Fuera, el hombre dirigió sus pasos hacia Conduit Street. Sin apresurarse, James Bond cogió un taxi con el motor y el taxímetro en marcha.
—Es ése. Toméselo con calma —dijo al conductor.
—Sí, señor —dijo el conductor del MI5, alejándose de la acera.
El hombre cogió un taxi en Bond Street. Seguirle la pista entre el fluido tráfico nocturno fue fácil. Bond se sintió aún más satisfecho cuando el taxi del ruso cogió en el parque hacia el norte y enfiló Bayswater. Sólo era cuestión de ver si giraba por la entrada privada en Kensington Palace Gardens, donde la primera casa a la izquierda era el impresionante edificio de la embajada soviética. Si así lo hacía, el asunto quedaría cerrado. Los dos policías de guardia, guardias habituales de la embajada, habían sido especialmente escogidos para aquella noche. Su trabajo consistía en confirmar que el ocupante del primer taxi entrara en la embajada soviética.
Con las pruebas del Servicio Secreto, las de Bond y las del cámara del MI5, bastaría para que el Foreign Office declarara al camarada Piotr Malinowski «persona non grata» —al aducir que realizaba labores de espionaje— y lo enviara de vuelta a casa. En la sórdida partida de ajedrez del espionaje, los rusos habían perdido una reina. La visita a la sala de subastas había resultado extremadamente satisfactoria.
Efectivamente, el primer taxi atravesó las grandes puertas de hierro forjado.
Bond sonrió con adusta satisfacción y se inclinó hacia delante.
—Gracias, conductor —dijo—. Al Cuartel General, por favor.
James Bond se encontraba en la línea de tiro de quinientos metros del famoso Polígono de Tiro Century, en Bisley. El mojón blanco clavado en la hierba junto a él marcaba 4,4 y el mismo número se repetía en el lejano parabalas, encima del blanco de unos dos metros cuadrados y que, en aquel tardío y veraniego anochecer, no parecía, a simple vista, mayor que un sello de correos. Sin embargo, las lentes de Bond, un visor de infrarrojos Sniperscope fijado en la parte superior de su fusil, cubrían la lona entera. Incluso podía distinguir los colores azul pálido y beige en que se dividía el blanco, cuya diana, de unos quince centímetros, se semejaba por su forma semicircular y su tamaño a la media luna que empezaba a asomar en el cielo, cada vez más oscuro, que coronaba las lejanas cimas de Chobham Ridges.
El último disparo de James Bond no había sido suficientemente bueno, se había desviado hacia la izquierda. Echó otro vistazo a las mangas azules y amarillas que indicaban la dirección y fuerza del viento. Ondeaban perpendicularmente al polígono de tiro, empujadas desde el este, con más fuerza que cuando había empezado a disparar, hacía ya media hora. Movió dos puntos hacia la derecha el control de azimut y volvió a ajustar la cruz filar al punto de diana. Después se apuntaló, metió el dedo en el guardamonte y lo apoyó ligeramente en la curva del gatillo, contuvo el aliento y suave, muy suavemente, apretó.
El feroz estallido del disparo resonó en el polígono vacío. El blanco desapareció de la vista e, inmediatamente, lo sustituyó una «figura». Sí, esta vez el panel negro estaba en la esquina inferior derecha y no en la parte inferior izquierda: diana.
—Bien —dijo la voz del oficial jefe del polígono detrás de él—. Siga así.
El blanco volvía a estar en su posición y Bond apoyó nuevamente la mejilla contra la superficie caliente de la sólida culata de madera y el ojo en el ocular de goma del visor. Se secó la mano que sostenía el arma en los pantalones y agarró el pistolete que sobresalía, detrás del guardamonte. Separó las piernas unos centímetros más. Ahora dispararía seis balas rápidas y comprobaría con interés si se desviaban. Seguramente no. Aquella arma extraordinaria que el armero había conseguido no se sabe cómo daba la sensación de que un hombre de pie a un kilómetro de distancia era un blanco fácil. Básicamente, era un fusil International Experimental Target del calibre 308, creado por Winchester para ayudar a los tiradores estadounidenses en los Campeonatos del mundo. Tenía los artilugios habituales de las armas de tiro de precisión: una pieza de aluminio curvada delante de la culata, que se colocaba bajo la axila para ayudar a asegurar la culata del fusil en el hombro, y un piñón ajustable bajo el centro de gravedad del fusil, que permitía «fijar» el rifle en el acanalado soporte de madera. El armero había sustituido el mecanismo de cerrojo de un solo disparo por un cargador y le había asegurado a Bond que, si dejaba pasar dos segundos entre disparo y disparo para estabilizar el arma, no se desviaría ni siquiera a quinientos metros. Bond creía que, para el trabajo que debía hacer, dos segundos podían representar una pérdida de tiempo peligrosa si fallaba el primer tiro. De todas formas, M había dicho que la distancia no sería superior a trescientos metros. Bond reduciría el intervalo a un segundo; casi fuego continuo.
—¿Listo?
—Sí.
