El día había empezado normalmente. El comandante Smythe había despertado de su sueño de seconal, se había tomado un par de Panadols —el estado de su corazón le impedía tomar aspirina—, se había duchado y, sentado bajo los almendros a modo de sombrilla, había repartido entre los pájaros las sobras del desayuno, que apenas había probado. Después se había tomado las dosis administradas de anticoagulante y las pastillas para la tensión. Ahora mataba el tiempo con el
Daily Gleaner
hasta el tentempié de las once que, desde hacía unos meses, había adelantado a las diez y media. Acababa de servirse el primero de los dos ginger-ales muy cargados de coñac, «la bebida del bebedor», cuando oyó un coche que se acercaba por el camino de entrada.
Luna, su ama de llaves de color, salió al jardín y anunció:
—Un señor querer verle, comandante.
—¿Cómo se llama?
—Él no dice, comandante. Él dice decirle viene de la Casa del gobernador.
El comandante sólo llevaba unos viejos pantalones cortos de color caqui y sandalias.
—De acuerdo, Luna —dijo—. Llévalo al salón y dile que no tardaré.
Rodeó la casa por detrás hasta su dormitorio, donde se puso una sahariana blanca, unos pantalones y se peinó. ¡La Casa del gobernador! ¿Qué diablos ocurría?
En cuanto entró al salón y vio a un hombre alto con traje azul oscuro, de pie ante el ventanal con vistas al mar, el comandante Smythe presintió ya la mala noticia. Cuando el hombre se dio la vuelta lentamente para mirarlo con sus ojos gris azulado, de manera grave y atenta, supo que se trataba de un asunto oficial, y cuando su alegre sonrisa quedó sin respuesta, tuvo la certeza de que era un asunto oficial desagradable. Un escalofrío recorrió su espalda. De algún modo, «ellos» lo habían descubierto.
—Hola, hola. Soy Smythe. Según parece, viene usted de la Casa del gobernador. ¿Cómo está sir Kenneth?
Por algún motivo, estrecharse las manos estaba fuera de lugar.
—No le he visto —dijo el hombre—. Llegué hace sólo un par de días y he estado visitando la isla la mayor parte del tiempo. Me llamo Bond, James Bond. Pertenezco al Ministerio de Defensa.
El comandante Smythe recordaba aquel antiguo eufemismo del Servicio Secreto.
—¡Oh! ¿La vieja empresa? —exclamó, con forzada animación.
Bond ignoró la pregunta.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
—Claro. En cualquier sitio. ¿Aquí o en el jardín? ¿Quiere algo de beber? —El comandante Smythe hizo tintinear el hielo del vaso que todavía tenía en la mano.— Ron con ginger es el veneno local. Yo prefiero el ginger sólo.
La mentira surgió con la facilidad automática del alcohólico.
—No, gracias. Y éste es un buen sitio.
El hombre se apoyó con negligencia en el amplio alféizar de caoba.
El comandante Smythe se sentó y apoyó una pierna con desenvoltura en el brazo de una de las cómodas sillas coloniales que había hecho copiar a un carpintero local de un original. Se acercó de un tirón la mesilla de las bebidas, dio un buen trago y deslizó el vaso con mano firme y deliberada dentro del agujero de la madera.
—Bien —dijo animadamente, mirando al otro hombre directamente a los ojos—. ¿En qué puedo servirle? ¿Han enviado a alguien a hacer un trabajito sucio a North Shore y necesitan que les eche una mano? Estaré encantado de volver a la batalla. Ha pasado mucho tiempo desde esa época, pero todavía recuerdo los viejos procedimientos.
—¿Le importa si fumo?
El hombre ya tenía la pitillera en la mano, una pitillera plana metálica con capacidad para unos cincuenta cigarrillos. De alguna manera, aquel pequeño signo de flaqueza compartida reconfortó al comandante Smythe.
—¡Pues claro, mi querido amigo!
Hizo un movimiento para levantarse, con el encendedor preparado.
