Octopussy (3 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Octopussy
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El principio había sido tal y como lo había descrito Bond. Fue al chalé de Oberhauser a las cuatro de la madrugada, arrestó al hombre y dijo a su llorosa familia que se lo llevaba a un campamento de interrogatorios en Munich. Si el historial del guía estaba limpio, estaría de vuelta al cabo de una semana. Si la familia armaba un escándalo, sólo crearía problemas a Oberhauser. Smythe se había negado a dar su nombre y había tenido la previsión de ocultar la matrícula de su jeep. En veinticuatro horas, el destacamento «A» seguiría su camino y, para cuando el gobierno militar llegara a Kitzbühel, el incidente se diluiría en la maraña provocada por la ocupación.

Una vez recuperado del susto, y cuando Smythe hubo hablado adrede de esquí y escalada, actividades que había practicado antes de la guerra, Oberhauser resultó ser un tipo muy agradable. Tal como Smythe quería, congeniaron rápidamente. Su ruta corría al pie de la cordillera Kaiser hacia Kufstein. Smythe conducía despacio, mientras comentaba con admiración las cimas que el amanecer teñía de rosa brillante. Finalmente, al pie del Pico del Oro, tal como él lo había bautizado, aminoró la marcha para salir de la carretera y parar en un claro cubierto de hierba. Sentado en su asiento, se dio la vuelta y dijo con franqueza:

—Oberhauser, es usted un hombre como Dios manda. Compartimos muchos intereses y su conversación y el hombre que creo que es me hacen pensar que no cooperó con los nazis. Le diré lo que haremos. Pasaremos el día escalando en el Kaiser y después lo llevaré de vuelta a Kitzbühel e informaré a mi superior de que en Munich lo han declarado inocente. —Sonrió alegremente.— ¿Qué le parece?

Aquel hombre casi lloraba de agradecimiento. Pero ¿no necesitaría algún papel que demostrara que él era un buen ciudadano? Claro. La firma del comandante Smythe bastaría. Sellaron su pacto y el jeep enfiló por un sendero. Una vez lo hubo escondido bien de la carretera, ambos bajaron del coche y empezaron, con paso firme, la ascensión por las estribaciones perfumadas de pino.

Smythe iba bien equipado. No llevaba nada bajo la guerrera, unos pantalones cortos y un par de excelentes botas con suela de goma pertenecientes a los paracaidistas norteamericanos. El único peso que llevaba era el Webley & Scott y, puesto que al fin y al cabo Oberhauser formaba parte del enemigo, actuó con prudencia y no le sugirió que lo dejara detrás de una roca. Oberhauser llevaba su mejor traje y sus botas, pero no parecían molestarle. Aseguró al comandante Smythe que no necesitarían cuerdas ni pitones para ascender y que había una cabaña justo encima de ellos, donde podrían descansar. Se llamaba Franziskaner Halt.

—¿De veras? —preguntó el comandante Smythe.

—Sí, y debajo hay un pequeño glaciar. Es muy bonito, pero subiremos rodeándolo. Hay muchas grietas.

—No me diga —dijo el comandante Smythe, pensativo.

Observó la parte posterior de la cabeza de Oberhauser, ahora perlada por el sudor. Después de todo, sólo era un maldito alemán o, al menos, algo parecido. ¿Qué importaba uno más o menos? Todo saldría a pedir de boca. Lo único que preocupaba al comandante Smythe era cómo bajar el puñetero oro de la montaña. Decidió que encontraría el modo de colgar de su espalda los lingotes. Al fin y al cabo, podía arrastrarlos la mayor parte del camino en la caja de municiones o de lo que fuera.