—Contaré para atrás desde cinco. ¡Ahora! Cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Fuego!
El suelo se estremeció ligeramente y el aire silbó cuando las cinco vertiginosas balas de cuproníquel desaparecieron a toda velocidad en el anochecer. El blanco desapareció y volvió a levantarse rápidamente decorado con cuatro pequeños discos agrupados en la diana. No había un quinto disco, ni siquiera uno negro que indicara un tiro desviado a la izquierda o a la derecha.
—El último disparo ha ido demasiado bajo —dijo el oficial quitándose las gafas nocturnas—. Gracias por su contribución. Cribamos la arena de parabalas una vez al año y nunca sacamos menos de quince toneladas de buen plomo y trozos de cobre. Una bonita cantidad de dinero.
Bond se había levantado. El cabo Menzies, de la sección del armero, salió del edificio del Gun Club y se arrodilló para desmontar el Winchester y su base. Alzó la mirada hacia Bond.
—Ha disparado usted un poco deprisa —dijo con un deje de crítica en su voz—. El último disparo se ha ido.
—Lo sé, cabo. Quería ver cuán rápido
podía
hacerlo. No es culpa del rifle. Han hecho un magnífico trabajo. Dígaselo al armero de mi parte. Y ahora es mejor que me vaya. Podrá volver solo a Londres, ¿verdad?
—Sí. Buenas noches, señor.
El oficial jefe del polígono entregó a Bond un informe sobre su actuación: dos tiros individuales y diez disparos cada cien metros hasta los quinientos.
—Un resultado condenadamente bueno, dada la poca visibilidad. Debería usted volver el año próximo y probar suerte en la Copa de la Reina. Actualmente, puede participar el que quiera…, si pertenece a la Commonwealth, claro.
—Gracias, pero no paso mucho tiempo en Inglaterra. Y gracias también por su ayuda. —Bond echó un vistazo a la lejana Torre del reloj. A ambos lados, la bandera roja de peligro y el reflector de señales rojas empezaban a descender para indicar que había cesado el fuego. Las manecillas señalaban las nueve y cuarto.— Me hubiera gustado invitarlo a tomar algo, pero tengo una cita en Londres. ¿Qué le parece si lo dejamos hasta la Copa de la Reina de la que me hablaba?
El oficial del polígono asintió sin comprometerse. Le habría gustado mucho saber algo más sobre aquel hombre que había surgido de repente después de una frenética avalancha de mensajes del Ministerio de Defensa y que había conseguido obtener una puntuación superior al noventa por ciento desde todas las distancias, y especialmente por la noche, cuando el campo estaba cerrado y la visibilidad era tan mala. ¿Por qué le habían ordenado que estuviera presente, cuando sólo ejercía durante la competición de julio? ¿Por qué le habían dicho que se encargara de que Bond tuviera una diana de quince centímetros a 500 metros en lugar de la de treinta y cinco centímetros de reglamento? ¿Y por qué todo aquel alboroto con la bandera y las señales rojas, que sólo se utilizaban en ocasiones solemnes? ¿Para añadir más presión sobre aquel hombre? ¿Para dar un cierto apremio al disparo? Bond. Comandante James Bond. Seguramente el NRA
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tendría el historial de alguien que podía disparar así. Tenía que acordarse de llamarlos. Una hora extraña para tener una cita en Londres. Probablemente sería con una chica. El rostro vulgar del oficial jefe del polígono adoptó una expresión de disgusto. Era la clase de individuo que tenía todas las chicas que quería.
Los dos hombres atravesaron la bella fachada del Club Row, situada detrás del campo, y se acercaron al coche de Bond, estacionado delante de una reproducción del famoso
Ciervo fugitivo
de Landseer, hecha con marcas de balas sobre una superficie de hierro.
—¡Qué virguería! —comentó el oficial del polígono—. Nunca había visto una carrocería como ésta en un Continental. ¿Hecho a medida?
—Sí. Los deportivos normalmente son biplaza y tienen un maletero enano. Así que encargué a Mulliner's que hiciera un biplaza con un maletero enorme.
—Me temo que es un coche egoísta. Bien, buenas noches y gracias otra vez.
El tubo de escape retumbó armoniosamente y las negras ruedas levantaron un puñado de gravilla.
El oficial jefe del polígono contempló cómo se desvanecían las luces rojas de King's Avenue, en dirección a la carretera de Londres. Se giró y fue a buscar al cabo Menzies para que le diera una información que, finalmente, no obtuvo. El cabo se mostró tan hermético como la gran caja de madera que estaba cargando en el Land-Rover caqui desprovisto de símbolos militares. El oficial jefe intentó servirse de su rango de comandante sin éxito alguno. El Land-Rover siguió ruidosamente el mismo camino que Bond. El comandante se alejó malhumorado hacia las oficinas de la NRA para intentar encontrar lo que buscaba en la biblioteca, bajo el epígrafe de «Bond, J.».