—Ya está, gracias. —James Bond ya había encendido el cigarrillo.— No, no se trata de nada local. Quiero…, me han enviado para preguntarle si recuerda su trabajo para el Servicio al final de la guerra. —James Bond hizo una pausa y miró atentamente al comandante Smythe.— Especialmente la época en la que usted trabajaba con la Miscellaneous Objectives Bureau
[3]
.
El comandante Smythe lanzó una risotada. Lo sabía. Sin duda lo había sabido desde el principio, pero cuando salió de los labios de ese hombre, la risa del comandante Smythe emergió con la fuerza del grito de un hombre cuando le pegan.
—¡Dios mío, sí! El viejo y buen MOB. ¡Eso sí que fue divertido!
Volvió a reír. Sintió un dolor en el corazón que le atravesaba el pecho, provocado por la presión que sabía que se avecinaba. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón, inclinó el frasquito sobre la palma de la mano y se puso una pastilla blanca de TNT bajo la lengua. Le divirtió ver cómo la tensión envolvía al otro hombre, a juzgar por el modo en que sus ojos se entornaron alertamente. «No te preocupes, querido amigo. No es una pastilla de veneno.»
—¿Tiene usted problemas de acidez de estómago? —preguntó—. ¿No? Me mata cuando pillo una borrachera. Anoche, en la fiesta del Jamaica Inn. Debería dejar de pensar que aún tengo veinticinco años. Bueno, volvamos al MOB. Supongo que ya no quedamos muchos. —Sintió cómo el dolor en el pecho volvía a su guarida.— ¿Tiene algo que ver con la Historia oficial?
James Bond observó la punta de su cigarrillo.
—No exactamente.
—Supongo que sabe que escribí la mayor parte del capítulo sobre el cuerpo para el Libro de guerra. Hace ya mucho tiempo de eso. Dudo ahora que pudiera añadir nada más.
—¿Nada sobre aquella operación en el Tirol, en un lugar llamado Ober Aurach, aproximadamente a un kilómetro y medio al este de Kitzbühel?
Uno de los nombres con los que había estado viviendo durante todos esos años arrancó otra brusca risotada al comandante Smythe.
—¡Eso fue pan comido! Seguro que nunca ha visto un desbarajuste como aquél. Todos aquellos de la Gestapo con sus amiguitas. Y todos borrachos como esponjas. Tenían sus archivos muy bien ordenaditos y nos los dieron sin rechistar. Pensaban que así conseguirían un mejor trato, supongo. Echamos un primer vistazo a todo el material y luego los enviamos a todos al campamento de Munich. Fue lo último que supe de ellos. Me imagino que a la mayoría los colgaron por crímenes de guerra. Enviamos todos los papelotes al Cuartel General en Salzburgo. Después nos fuimos hacia el valle Mittersill para encontrar otro escondrijo. —El comandante Smythe echó otro trago y encendió un cigarrillo. Levantó la vista.— En resumen, eso fue lo que pasó.
—Usted era el Número 2 en esa época, creo. El oficial al mando era un norteamericano, un tal coronel King, del ejército de Patton.
—Exacto. Un buen tipo. Llevaba bigote, lo cual no es muy norteamericano. Sabía mucho sobre los vinos locales. Un individuo bastante civilizado.
—En el informe sobre la operación, escribió que le entregó todos los documentos para una inspección preliminar, puesto que era el experto en alemán de la unidad. ¿Usted se los devolvió todos, junto con sus comentarios? —James Bond hizo una pausa.— ¿Todos y cada uno de ellos?
El comandante Smythe ignoró la indirecta.
—Exacto. La mayoría era listas de nombres. Datos de contraespionaje. La gente de contraespionaje en Salzburgo se sintió muy satisfecha con tal material. Les proporcionó muchas pistas nuevas. Supongo que los originales estarán tirados por alguna parte. Seguramente se usaron en los Juicios de Nuremberg. ¡Sí, señor! —El comandante Smythe se puso melancólico, como si hablara con un antiguo colega.— Aquéllos fueron unos de los mejores meses de mi vida, corriendo por todo el país con el MOB. ¡Vino, mujeres y música! ¡Ya lo creo!
