—Tú lo has dicho. No hay mejor información que la que uno obtiene de primera mano.
—De verdad, estás loco. —Reafirmó así la opinión que tenía de él—. ¿En serio piensas introducirte en un barco con bandera rusa, sin conocer siquiera el idioma? ¿Has valorado las consecuencias?
Te advierto que si uno de los oficiales de ahí dentro logra descubrirte, y lo denuncia al Consulado ruso, la Brigada de Investigación Criminal podría verse envuelta en un grave problema. —Señaló con la cabeza el imponente bergantín—. Lo quieras o no, ese barco está fuera de nuestra jurisdicción. Entrar ahí dentro sin el pertinente permiso de nuestros superiores, o del capitán del barco, es como entrar de forma ilegal en la Madre Rusia.
Después de doblar cuidadosamente el uniforme del marinero y colocarlo bajo el brazo, Fernández-Luna dibujó una amplia sonrisa.
—Descuida… no dejaré que me atrapen.
No quiso seguir discutiendo. El madrileño era terco como una mula.
Olvidando por completo el tema de conversación, decidieron regresar a la bulliciosa avenida del Marqués del Duero para tomarse una última copa en el Gran Café Español. Como hombres civilizados que eran, sabían muy bien que no había nada mejor que un buen vaso de aguardiente para limar asperezas.
—Antes de que vinieras a recogerme estuve hablando con uno de los empleados del hotel —dijo Fernández-Luna mientras caminaban junto a la muralla del Cuartel de Atarazanas—. Afirma haber visto a un hombre, de entre treinta y cinco y cuarenta años, salir de la habitación de Topolev horas antes de que fuese detenido.
—¿Sería capaz de reconocerlo?
—No; solo pudo verle la espalda.
—¿Quién crees que pueda ser?
—Buena pregunta. —Cabeceó de forma reflexiva, antes de proseguir—. Lo desconozco, pero lo averiguaremos. Otro detalle… —desvió la mirada hacia su colega—, el tipo en cuestión llevaba una caja de sombreros bajo el brazo.
—Tal vez fuera el empleado de alguna sombrerería.
—¿Dentro de la habitación y en ausencia del ruso? —Movió la cabeza de un lado a otro—. No lo creo. Nadie en recepción le hubiese entregado una copia de la llave a un simple recadero. Sea quien fuere, está claro que tuvo que abrir la cerradura con una ganzúa.
En mitad de la avenida pudieron observar un corrillo de personas apiñadas alrededor de un hombre de luengas barbas y cabellos grises. Iba vestido con una sotana de color negro. De su cuello pendía una cruz enorme de plata. Era un metodista de la Iglesia Evangélica.
—¡Todavía estáis a tiempo de pedir perdón por vuestros pecados! —imprecó a quienes le escuchaban, señalándolos uno a uno con su índice acusador—. ¡Arrepentíos, hermanos! ¡La Gran Guerra no es sino el inicio del fin… el Juicio de Dios! ¡El Fin del Mundo está cerca! ¡Buscad la compasión de Cristo! —los exhortó, con un gesto de su mano, a que se acercaran a él—. ¡Venid! ¡Escuchad la palabra de Dios y Él os redimirá! ¡Contribuid con un donativo y seréis recompensados con la vida eterna!
Ambos policías cruzaron sus miradas ante aquel profeta de lo apocalíptico.
—La encarnizada guerra que se vive en Europa acabará por afectarnos también a nosotros —fue la opinión de Carbonell—. Jamás antes habíamos vivido una situación semejante. Claro que siempre hay gente que saca tajada de esto, como los tratantes de acémilas que ya en el catorce se enriquecieron al vender mulas cojas al intermediario que mandó el Ejército francés.
—Algo de eso oí en Madrid. Si a eso le sumas el perjuicio económico que está generando la Guerra de Marruecos, y los daños que originaron las catastróficas pérdidas de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en tiempos de la regente María Cristina de Habsburgo, es normal que la gente comience a estar harta de esta sociedad abocada a la destrucción, y comience a creer en la palabrería de estos falsos profetas… que a la postre se han convertido en su única esperanza —atajó, echando mano de su más férreo criticismo—. El nuestro es un mundo de locos.
—Hablando de locos… —Carbonell retomó el hilo de la conversación—, ¿qué fue lo que te dijo Santini antes de que abandonases la celda?
—¿Textualmente?
—Si es posible.
—La comida es excelente.
Carbonell se echó a reír.
—Ahora entiendo por qué lo tienen encerrado. Ese tipo está mal de la cabeza.
—Eso fue lo que pensé entonces.
Siguieron caminando por la amplia avenida del Marqués del Duero, en completo silencio. Apenas estaban a una veintena de metros del Teatro Apolo, cuando Fernández-Luna se fijó en el landó que había aparcado junto a la acera. Le resultó familiar. Era el carruaje del individuo que una hora antes había acudido a ver la zarzuela en compañía de dos señoritas alegres y atractivas. El cochero aguardaba paciente su regreso.