La cita de James Bond no era con una chica, sino con un vuelo de la BEA a Hanover y Berlín. Mientras recorría los kilómetros que le acercaban al aeropuerto de Londres, pisando a fondo el acelerador para tener tiempo de tomar una copa, o tres, antes de despegar, sólo una parte de su mente estaba concentrada en la carretera. El resto recapitulaba, por enésima vez, la secuencia de acontecimientos que ahora le llevaban a su cita con un avión. Pero esta cita era sólo temporal; la final tendría lugar una de las tres noches siguientes y sería con un hombre. Tenía que verlo y disparar a matar.
Eran sobre las dos y media de la tarde. James Bond, apenas si hubo cruzado las puertas de doble acolchado y se hubo sentado delante del rostro de perfil situado al otro lado del escritorio, ya había olido problemas. No hubo saludos. La cabeza de M estaba hundida en el cuello rígido de la camisa, en una postura churchiliana de melancólica reflexión, y las comisuras de sus labios esbozaban una mueca de amargura. Giró la silla para dirigirse a Bond, le dedicó una mirada apreciativa como si tuviera la intención de comprobar —pensó Bond— que llevaba la corbata recta y el cabello bien cepillado, y después empezó a hablar con premura, recortando sus frases como si quisiera librarse lo antes posible de Bond y de lo que tenía que decirle.
—El número 272. Es un buen hombre. No creo que lo conozca por la simple razón de que ha estado escondido en Novaya Zemlya desde la guerra. Ahora intenta salir… cargado de material. Armas atómicas y cohetes. Y con planes sobre una nueva serie de pruebas para 1961. Para ejercer más presión sobre Occidente. Tiene algo que ver con Berlín. No sé muy bien de qué va, pero el Foreign Office dice que, en caso de ser cierto, es terrible. Da al traste con la Convención de Ginebra y con todas esas tonterías sobre desarme nuclear de las que habla el bloque comunista. Ha conseguido llegar hasta Berlín Este. Pero tiene a casi toda la KGB pisándole los talones y, por supuesto, a los cuerpos de seguridad de Alemania Oriental. Está escondido en algún lugar de la ciudad, pero consiguió hacernos llegar un mensaje: intentará cruzar entre seis y siete de la tarde de una de las tres próximas noches, mañana, pasado o al día siguiente. Nos comunicó el lugar por donde cruzará.
»El problema está —la mueca en los labios de M se volvió más amarga— en que usó de correo a un agente doble. La Estación de Berlín Oeste ya lo ha dejado fuera de juego. Fue bastante casualidad. Tuvieron suerte al interceptar un mensaje cifrado de la KGB. Al correo lo enviarán aquí para juzgarlo, por supuesto. Pero ya da igual. La KGB sabe que 272 va a intentarlo. Saben cuándo. Saben dónde. Saben lo mismo que nosotros, ni más ni menos. Ahora bien, interceptamos no sólo ese mensaje, sino también todos los de aquel día, lo que fue suficiente. Su mensaje menciona que pasará por la intersección de la calle Berlín Este y la Berlín Oeste. Piensan matarlo en el cruce. Para ello están montando un operativo muy grande: lo llaman operación «Éxtasis». Han escogido a su mejor francotirador para hacer el trabajo. Todo lo que sabemos es su nombre en código: «Gatillo». La Estación BO piensa que es el mismo que han utilizado ya otras veces como francotirador. Un trabajito de precisión en la frontera. Vigilará el cruce cada noche. Su trabajo consiste en eliminar a 272. Evidentemente, preferirían hacerlo bien, con ametralladoras. Pero ahora mismo Berlín está muy tranquilo y parece que las instrucciones marcan seguir esta tónica. De todas formas —M se encogió de hombros—, confían en el tal «Gatillo» y es así como será.
—¿Y yo qué pinto en todo esto, señor?
James Bond había adivinado la respuesta, había adivinado por qué M demostraba su disgusto respecto a todo aquel asunto. Se trataba de un trabajo muy sucio y, dado que pertenecía a la Sección Doble 0, habían escogido a Bond para hacerlo. Sin embargo, Bond quería obligar a M a decirlo en voz alta. Eran malas noticias, sórdidas, y no quería oírlas en boca de uno de los oficiales de la sección, ni siquiera del jefe de Estado Mayor. Se trataba de un asesinato, de acuerdo, pero quería que M se lo dijera él mismo.
—¿Que qué pinta en todo esto, 007? —M lo miró fríamente desde el otro lado del escritorio.— Ya sabe lo que debe hacer. Tiene que matar a ese francotirador y debe hacerlo antes de que él se cargue a 272. Eso es todo. ¿Comprendido?
La mirada de sus ojos azul claro era fría como el hielo. Sin embargo, Bond era consciente del esfuerzo que le suponía representar ese papel. A M no le gustaba enviar a nadie a cometer un asesinato, pero, cuando era necesario hacerlo, siempre manifestaba esa fría y determinada autoridad. Bond sabía por qué: para aliviar el sentimiento de culpa y la presión sobre los hombros del asesino.
Así que Bond, quien lo conocía bien, decidió facilitarle la tarea y se levantó.