Después se alejó, cruzando el jardín y la casa. El comandante Smythe oyó el zumbido metálico del arranque automático y el rumor de la gravilla del descuidado sendero.
Mientras buscaba a su presa en el arrecife, el comandante Smythe meditaba sobre el significado exacto de las últimas palabras de James Bond. Bajo sus gafas Pirelli, los labios dejaron al descubierto los manchados dientes, en una mueca de tristeza. Era evidente. Se trataba de una nueva versión del viejo número sensiblero de dejar al oficial culpable solo con su revólver. Si ese Bond hubiera querido, podría haber llamado a la Casa del gobernador y pedir que le enviaran un oficial del Regimiento de Jamaica para ponerlo bajo arresto. En cierta manera, era muy generoso por su parte. ¿O no lo era? Un suicidio era una solución mucho más limpia, ahorraba una gran cantidad de papeleo y de dinero de los contribuyentes. ¿Debía hacerle el favor a Bond y actuar limpiamente? ¿Reunirse con Mary en donde sea que vayan los suicidas? ¿O seguir adelante y pasar por la indignidad, las fastidiosas formalidades, los titulares, el aburrimiento y la tristeza de una sentencia a cadena perpetua que acabaría, sin lugar a dudas, con su tercera trombosis? ¿O debía defenderse: alegar que eran tiempos de guerra, una lucha con Oberhauser en el Pico del Oro, un prisionero que trataba de escapar, un Oberhauser conocedor del escondrijo del oro, la tentación natural de Smythe de huir con los lingotes, él, un pobre oficial de los comandos que se encontró súbitamente con una fortuna?
¿Debía someterse con dramatismo a la compasión del tribunal? El comandante Smythe se imaginó rápidamente a sí mismo en el banquillo, una figura espléndida y erguida, cubierto de medallas y vestido con el espléndido uniforme de gala azul y grana, la vestimenta tradicional en los consejos de guerra. (¿Habrían podido las polillas entrar en la caja que guardaba en la habitación de invitados de «Pequeña Ola»?). Luna tendría que echarle un vistazo; si el tiempo lo permitía, un día al sol y un buen cepillado. Con la ayuda de su faja, seguramente podría meter los cien centímetros de su perímetro actual en los pantalones de ochenta y cinco centímetros de cintura que Gieves le había hecho hacía veinte o treinta años.
Allí, en la sala del consejo, en Chatham probablemente, el abogado defensor, un tipo de fiar y con un rango mínimo de coronel en deferencia a su propio rango superior, defendería su causa. Y siempre existía la posibilidad de apelar a una instancia superior. ¡Vaya! Su caso podía convertirse en una cause célebre. Vendería su historia a los periódicos, escribiría un libro… El comandante Smythe sintió cómo le invadía el entusiasmo. «¡Cuidado, muchacho! ¡Cuidado! ¡Recuerda lo que ha dicho aquel pájaro!» Puso los pies en el suelo y descansó en medio de las ondulantes olas de la corriente del noreste, que mantenían el agua de North Shore deliciosamente fresca hasta la llegada de los meses tórridos con la temporada de huracanes: agosto, septiembre y octubre.
Después de un par de ginebras, una comida frugal y una siesta bien empapada de alcohol, pensaría más atentamente en ello. También tenía el cóctel de los Arundel y la cena en el Club Shaw Park Beach con los Marchesi. Más tarde, una partida de buen bridge y a casa a dormir gracias al Seconal. Animado por la perspectiva de su rutina familiar, la oscura sombra de
Bond pasó a segundo plano. «Y bien, pececito, ¿dónde estás? ¡Mi pulpo está esperando su almuerzo!» El comandante Smythe inclinó la cabeza y, con la mente felizmente ocupada y ojos inquisidores, continuó buceando lentamente a lo largo del estrecho valle entre las formaciones de coral que se extendían hacia el arrecife bordeado de blanco.
