El caso del mago ruso (19 page)

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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El caso del mago ruso
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—¿Problemas en Madrid?

—Ya ves…, una situación crítica puede producirse en cualquier contexto y en cualquier ciudad. —Estaba tenso, irascible. Miró en derredor suyo. La mujer se había marchado—. ¿Te has fijado en la señorita que hablaba con el sargento hace un instante?

—¡Ya salió el galán que llevas dentro! —exclamó, burlándose de él—. Menos mal, comenzaba a dudar de tu hombría.

—Menos guasa, Carbonell. —Lo fulminó con la mirada—. No me refería a su atractivo, algo indiscutible, sino a la conversación que mantenía con Jiménez.

—Lo siento, no le he prestado atención a sus palabras. ¿Era algo importante?

—Podría ser.

—Si lo crees conveniente, puedo preguntarle al sargento.

—Si me haces el favor…

De forma discreta, Carbonell llamó de nuevo la atención del suboficial. Este se acercó al mostrador.

—¿Puedo ayudarle en algo más, don Ramón?

—¿Qué quería esa mujer que acaba de marcharse? —El mallorquín fue directo al asunto.

—Es Luisa Rodrigo, una vieja amiga. Está preocupada porque hace varios días que no tiene noticias de Conchita,
la Criolla
, su compañera de trabajo, la cual viajó a Madrid a entrevistarse con el dueño del Teatro Romea. Ha venido a verme… —titubeó—, por si puedo ayudarla a localizar su paradero. Ya le he dicho que algo así es imposible, y que además está fuera de nuestra jurisdicción.

—¿Sabrías decirnos dónde vive esa mujer? —intervino Fernández-Luna.

—No estoy seguro —el sargento hizo un esfuerzo por recordar—, pero creo que en un hotel cercano a la Rambla. Aunque, si quieren hablar con ella, la pueden encontrar cada noche en La Buena Sombra. Allí la conocen como Joyita.

—Gracias por la información. —El de Madrid proyectó una amplia sonrisa.

Alejándose del mostrador, ambos policías se dirigieron hacia la puerta de salida. En aquel mismo instante vieron entrar a María Duminy. Traía el rostro desencajado.

—¡Con ustedes quería hablar! —Se acercó a ellos, angustiada.

—Tranquilícese —le indicó Carbonell, haciéndose cargo de la situación—. ¿Ha ocurrido algo?

Ella le entregó una nota, temblando de pies a cabeza. Fernández-Luna se acercó a su colega impelido por la curiosidad.

Después de desdoblar la hoja, ambos pudieron leer:

A LAS 11 DE LA NOCHE EN EL ALCÁZAR ESPAÑOL

Fdo. Igor Topolev

15

Hundido en un viejo sillón de cordobán, y ligeramente intimidado por la fastuosa colección de armas antiguas que adornaban las paredes de la salita, Carbonell saboreaba una copa de brandy mientras atendía con sumo interés las explicaciones de su prometida. Sentada frente a él, sosteniendo en su mano un vaso de limonada, Dolores le puso al corriente de la fiesta de carácter benéfico promovida por el alcalde de Barcelona. Dadas las circunstancias, los hombres más ilustres y poderosos de la ciudad iban a reunirse en el Parque Güell con el fin de resarcir económicamente, con donaciones y otras ayudas, a las familias de los oficiales caídos en la Guerra de Marruecos, asunto que le incumbía de forma personal. No es que su situación fuese precaria, pero las rentas que generaban los viñedos del Penedés, heredados tras el fallecimiento de su esposo, habían disminuido los últimos meses debido a las malas gestiones del capataz de la finca y ya comenzaba a preocuparse por su futuro.

—Me gustaría que vinieses conmigo mañana. No me importa lo que piensen un puñado de damas hipócritas que fingen sentirse identificadas con mi dolor, pero que luego, cuando me dan la espalda, juzgan de indecorosa mi actitud. —Las palabras de Dolores dejaban entrever cierto resentimiento y una imperiosa necesidad de compañía—. Durante dos largos años he guardado luto por la muerte de Rodrigo, y lo he hecho con el rigor que se esperaba de mí. Sin embargo, transcurrido este tiempo creo que tengo derecho a iniciar una nueva vida… siempre y cuando esta relación no suponga un inconveniente para ti.

