello reunido en el maravilloso escenario del trópico, desconocido para ambos hasta entonces. Era una pareja muy popular y el historial de guerra del comandante Smythe les facilitó el acceso a la vida social de la Casa del gobernador, después de lo cual su vida se convirtió en una serie interminable de fiestas, con tenis para Mary y golf (¡con los palos Henry Cotton!) para el comandante Smythe. Por las noches, había bridge para ella y póquer fuerte para él. Sí, desde luego era un paraíso, mientras en su país la gente comía carne enlatada, trapicheaba en el mercado negro, maldecía al gobierno y sufría el peor invierno en treinta años.

Los Smythe cubrieron los primeros gastos juntandos sus ahorros, hinchados por las ayudas de guerra. El comandante Smythe pasó un año entero husmeando por todas partes antes de decidirse a hacer negocios con los señores Foo, importadores y exportadores. Los hermanos Foo, muy respetados y ricos, eran la junta de gobierno reconocida de la floreciente comunidad china en Jamaica. Algunas de sus transacciones comerciales eran tan sinuosas como pedía la tradición china, pero, por lo que pudo confirmar el comandante Smythe con sus meticulosas pesquisas, eran extremadamente fiables.

El acuerdo de Bretton Woods había sido ratificado. Dicho acuerdo fijaba un precio controlado del oro en el mundo, pero todos sabían ya que en Tánger y en Macao —dos puertos libres que habían escapado a la red de Bretton Woods por distintas razones— se podía obtener un precio de, al menos, cien dólares por onza de oro de una pureza del noventa y nueve por ciento, muy distinto a los treinta y cinco dólares por onza, establecido oficialmente. Así que, de manera muy conveniente, los Foo habían vuelto a comerciar con el renaciente Hong Kong, que, junto con el vecino Macao, se habían convertido en el almacén del contrabando de oro.

Todo este montaje era, en palabras del comandante Smythe, muy satisfactorio. Sostuvo una reunión su-mamente agradable con los hermanos Foo, quienes no le hicieron ninguna pregunta hasta el momento de examinar los lingotes y comprobar la ausencia de marcas, lo que los obligó a preguntar, con cortesía, por la procedencia del oro.

—Verá usted, comandante —dijo el mayor y más reposado de los hermanos delante de un gran escritorio de caoba vacío—. En el mercado de los lingotes, las marcas de todos los bancos nacionales respetables y marchantes responsables se aceptan sin preguntas. Estas marcas garantizan la pureza del oro. Obviamente, hay otros bancos y marchantes cuyos métodos de refinamiento —su bondadosa sonrisa se ensanchó imperceptiblemente— no son, digamos, tan cuidadosos.

—¿Se refiere al viejo timo del lingote de oro? —inquirió el comandante Smythe con un deje de ansiedad—. ¿Un pedazo de plomo chapado de oro?

Ambos hermanos rieron de manera tranquilizadora.

—No, no, comandante. Nada de eso. Sin embargo —sus sonrisas se mantuvieron invariables—, si no puede recordar el origen de estos magníficos lingotes, no tendrá objeción en que llevemos a cabo un aquilatamiento. Existen métodos para determinar la pureza exacta de lingotes como éstos. Mi hermano y yo somos expertos en estos métodos. ¿No le importa dejárnoslos y volver, quizá, después de comer?

No había alternativa posible. El comandante Smythe no tenía más remedio que fiarse totalmente de los Foo. Podían inventarse cualquier cifra y él tendría que aceptarla. Fue al Myrtle Bank y pidió un par de tragos fuertes con un bocadillo, que se le quedó atragantado. Después regresó a la fresca oficina de los Foo.

El escenario era el mismo: los dos sonrientes hermanos, los dos lingotes de oro, el maletín y, ahora, una hoja de papel y una Parker de oro delante del hermano mayor.

—Hemos solucionado el problema de sus magníficos lingotes —«¡Estupendo! ¡Gracias a Dios!», pensó el comandante Smythe— y estamos seguros de que querrá conocer cuál es su hipotética historia.

—Claro, claro —dijo el comandante Smythe, dando muestras de entusiasmo.

—Son lingotes alemanes, comandante. Probablemente del Reichsbank de la época de la guerra. Lo hemos deducido porque contienen un diez por ciento de plomo. Bajo el régimen de Hitler, el Reichsbank tenía la estúpida costumbre de adulterar el oro de esta forma, lo que, al conocerse rápidamente, provocó, en consecuencia, la bajada del precio del lingote de oro alemán, por ejemplo en Suiza, adonde muchos fueron a parar. Así que el único resultado de la estupidez alemana fue que el banco nacional de Alemania perdiera su reputación de honradez en los negocios que se había ganado durante siglos. —La sonrisa del chino no se alteró.— Muy mal negocio, comandante. Muy estúpido.

El comandante Smythe se maravilló ante la omnisciencia de aquellos dos hombres, tan alejados de los grandes canales comerciales del mundo, pero también la maldijo. Y ahora ¿qué?

—Eso es muy interesante, señor Foo —dijo—. Pero para mí no son buenas noticias. ¿Quieren decir que estos lingotes no son una «mercancía segura», o como quiera que la llamen, en el mercado del oro?

El mayor de los Foo hizo un leve gesto de rechazo con la mano derecha.

—No tiene importancia, comandante, o mejor dicho, tiene muy poca importancia. Venderemos su oro por su valor real, digamos, un ochenta y nueve por ciento de pureza. El comprador final podrá refinado o no. Eso no es asunto nuestro. Nosotros habremos vendido un producto fiable.

—Pero a un precio más bajo.