Casi enseguida vio las dos antenas puntiagudas de una langosta, o más bien de su prima la langosta antillana, que se inclinaban inquisitivamente hacia él, hacia la turbulencia que él creaba, desde una profunda grieta bajo una roca. Dado el grosor de las antenas, debía de ser un buen ejemplar, de kilo y medio o dos. En circunstancias normales, el comandante Smythe habría puesto los pies en el suelo y habría agitado delicadamente la arena delante de la guarida de la langosta para hacerla salir un poco más, por ser una especie curiosa. Pero hoy sólo tenía una presa en la cabeza, una forma en la que concentrarse: la silueta crestuda e irregular de un pez escorpión. Diez minutos más tarde, vio una protuberancia de algas en una roca sobre la arena blanca que en realidad no parecía tal cosa. Puso los pies en el suelo con suavidad y observó cómo las espinas dorsales del pez se erguían. Era un ejemplar de buen tamaño, quizá pesaba unos trescientos gramos. Preparó su arpón de tres puntas y avanzó poco a poco. Los rojos y coléricos ojos, bien abiertos, lo observaban. Tendría que hacerlo en una sola y rápida arremetida, desde un ángulo lo más vertical posible porque, de lo contrario —y lo sabía por experiencia—, sus afilados y agudos pinchos saldrían sin duda disparados de su endurecida cabeza. Levantó los pies del suelo y avanzó muy lentamente, usando la mano libre como aleta. ¡Ahora! Arremetió hacia abajo. Pero el pez escorpión había sentido las leves ondulaciones del arpón al acercarse. Se levantó una nube de arena e inició una huida en vertical, zumbando casi como un pájaro, bajo el estómago del comandante Smythe.
Éste soltó una palabrota y dio media vuelta en el agua. Sí, había hecho lo que esos bichos acostumbran a hacer a menudo: buscar refugio en la roca más próxima cubierta de algas para confundirse allí, confiando en su excelente camuflaje. El comandante Smythe sólo tenía que nadar unos metros más, volver a atacar, esta vez con más puntería, para que finalmente fuera suyo y lo hiciera retorcerse y agitarse en la punta del arpón.
La excitación y el pequeño esfuerzo realizado hicieron jadear al comandante Smythe, que reconoció cómo el viejo dolor en el pecho crecía y lo invadía. Puso los pies en el suelo y, después de atravesar al pez de parte a parte con su arpón, lo levantó mientras éste se agitaba con desesperación fuera del agua. Después, y con lentitud, fue andando por la laguna hasta salir a la arena de la playa y alcanzar el banco de madera, bajo una parra. Soltó el arpón con la desesperada presa en la arena, a su lado, y se sentó para descansar.
Fue cinco minutos más tarde cuando el comandante Smythe notó un entumecimiento peculiar más o menos en la zona del plexo solar. Bajó la vista despreocupadamente y notó cómo todo su cuerpo se agarrotaba a causa del terror y la incredulidad. Una zona de la piel, del tamaño aproximado de una pelota de criquet, se le había puesto blanca a pesar del bronceado y, en medio, tenía la huella de tres pinchazos cubiertos por unas gotitas de sangre. El comandante Smythe se limpió la sangre con un gesto automático. Los agujeros presentaban el tamaño de los pinchazos de un alfiler, pero el comandante Smythe recordó el ascenso vertical del pez escorpión y exclamó:
—¡Me has pillado, cabrón! ¡Vaya si me has pillado!