Finalizado el espectáculo, un aluvión de hombres y mujeres de la alta sociedad fueron saliendo por la puerta principal del teatro; entre ellos, el distinguido caballero que rodeaba con ambas manos las cinturas de sus joviales amantes, quienes reían de manera superficial.
Un individuo vestido con chaqueta oscura y gorra calada hasta los ojos surgió de un oscuro callejón que comunicaba el Paralelo con la barriada del Poble Sec. Con ímpetu, arrojó sobre ellos un artefacto redondo y metálico.
—¡Cuidado! —gritó Fernández-Luna, empujando a su compañero hacia el portal de un edificio.
Ambos cayeron al suelo en el mismo instante que hacía explosión la bomba. El estallido del artefacto consiguió que el carruaje volase por los aires junto a los cuerpos de una docena de emperifolladas señoras y nobles patricios. La onda expansiva arrastró consigo pequeños trozos de metralla y madera que hirieron a la gran mayoría de los despreocupados transeúntes que paseaban por los alrededores del Teatro Apolo.
Segundos después, tan solo se escuchaban los agudos gritos de dolor e impotencia de las víctimas que seguían con vida, así como las voces histéricas de quienes habían sido testigos impotentes del brutal atentado.
Todo ocurrió demasiado deprisa, incluso para Fernández-Luna.
—¡Cuatro muertos y siete heridos! —exclamó el señor Riquelme, golpeando con fuerza la mesa escritorio de su despacho. A causa del esfuerzo, se le hincharon las venas del cuello—. Entre las víctimas se encuentra don Fausto Gelabert, dueño de una de la fábricas textiles más productivas de Cataluña, el cual había asistido a la zarzuela en compañía de dos de sus sobrinas. —Esto último lo dijo en un tono de voz bastante más atenuado.
«De modo que así es como llaman ahora a las señoritas de compañía en Barcelona. Curioso… muy curioso», pensó irónicamente Fernández-Luna.
—Como va habrán adivinado, el atentado de anoche lleva la firma implícita de los anarquistas radicales de Solidaridad Obrera, exaltados que postulan a favor de la violencia, el nihilismo y la disgregación de costumbres —continuó diciendo el inspector de Seguridad, declamatorio—. Sospechamos que el ataque ha sido como respuesta al trágico episodio acaecido en la manifestación del miércoles. Ante los hechos, don Felipe Alfau, capitán general de Barcelona, baraja la posibilidad de decretar el Estado Militar con trámite de urgencia. En caso de que el gobernador civil apruebe la Ley Marcial, ¡no lo quiera Dios!, corremos el riesgo de tener que enfrentarnos a una huelga revolucionaria como la que tuvimos que vivir hace siete años, la llamada «Semana Trágica». —Miró a ambos policías con gravedad—. Les recuerdo que tan dramático incidente, entonces, se saldó con ochenta muertos, medio millar de heridos y más de un centenar de edificios incendiados. —Echó su cuerpo hacia delante—. En resumidas cuentas, caballeros, que hemos de detener cuanto antes a ese loco criminal con el fin de evitar que sucesos como los acontecidos antaño pongan de nuevo en peligro la seguridad ciudadana.
—El comisario Bravo Portillo lo está investigando —manifestó Carbonell. En su frente se podía apreciar el ligero rasguño que le había ocasionado una de las esquirlas de vidrio que salieron despedidas de las ventanas del Teatro Apolo tras la explosión—. De hecho, ha enviado a dos de sus mejores agentes al Ateneo Sindicalista de la calle Ponent para que mantengan una larga charla con el líder anarquista Salvador Seguí. Según el procedimiento ordinario, habría que detener a todos los miembros de la Junta Directiva para interrogarles. Sin embargo, pienso que debemos actuar con inteligencia, señor… y también con cautela. Esperaremos a ver qué tiene que decirnos el Chico del Azúcar. —Era el nombre de guerra del anarcosindicalista catalán—. Puede que decida, por el bien de todos, ponernos sobre la pista del culpable.
—¿No hay nada más que podamos hacer, al margen de suplicarles ayuda a esos indeseables de Solidaridad Obrera? —inquirió Riquelme, ahora con cierto retintín.
—Señor, la realidad es esta: escasean los alimentos… a los trabajadores se les exige un rendimiento desorbitado a cambio de un mísero sueldo… se prevén nuevas movilizaciones en toda España… y hace tan solo dos días, los hombres del Somatén acabaron con la vida de tres manifestantes disparándoles a bocajarro. —Sus dedos tamborilearon sobre el brazo de terciopelo del sillón—. La inestabilidad política nos condiciona a ser prudentes. Sí que es cierto que todos condenamos el terrible atentado de ayer, pero si respondemos según los métodos tradicionales, es decir, con violentos interrogatorios o aplicando la Ley de fugas y su implícito tiro en la espalda, el pueblo se amotinará irremediablemente. Y si esto es así, la sangre correrá una vez más por las calles de Barcelona.