—Así es, comandante. Pero creo que también puedo darle buenas noticias. ¿Ha calculado usted el valor de estos dos lingotes?

Había pensado que valían unas veinte mil libras.

El mayor de los Foo rió secamente.

—Creo que, si lo vendemos con prudencia y poco a poco, obtendrá más de cien mil dólares, comandante, descontando, claro está, nuestra comisión, que incluirá los gastos de transporte e imprevistos.

—¿Y cuánto es eso?

—Pensábamos en un diez por ciento, comandante. Si le parece bien.

El comandante Smythe tenía la idea de que los tratantes de oro cobraban un porcentaje del uno por ciento, pero ¡qué diablos!… Desde la hora de comer había ganado ya unas diez mil libras. Asintió con un «Hecho», se levantó y les ofreció la mano por encima del escritorio.

A partir de ese momento, cada tres meses, visitaría la oficina de los Foo, llevando su maletín vacío. Allí encontraría, encima del gran escritorio, quinientas libras nuevas jamaicanas en bonitos fajos, los dos lingotes de oro, que iban disminuyendo centímetro a centímetro, y una hoja mecanografiada con la cantidad vendida y el precio obtenido en Macao. Todo era muy sencillo y amistoso y, también, muy profesional. El comandante Smythe no creía estar sometido a ningún otro tipo de reducción que no fuera el diez por ciento, previa y debidamente acordado. Con dos mil libras netas al año tenía bastante, y su única preocupación era que Hacienda fuera detrás de él a preguntarle de qué vivía. Mencionó esta posibilidad a los Foo, quienes le dijeron que no se preocupara, y en los dos semestres siguientes dejaron sobre la mesa cuatrocientas libras en vez de las quinientas, sin ningún comentario por parte de nadie. La nueva «reducción» se había repartido en el lugar adecuado.

Así que los días perezosos y soleados continuaron pasando y se convirtieron en años. Los Smythe engordaron. El comandante tuvo su primera trombosis coronaria y recibió instrucciones del médico de reducir el consumo de alcohol y cigarrillos y de tomarse la vida con más calma. También debía evitar las grasas y los fritos. Al principio, Mary Smythe intentó tratarlo con firmeza, pero después, cuando él empezó a beber a escondidas y a llevar una vida de pequeñas mentiras y evasivas, resolvió dar marcha atrás en el intento de controlar los excesos de su marido. Pero ya era demasiado tarde. Mary se había convertido en el símbolo del guardián para el comandante Smythe, quien empezó a evitarla. Ella lo acusó de no quererla ya y, cuando las discusiones fueron demasiado para Mary, se convirtió en una adicta a los somníferos. Un día, después de una acalorada discusión de borrachos, se tomó una sobredosis «sólo para que él se enterara».

Fue una sobredosis demasiado generosa y la mató. Se echó tierra al asunto del suicidio, aunque fue una mancha negra en la historia del comandante Smythe. Este regresó a North Shore, que, a pesar de estar sólo a unos cinco kilómetros de la capital, al otro lado de la isla, es un mundo totalmente diferente, incluso en una sociedad tan pequeña como la de Jamaica. Después de su segunda trombosis se instaló en «Pequeña Ola», donde intentaba suicidarse por medio de la bebida. Fue entonces cuando apareció en escena ese tal Bond con el ofrecimiento de una muerte alternativa y garantizada en el bolsillo.

El comandante Smythe miró el reloj. Pasaban unos minutos de las doce. Se levantó, se sirvió otro coñac con ginger-ale bien cargado y salió al jardín. James Bond estaba sentado bajo los almendros mirando el mar y no levantó la vista cuando el comandante Smythe cogió otra silla de jardín y dejó la bebida a su lado en el suelo.

—Sí, era más o menos tal como lo imaginaba —dijo Bond fríamente cuando el comandante Smythe terminó de contar su historia.

—¿Quiere que lo ponga por escrito y la firme?

—Si usted quiere…, pero no hace falta. Eso le corresponde al consejo de guerra. Sus antiguos compañeros se encargarán del caso. Yo no tengo nada que ver con los aspectos legales; escribiré un informe para mi servicio sobre lo que usted me ha contado y ellos lo entregarán a los Royal Marines. Supongo que después pasará al fiscal del Estado vía Scotland Yard.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto.

—¿Cómo lo averiguaron?

—Era un glaciar pequeño. El cuerpo de Oberhauser salió este año a la superficie, al fundirse la nieve de primavera. Unos montañeros lo encontraron. Todo estaba intacto. Su familia lo identificó. Después sólo fue cuestión de reconstruir la historia y las balas fueron cruciales.

—¿Y cómo se mezcló usted en este asunto?

—El MOB era responsabilidad de mi… llamémosle servicio. Los papeles llegaron a nuestras manos y los vi por casualidad. Como tenía tiempo disponible, pedí que me asignaran el caso de atrapar al hombre que lo había hecho.

—¿Por qué?

James Bond miró al comandante Smythe directamente a los ojos.

—Resulta que Oberhauser era amigo mío. Me enseñó a esquiar antes de la guerra, cuando yo era un adolescente. Era un hombre estupendo y fue una especie de padre en la época en que lo necesitaba.

—Ya veo. —El comandante Smythe desvió la mirada.— Lo siento.

—Bueno, me vuelvo a Kingston. —James Bond se levantó y le tendió la mano.— No, no se moleste. Volveré solo al coche. —Miró al otro hombre y, bruscamente, casi con dureza (quizá para disminuir lo embarazoso de la situación, pensó el comandante Smythe), añadió—: Todavía tardarán una semana en enviar a alguien para que se haga cargo de su vuelta a casa.

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