Fue una caminata dura y larga montaña arriba, y cuando hubieron pasado la zona boscosa, salió el sol y empezó a hacer mucho calor. Después, sólo había rocas y piedras. Avanzaban en largos zigzags y, a su paso, se desprendían piedras y cantos que caían rodando y saltando por la pendiente, cada vez más pronunciada a medida que se acercaban al último peñasco, gris y amenazador, que se proyectaba sobre el azul del cielo por encima de sus cabezas. Los dos iban desnudos de cintura para arriba y sudaban tanto que el sudor les bajaba por las piernas y se les introducía en las botas; pero, a pesar de la cojera de Oberhauser, siguieron a buen ritmo. Cuando se pararon para beber algo y refrescarse junto a un veloz riachuelo, Oberhauser felicitó al comandante Smythe por su excelente forma física. El comandante Smythe, que pensaba en sus cosas, repuso con brusquedad y mintió al decir que todos los soldados ingleses estaban en buena forma. Prosiguieron su camino.

La cara rocosa no fue difícil. El comandante Smythe ya lo había supuesto porque, de lo contrario, no se habría podido construir un refugio de montaña en la cornisa. Había agujeros para apoyar el pie excavados en la pared y, de vez en cuando, pitones de hierro clavados en las grietas. Sin embargo, solo, no hubiera podido encontrar las vías más difíciles. Se felicitó por haber decidido llevarse a un guía.

De improviso, la mano de Oberhauser, tanteando para encontrar un sitio donde cogerse, se agarró a una gran roca que, floja por años de nieve y escarcha, se soltó y cayó rodando con estrépito montaña abajo. Súbitamente, el comandante Smythe pensó en el ruido.

—¿Hay mucha gente por aquí? —preguntó, mientras miraban cómo la piedra se precipitaba hasta la zona boscosa.

—No hay nadie hasta llegar a Kufstein —dijo Oberhauser. Señaló la árida cordillera de elevadas cimas—. No hay pastos. Poca agua. Sólo vienen los montañeros. Y desde que empezó la guerra…

Dejó la frase sin terminar.

Bordearon el glaciar azulado, situado debajo del último tramo de escalada hacia la cornisa. La mirada atenta del comandante Smythe calculó la amplitud y profundidad de las grietas. Sí, ¡serían perfectas! Justo encima de ellos, a unos treinta metros al abrigo de la cornisa, se encontraban las deterioradas tablas de la cabaña. El comandante Smythe calculó el ángulo de la pendiente. Sí, era casi vertical. ¿Ahora o después? Sería mejor después. El dibujo de la última vía no era muy claro.

En apenas cinco horas alcanzaron la cabaña. El comandante Smythe dijo que quería hacer sus necesidades y se alejó con aire despreocupado hacia el este, sin prestar atención a los ochenta kilómetros de maravillosas vistas de Austria y Baviera que se extendían a ambos lados, y desapareció en la calima. Contó sus pasos cuidadosamente. A exactamente 120 pasos, había un montículo de piedras, que quizás conmemoraba la amistad de un montañero muerto hacía ya tiempo. Pero el comandante Smythe sabía de qué se trataba y se moría de ganas de deshacerlo en ese mismo instante. Sin embargo, sacó su Webley & Scott, miró con los ojos entrecerrados el cañón e hizo girar el cilindro. Después emprendió el camino de vuelta.

Allí arriba, a tres mil metros o más, hacía frío, y Oberhauser, que había entrado en la cabaña, se afanaba en encender un fuego. El comandante Smythe dominó el horror que la escena le producía.

—Oberhauser —dijo con animación—. Salga y enséñeme las vistas. Desde aquí son maravillosas.

—Claro, comandante.

Oberhauser salió de la cabaña siguiendo al comandante Smythe. Una vez fuera, metió la mano en el bolsillo y sacó algo envuelto en un papel. Lo desenvolvió y mostró una salchicha dura y arrugada que ofreció al comandante.

—Sólo es lo que nosotros llamamos «Soldat» —dijo tímidamente—. Carne ahumada. Muy dura, pero buena —sonrió—. Es parecido a lo que comen en las películas del Oeste. ¿Cómo se llama?

—«Biltong» —dijo el comandante. Luego (más adelante, pensar en ello le asquearía un poco) añadió—: Déjelo en la cabaña. Nos lo comeremos después. Venga aquí. ¿Se puede ver Innsbruck? Muéstreme la vista desde este lado.