Riquelme sopesó las palabras de su subalterno, acariciándose la barbilla en un acto de reflexión. Tras lo cual, giró la cabeza para dirigirse al madrileño.
—¿Y usted qué opina al respecto, señor Luna?
El aludido, que en ese instante observaba la ingente biblioteca del despacho, cuyos libros se intuían a través del vidrio emplomado de la cristalera, reviró la mirada hacia el superior disponiéndose a responder su pregunta.
—A mayor justicia, mayor daño… como dijo Cicerón.
Carbonell estuvo de acuerdo: la Ley, llevada a su último extremo en su cumplimiento, podía dar lugar a situaciones insostenibles.
—Una respuesta bastante contradictoria, a mi parecer —rezongó el inspector de Seguridad.
—Tan enrevesada como la propia política —replicó Fernández-Luna, que luego pasó a argumentar sus palabras—. El juego estratégico que determina el equilibrio social de la nación es un asunto que les compete a los diputados y senadores. En cambio nosotros, los policías, nos limitamos a luchar contra el crimen, indistintamente de si son gente de baja estofa o próceres de la alta sociedad.
—Pero tendrá una opinión al respecto.
—Creo que todo efecto tiene una causa.
—¿Quiere decir con eso que aprueba el incidente de ayer? —Riquelme torció el gesto, sorprendido por la contestación del madrileño.
—¡En absoluto! —exclamó—. Nada me gustaría más que ver a ese criminal en la cárcel de por vida. Pero si lo analiza fríamente, descubrirá que el proletariado cree tener motivos para utilizar la violencia en compensación a sus agravios. Si empleamos tácticas de intimidación como medida restrictiva, se sucederán los atentados, tal y como afirma Carbonell. —Desvió la mirada hacia su compañero—. No podemos ignorar, ni debemos, que sembrar la discordia acarrea nefastas consecuencias. El conjunto de clases y elementos sociales anhelan un cambio radical en España. Incluso el general Luque, ministro de la Guerra por orden directa del conde de Romanones, teme enfrentarse a un movimiento sindicalista militar tras la creación y posterior ilegalización de las Juntas de Defensa. La inflación y los paupérrimos salarios también afectan a nuestros militares profesionales, reducidos a la inacción y a la dificultad de ascender por méritos propios. Esa es una realidad que hemos de aceptar, tanto liberales como conservadores, monárquicos y republicanos. La cuestión es… —se aclaró la voz antes de concluir—, ¿debemos avivar los ánimos enaltecidos de la plebe, procediendo con dureza?
—En el Gobierno Civil, así como en el Departamento de Seguridad, creemos que sí… que se ha de hacer todo lo posible por evitar situaciones dramáticas como la que vivimos anoche —aseveró Riquelme, excesivamente puntilloso. Olvidándose del resto de los problemas que acuciaban a la ciudadanía española, incluida la castrense, centró su atención en el responsable del sangriento atentado—. Dé por hecho que el responsable de esas muertes acabará en el garrote una vez que sea detenido y juzgado, una eficaz medida de justicia que habrá de servir de advertencia a los demás terroristas.
Carbonell tuvo que mediar en la conversación, que para entonces tenía visos de convertirse en el preludio de un largo debate.
—Si me permite la sugerencia, señor… —Carraspeó ligeramente—. Deberíamos centrarnos en el caso del prestidigitador desaparecido. Dicho asunto, y no otro, es lo que ha determinado el viaje de mi colega desde Madrid.
Riquelme se revolvió en el sillón, rezongando entre dientes.
—Puede que tengas razón. Nos estamos desviando del verdadero propósito de esta entrevista —admitió. Acto seguido dirigió su mirada hacia el jefe de la BIC en Madrid—. Ayer mismo recibí una llamada telefónica del gobernador civil, preguntándome si había tenido ocasión de hablar con el señor Luna. Tuve que decirle la verdad, que seguía a la espera de su visita.
Se produjo un incómodo silencio. Carbonell quiso salir en defensa de su compañero, pero el aludido se adelantó. No estaba dispuesto a que nadie fuese amonestado por culpa de su rebeldía.
—Si he de ser sincero, deseaba conocer a fondo los detalles del caso antes de hablar con usted —admitió sin rodeos, constriñendo una sonrisa para suavizar aquel ambiente de tensión que se vivía dentro del despacho—. Espero que mi negligencia no le haya ocasionado ningún problema.
—No tanto como el que me está originando la fuga del ruso —el tono de voz del inspector de Seguridad, más que un reproche, dejaba traslucir cierta preocupación. Se puso en pie y fue hacia la ventana con aire distraído. Observando el exterior a través del cristal, les preguntó—: Y bien, caballeros, ¿qué han averiguado hasta ahora?
—Creemos que el recluso se evadió de la celular con ayuda de un funcionario, alguien de dentro. —Fernández-Luna fue categórico en su respuesta.
Riquelme volteó la cabeza hacia él, olvidándose de los transeúntes, coches, bicicletas y carruajes que aquella mañana discurrían por la plaza de Antonio López.