Se quedó sentado muy quieto, mirándose el cuerpo, mientras recordaba lo que decía el libro americano Animales marinos peligrosos —que había tomado prestado del instituto y que nunca había devuelto— sobre las picaduras del pez escorpión. Tocó la zona blanquecina que rodeaba la picadura con delicadeza y, después, le dio unos golpecitos. Sí, la piel estaba totalmente insensibilizada y empezó a notar unos latidos de dolor por debajo de ella. Pronto el dolor sería punzante y, más tarde, se extendería por todo el cuerpo, siendo tan agudo que lo derrumbaría sobre la arena, gritando y pataleando para librarse de él. Vomitaría y echaría espuma por la boca y, después, el delirio y las convulsiones se apoderarían de él hasta perder el conocimiento. A lo que le seguiría, inevitablemente, un paro cardíaco y la muerte. Según el libro, el proceso se completaría en quince minutos. Era todo lo que le quedaba de vida, ¡un cuarto de hora de espantosa agonía! Evidentemente, si su débil corazón podía soportarlos, existían remedios: la procaína, antibióticos y antihistamínicos, pero tenían que estar al alcance de la mano, e incluso aunque pudiera subir las escaleras y suponiendo que Jimmy Greaves dispusiera de estos fármacos modernos, el médico tardaría en llegar a «Pequeña Ola» más de una hora.
La primera punzada de dolor se clavó en el cuerpo del comandante Smythe y le hizo doblarse por la mitad. Después llegó otra y luego otra, que se extendieron por su estómago y sus extremidades. Empezó a notar un gusto seco y metálico en la boca y escozor en los labios. Lanzó un gemido y derribó el banco sobre la arena. Una sacudida en la arena, junto a su cabeza, le recordó la existencia del pez escorpión. Los espasmos de dolor le dieron una tregua y todo su cuerpo empezó a arder como si estuviera en llamas aunque, bajo la agonía, su mente se despejó. ¡Pues claro! ¡El experimento! ¡De algún modo, de algún modo debía llegar hasta Octopussy y darle su comida!
«Oh, Pussy, ésta será la última comida que podré darte.»
El comandante Smythe masculló la frase para sus adentros mientras, avanzando a gatas, buscaba sus gafas y se las ponía de cualquier manera. Seguidamente cogió su arpón, coronado todavía por el pez agonizante, y, sujetándose el estómago con la mano libre, se dirigió a rastras por la arena hasta meterse en el agua.
Había unos cuarenta metros de aguas poco profundas hasta llegar a la guarida del pulpo, situada en un recoveco del coral. El comandante Smythe hizo todo el recorrido gritando de dolor bajo las gafas, pero, de algún modo, casi siempre de rodillas, conseguía avanzar. Mientras recorría los últimos metros y la profundidad del agua crecía, tuvo que levantarse, pero el dolor lo hizo tambalearse, como si fuera una marioneta manejada por invisibles hilos. Al fin llegó a su destino y, con una fuerza de voluntad suprema, se esforzó en mantenerse firme, mientras inclinaba la cabeza para que el agua entrara en las gafas y limpiara el cristal, empañado por sus gritos. A continuación, con la sangre manando de su labio inferior a causa de la fuerza con que se lo había mordido, se inclinó lentamente para investigar el interior de la casa de Octopussy. ¡Sí! La masa marrón todavía estaba allí. Se agitaba nerviosa. ¿Por qué? El comandante Smythe vio los oscuros hilos de su propia sangre serpenteando lentamente a través del agua. ¡Claro! El bichito la saboreaba. Un espasmo de dolor golpeó al comandante Smythe y lo hizo bambolearse. Se oyó a sí mismo farfullando incoherentemente. «¡Cálmate, Dexter, muchacho! ¡Tienes que dar a Pussy su almuerzo!» Dejó de temblar y, con el arpón agarrado por el extremo del asta, acercó el pez al agujero.
¿Mordería Pussy el anzuelo, aquel anzuelo envenenado que estaba matando al comandante Smythe, pero al que era posible que un pulpo fuera inmune? ¡Ojalá Bengry hubiera estado allí para verlo todo! Tres tentáculos se asomaron expectantes desde el agujero y se agitaron alrededor del pez escorpión. Una neblina gris cubrió los ojos del comandante Smythe. Se dio cuenta de que iba a perder el conocimiento y sacudió débilmente la cabeza para despejarse. ¡De repente, los tentáculos se lanzaron sobre su objetivo! Pero no era el pez, era el brazo y la mano del comandante Smythe. Su boca crispada esbozó una sonrisa de satisfacción. ¡Pussy y él se habían estrechado la mano! ¡Era fantástico! ¡Realmente estupendo!