Oberhauser entró en la cabaña y volvió a salir. El comandante se situó detrás de él mientras hablaba, señalando un lejano campanario de iglesia o el pico de una montaña.

Llegaron al punto situado justo encima del glaciar. El comandante Smythe sacó su revólver y, a una distancia de medio metro, disparó dos balas en la base del cráneo de Hannes Oberhauser. ¡No podía fallar! ¡Muerte segura!

El impacto de las balas derribó al guía, cuyo cuerpo cayó por el borde. El comandante Smythe se asomó para ver cómo el cuerpo golpeaba dos veces contra la superficie y aterrizaba en el glaciar, pero no en la fisura de origen, sino ¡a medio camino y en el centro de un parche de nieve medio derretida!

—¡Mierda! —exclamó el comandante Smythe.

El fuerte estruendo de los dos disparos, cuyo eco resonaba entre las montañas, se apagó. El comandante Smythe dio un último vistazo a la mancha oscura que yacía sobre la blanca nieve y se alejó por la cornisa. ¡Lo primero era lo primero!

Empezó por la punta del montículo de piedras, trabajando como si el diablo lo persiguiera, lanzando piedras por la pendiente a diestro y siniestro. Empezaron a sangrarle las manos, pero él casi ni se dio cuenta. ¡Sólo faltaba medio metro más o menos! ¡Casi nada! Se inclinó con movimientos febriles sobre el último montón. ¡Ahí estaba! ¡Sí! El borde de una caja metálica ¡Unas cuantas piedras más y era suyo! Una caja de municiones gris y sólida de la Wehrmacht con unas letras medio borradas. El comandante Smythe soltó un grito de alegría. Se sentó en una piedra y llenó su mente de Bentleys, Monte Cario, áticos, Cartier, champán, caviar y, extrañamente, puesto que le gustaba el golf, un juego nuevo de palos Henry Cotton.

Embriagado por sus sueños, el comandante Smythe se quedó allí sentado mirando la caja gris durante un buen cuarto de hora. Después miró el reloj y se levantó rápidamente. Era el momento de librarse de las pruebas. La caja tenía una asa en cada extremo. El comandante Smythe había imaginado que pesaría mucho; mentalmente había comparado su peso con el objeto más pesado que había cargado en su vida: un salmón de casi veinte kilos pescado en Escocia, justo antes de la guerra. Sin embargo, la caja pesaba más del doble y sólo pudo sacarla de su lecho de rocas y dejarla sobre la fina hierba alpina. Envolvió una de las asas con su pañuelo y la arrastró torpemente hasta la cabaña. Después se sentó en el escalón de piedra de la entrada y, sin perder de vista la caja, mordió con sus fuertes dientes la salchicha ahumada de Oberhauser, mientras pensaba cómo bajar de 1a montaña las cincuenta mil libras —la cifra que había calculado— y dejarlas en un nuevo escondrijo.

La salchicha era, sin duda, comida de montañero: dura, con grasa y un fuerte sabor a ajo. Se le metieron algunas hebras entre los dientes. Incómodo, se las sacó con el palito de una cerilla y las escupió en el suelo. Fue entonces cuando su mente de espía se puso en marcha y, con gran meticulosidad, buscó las hebras entre las piedras y la hierba, las recogió y se las tragó. A partir de ese momento era un delincuente, tan delincuente como si hubiera atracado un banco y matado al guardia. Era un «bueno» que se había vuelto «malo». ¡Debía recordarlo siempre! Si no lo hacía, moriría; moriría en vez de Cartier. Todo lo que tenía que hacer era ser extremadamente cuidadoso. ¡Sería cuidadoso, por Dios, sí lo sería! Y entonces, para siempre jamás, sería rico y feliz. Después de tomarse la minuciosa molestia de borrar cualquier signo de entrada en la cabaña, arrastró la caja de municiones hasta el borde de la pared, apuntó lejos del glaciar, la inclinó y, con una plegaria, la soltó al vacío.