En ese momento, el comandante Smythe decía toda la verdad. Hasta 1945, había pasado una guerra muy incómoda. Cuando se formaron los Comandos en 1941, se ofreció voluntario y fue trasladado en comisión de servicios desde los Royal Marines al Cuartel General de operaciones conjuntas bajo las órdenes de Mountbatten. Allí, su excelente alemán —su madre había nacido en Heidelberg— le procuró el poco envidiable trabajo de interrogador de primera línea en las operaciones del comando al otro lado del Canal. Tuvo suerte de salir ileso de esos dos años de trabajo y con la OBE (militar), que durante la última guerra apenas había sido concedida. Entonces, para preparar la derrota de Alemania, el Servicio Secreto y Operaciones Conjuntas formaron el MOB, y al comandante Smythe se le otorgó de manera temporal el rango de teniente coronel y se le encargó formar una unidad con el objetivo de limpiar las guaridas de la Gestapo y la Abwehr cuando se produjera el hundimiento de Alemania. El OSS
[4]
se enteró del plan e insistió en apuntarse al carro para ocuparse del lado norteamericano del frente y así se crearon no una sino seis unidades, que entraron en acción en Alemania y Austria el día de la rendición. Eran unidades de veinte hombres, cada una con un carro blindado ligero, seis jeeps, un vehículo, radio y tres camiones, y controladas por un mando conjunto angloamericano en el SHAEF
[5]
, el cual también les proporcionaba los objetivos a partir de la información de las unidades de Inteligencia de la SIS
[6]
y la OSS. El comandante Smythe había sido el Número 2 del destacamento «A» destinado al Tirol —un área llena de buenos escondrijos con una salida fácil a Italia y, quizás, fuera de Europa—. Se sabía que esa zona había sido escogida como escondite número uno por la gente perseguida por el MOB. Y, tal como el comandante Smythe le dijo a Bond, se lo habían pasado de miedo. Y sin disparar un solo tiro, excepto, claro está, los dos disparados del comandante Smythe.
—¿Le suena de algo el nombre de Hannes Oberhauser? —preguntó James Bond, como de pasada.
El comandante Smythe frunció el ceño, tratando de recordar.
—La verdad es que no.
Aunque hacía cuarenta grados a la sombra, se estremeció.
—Deje que le refresque la memoria. El mismo día en que le entregaron los documentos que debía revisar, usted había estado preguntando, en el Hotel Tiefenbrunner donde se alojaba, quién era el mejor guía de montaña en Kitzbühel. Le informaron que era Oberhauser. Al día siguiente, pidió a su oficial al mando un día de permiso, que le fue concedido. A la mañana siguiente, muy temprano, fue al chalé de Oberhauser, lo arrestó y se lo llevó en su jeep. ¿Le suena?
Esa frase: «refrescar la memoria». ¿Cuántas veces la había usado el propio comandante Smythe tratando de atrapar a un alemán mentiroso? «¡Tómate tu tiempo! Has estado esperando algo así durante años.» El comandante Smythe movió la cabeza, dudando.
—La verdad es que no.
—Un hombre con el pelo gris y un poco cojo. Hablaba algo de inglés porque había sido monitor de esquí antes de la guerra.
El comandante Smythe miró con aire inocente aquellos ojos claros y fríos.
—Lo siento. No puedo ayudarle.
James Bond sacó un pequeño bloc de piel azul de su bolsillo interior y pasó algunas páginas. Después paró y levantó la vista.
—En aquella época, llevaba usted un revólver de reglamento Webley & Scott del 45 con el número de serie 8967/362.
—Sin duda era una Webley. Un arma condenadamente difícil de manejar. Ojalá hubiera existido en aquella época algo parecido a la Luger o la Beretta pesada. Pero la verdad es que nunca me fijé en el número.
—El número es correcto —dijo James Bond—. Sé la fecha en que el Cuartel General se la entregó y la fecha en que usted la devolvió. Firmó ambas veces en el registro.
El comandante Smythe se encogió de hombros.
—Entonces debía ser mi pistola —imprimió un tono de impaciencia en su voz—. Pero si no le importa decírmelo, ¿de qué va todo esto?
James Bond lo miró casi con curiosidad, aunque le habló sin crueldad.