Sin embargo, el pulpo, tranquila e implacablemente, tiró hacia abajo y una terrible certidumbre se apoderó del comandante Smythe. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y hundió el arpón. Lo único que consiguió fue acercar el pez escorpión al pulpo y poner a su disposición un trozo más de brazo. Los tentáculos le serpentearon por el brazo, tirando de él con saña. El comandante Smythe intentó quitarse las gafas demasiado tarde. Un grito apagado por el cristal vibró en la bahía desierta y su cabeza se hundió en el agua, provocando una explosión de burbujas en la superficie. Sus piernas salieron del agua y las pequeñas olas le bañaron el cuerpo con un movimiento de vaivén, mientras el pulpo exploraba la mano derecha con su orificio bucal y daba un primer mordisco de exploración a un dedo con su mandíbula en forma de pico.
Dos jóvenes jamaicanos encontraron el cuerpo cuando buscaban peces aguja con una canoa. Clavaron el arpón del comandante Smythe en el cuerpo del pulpo y lo mataron a la manera tradicional, dándole la vuelta como un calcetín y arrancándole la cabeza, para después llevar a tierra los tres cuerpos. Entregaron el cuerpo del comandante Smythe a la policía y se comieron el pez escorpión y el «gato marino» para cenar. El corresponsal local del Daily Gleaner informó de que un pulpo había matado al comandante Smythe, pero el periódico lo tradujo en «se ahogó» para no asustar a los turistas.
Más adelante, en Londres, James Bond, aunque en su fuero interno diagnosticó «suicidio», escribió el mismo veredicto: «se ahogó», junto con la fecha, en la última página, y cerró el abultado expediente.
Sólo a partir de las notas del doctor Greaves, realizador de la autopsia, fue posible reconstruir una especie de epilogo al extraño y patético final del otrora valioso oficial del Servicio Secreto.
Era un día de principios de junio excepcionalmente caluroso. James Bond dejó el lápiz gris oscuro, el que se usaba en los expedientes dirigidos a la Sección Doble 0, y se quitó la chaqueta. No se preocupó siquiera en colocarla en el respaldo de la silla ni mucho menos se tomó la molestia de levantarse para colgarla en la percha que Mary Goodnight había puesto, por propia iniciativa («¡Malditas mujeres!), detrás de la puerta verde de la Oficina de Operaciones con la que comunicaba su despacho. Tiró simplemente la chaqueta al suelo. No existía ninguna razón para mantenerla inmaculada con los pliegues impecables. No había la menor señal de trabajo por hacer. En todo el mundo reinaba la calma. Hacía ya semanas que las etiquetas de «Entrada» y «Salida» eran pura rutina. Los secretos diarios SITREP
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, incluso los periódicos, bostezaban de aburrimiento; estos últimos, por su parte, publicaban, para sus lectores, en los escándalos locales, las malas noticias, la única clase de noticias que hacen legibles páginas como ésas, ya sean ultrasecretas o estén en venta por unas cuantas monedas.
Bond odiaba estos períodos de inopia. Sus ojos y su mente apenas prestaban atención a las sucesivas páginas de una disertación mortalmente aburrida de la Sección de Investigaciones Científicas que trataba del uso que hacían los rusos del gas cianuro para matar, con la ayuda de la pistola de agua infantil más barata, de las que se accionan con una pera. Según parecía, el gas tenía un efecto inmediato, si se dirigía directamente a la cara. Estaba recomendado para mayores de veinticinco años en situación de subir escaleras o cuestas. El veredicto sería muy probablemente paro cardíaco.