La caja gris, girando lentamente en el aire, golpeó la primera pendiente inclinada bajo la pared de la montaña, cayó treinta metros más y aterrizó con un estrépito metálico sobre un montón de piedras sueltas, donde se paró. El comandante Smythe no podía ver si se había abierto con los golpes. ¡Sería un detalle que la montaña lo hiciera por él!

Después de echar un último vistazo a su alrededor, empezó a bajar. Tomaba grandes precauciones en cada pitón, comprobaba cada agujero antes de apoyar el pie o la mano. Ahora, en el descenso, su vida era mucho más valiosa de lo que había sido durante la subida. Se dirigió al glaciar, caminando con dificultad por la nieve a medio derretir hasta la mancha oscura de aquel campo de hielo. No podía hacer nada con las huellas de sus pies. Dentro de unos pocos días, el sol las derretiría. Se acercó al cuerpo. Había visto muchos cadáveres durante la guerra; la sangre y los miembros rotos no significaban nada para él. Arrastró los restos mortales de Oberhauser hasta la grieta profunda más cercana, donde los arrojó. Después rodeó cuidadosamente el borde de la grieta y tiró la nieve amontonada encima del cuerpo. Satisfecho con su obra, volvió sobre sus pasos, pisando exactamente encima de sus propias huellas, y emprendió el camino, pendiente abajo, hasta la caja de municiones.

Sí, la montaña había abierto la caja por él. Casi con despreocupación, desgarró el envoltorio de papel. Los dos enormes pedazos de metal brillaron bajo el sol. Ambos tenían las mismas marcas: la esvástica dentro de un círculo bajo un águila y la fecha, 1943, las marcas del Reichsbank. El comandante Smythe movió la cabeza en ademán de aprobación. Volvió a colocar el papel en su sitio y, para cerrar un poco la caja, golpeó su tapa deformada con una piedra. Después ató la correa de su Webley alrededor de una de las asas y siguió bajando por la montaña, arrastrando torpemente la carga detrás de él.

Pasaba ya de la una del mediodía y el sol calentaba con fuerza su pecho desnudo, friéndolo en su propio sudor. Los hombros enrojecidos empezaron a quemarle, igual que la cara. ¡Al diablo con ellos! Paró al lado del riachuelo procedente del glaciar, mojó el pañuelo en el agua y se lo ató alrededor de la cabeza. Bebió con ansia y siguió el camino, maldiciendo de tanto en tanto a la caja de municiones cuando le golpeaba los talones. Sin embargo, aquellas incomodidades, las quemaduras del sol y los rasguños, no eran nada comparadas con lo que le esperaba cuando llegara al valle y caminara en el llano. Por ahora, tenía la fuerza de gravedad a su favor. Llegaría el momento en que, al menos durante un kilómetro y medio, tendría que arrastrar aquel puñetero peso. El coman-dante Smythe hizo una mueca de dolor, pensando en los estragos que tal ejercicio causaría a su espalda quemada.

«¡Y qué! —se dijo, medio mareado—.
Il faut souffrir pour étre millionaire!
[7]
».

Cuando llegó al final y tuvo que tirar de la carga, se sentó a descansar bajo los abetos de una loma cubierta de musgo. Extendió su guerrera en el suelo y colocó en el centro los dos lingotes que había sacado de la caja. Tan fuerte como pudo, ató los faldones de la chaqueta a la sisa, allí donde se unían las mangas con los hombros. Después de cavar un agujero profundo en la loma y enterrar la caja vacía, hizo un fuerte nudo con los puños de la guerrera, se arrodilló y metió la cabeza en la tosca correa; a continuación colocó sus manos a cada lado del nudo para protegerse el cuello y se levantó tambaleante, inclinándose hacia delante para contrarrestar el peso. Luego, abrumado por una carga que pesaba la mitad de su propio peso, con la espalda dolorida a causa del contacto con el bulto y el aliento que silbaba a través de sus pulmones contraídos, avanzó, como un perro, arrastrando los pies por el sendero que atravesaba el bosque.

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