—Usted sabe muy bien de qué va, Smythe. —Calló un instante, como si reflexionara.— Le diré lo que haremos. Saldré al jardín unos diez minutos para que pueda pensar. Ya me llamará —añadió con seriedad—. Todo sería mucho más fácil si me lo contara con sus propias palabras.
Se dirigió a la puerta del jardín y se dio la vuelta.;
—Me temo que sólo se trata de añadir unos pocos detalles. Debe saber que ayer tuve una charla con los hermanos Foo en Kingston.
Salió en dirección al césped.
En parte, el comandante Smythe se sintió aliviado. Al menos ahora, la lucha por ser más listo que ellos, el intento de inventar coartadas, las evasivas habían terminado. Si ese Bond había conseguido llegar a los Foo, a cualquiera de los dos, ellos ya se habrían ido de la lengua. Llevarse mal con el gobierno era lo que menos les interesaba y, además, sólo quedaban quince centímetros del material.
El comandante Smythe se levantó bruscamente, se acercó al bien provisto aparador y se sirvió otro coñac con ginger ale, casi mitad y mitad. Al fin y al cabo, ¡mejor aprovecharse ahora mientras todavía tenía tiempo! El futuro no le depararía más oportunidades como aquélla. Volvió a su silla y encendió el cigarrillo número veinte del día. Se miró el reloj: eran las once y media. Si lograba librarse de aquel tipo en una hora, todavía podría pasar un buen rato con su «gente». Se quedó allí sentado, bebiendo y ordenando sus ideas. Podía extenderse con su historia o resumirla, hablar del tiempo que hacía y del olor de las flores y los pinos de la montaña, o podía hacer un resumen. Mejor sería hacer un resumen.
De pie en la gran habitación doble del Tiefenbrunner, entre aquel montón de papelotes amarillentos y grises esparcidos sobre la cama vacía, el comandante sólo echaba un vistazo aquí y allá, sin buscar nada en concreto, concentrándose en aquellos en que se leía en rojo:
KOMMANDOSACHE, HOECHST VERTRAULICH
. No había muchos así; en su mayoría eran informes confidenciales sobre altos cargos alemanes, mensajes codificados e incompletos de los Aliados que habían sido interceptados e información sobre el paradero de depósitos secretos. Dado que estos últimos eran el principal objetivo del destacamento «A», el comandante Smythe los había examinado con especial emoción: comida, explosivos, armas, informes de espías, archivos sobre el personal de la Gestapo, ¡un gran botín! Pero entonces, abajo de todo, había encontrado un sobre sellado con cera roja y que advertía:
ABRIR SÓLO EN CASO DE EMERGENCIA FINAL
. Sólo contenía una sola hoja de papel, que no estaba firmada y tenía escritas unas pocas palabras con tinta roja. El encabezamiento decía
VALUTA
, y debajo se leía
WILDE KAISER, FRANZISKANER HALT. 100 M. OESTLICH STEINHÜGEL. WAFFENKISTE. ZWEI BAR 24 KT
y después una lista de medidas en centímetros. El comandante Smythe separó las manos como si mostrara el tamaño de un pez que había pescado. Cada lingote debía de ser casi tan grande como un par de ladrillos. ¡Y pensar que en aquel momento un soberano inglés de sólo dieciocho quilates se vendía por dos o tres libras! ¡Aquello era una verdadera fortuna! ¡Unas cuarenta o cincuenta mil libras! ¡Quizá incluso cien mil! No pensó en nada, pero, con rapidez y frialdad, por si alguien entraba, quemó el papel y el sobre con una cerilla, convirtió en polvo las cenizas y las tiró por el retrete. Después sacó su mapa militar, a gran escala, de la zona y, en un instante, puso su dedo encima del Franziskaner Halt. Aparecía señalado como un refugio de montaña deshabitado situado en un paso, justo debajo del más alto de los picos orientales de las montañas Kaiser, la impresionante cordillera de gigantes dientes de piedra que proporcionaba a Kitzbühel un horizonte amenazador por el norte. El cúmulo de piedras debía de estar allí, señaló con su dedo. ¡Y pensar que toda aquella fortuna estaba sólo a dieciséis kilómetros de allí! ¡Apenas cinco horas escalando!