Todo el ornato de la sala vino a reflejarse en el cándido rostro de la viuda. La luz del mediodía, tamizada por los tules bordados de la ventana, revelaba castamente su inmóvil y delicada silueta. Aquella imagen idílica suscitó la vehemencia pasional en Carbonell. Un sentimiento nuevo le nacía del corazón. Cuanto más conocía a Dolores, más atraído se sentía hacia ella.

—Por supuesto que iré contigo. Sabes que mis intenciones son honestas. —Dejó el brandy sobre la mesa para poder cogerle las manos. Las tenía heladas—. No te defraudaré, Lolita. Siempre estaré a tu lado.

—¿Me lo prometes?

—Que Dios me castigue si miento —sentenció, solemne.

Dejándose llevar por un incontrolable impulso, y aprovechando asimismo que no había nadie más en la sala que fuese testigo de su frivolidad, Dolores se acercó a su prometido, muy lentamente, hasta implantar un tímido beso en sus labios, con delicadeza.

Durante unos segundos, ambos permanecieron estáticos y en silencio, como efigies de mármol. Sus miradas cintilaban de deseo.

—Te quiero, Lolita… —susurró Carbonell, aceptando la importancia que entrañaba pronunciar tales palabras. Aquel era un juramento de amor—. Sé que te parecerá un tanto cursi y rebuscado, dado los tiempos que vivimos, pero te aseguro que mi vida sin ti no tiene sentido. Capaz sería de regalarte la luna si me lo pidieses.

Lo que en un principio comenzó como un juego donjuanesco, con el paso de los días se fue convirtiendo en un maravilloso cuento de hadas. Por más que intentaba buscarle una explicación a aquel cambio de actitud con respecto a sus primeras intenciones —vivir durante un tiempo a costa de las rentas de Lolita—, le fue imposible hallar una respuesta lógica que satisficiera sus preguntas. Tuvo que admitirlo: se había enamorado de aquella mujer, hasta el tuétano.

Se escuchó un ligero carraspeó procedente de la puerta. La pareja recobró la compostura al intuir la presencia de Agustina: el ama de llaves, quien trabajaba en aquella casa desde mucho antes de que Dolores conociera a su esposo.

—Dime, Agustina… ¿Ocurre algo? —preguntó la joven, arreglándose el cabello.

La criada principal de la casa entró en la salita. Y lo hizo con discreción, avanzando a pasos cortos y vacilantes. Iba vestida de riguroso negro. Su nariz aquilina y sus ojos grises, hundidos en las cuencas, le proporcionaban una apariencia cuando menos siniestra.

—Señora, la cocinera me ha preguntado si ha de colocar otro cubierto en la mesa —dijo con voz ampulosa, deteniéndose en mitad de la estancia con las manos entrelazadas sobre el regazo.

—Sí —afirmó sin dudarlo un instante—. El señor Carbonell comerá conmigo. Dile a Rosalía que nos prepare uno de sus suculentos estofados. ¡Ah!, y que nos sirva una botella de vino de nuestra mejor cosecha. La ocasión bien lo merece. Ya lo creo.

Constriñendo los labios, el ama asintió con la cabeza.

—Con su permiso…

Volvió a marcharse en completo silencio, del mismo modo que había aparecido inesperadamente en la salita.

—Creo que no te soporta —aventuró Dolores, sonriendo de forma angelical.

—¿Tú crees?

A Carbonell le sorprendió el comentario. No había hecho nada para ofenderla.

—Quería demasiado a Rodrigo. Piensa que ha vivido bajo su mismo techo desde que mi esposo era un niño. Es normal que se sienta incómoda viendo a la mujer de su antiguo amo flirteando con otro hombre.

—¿Y por qué no la despides? —razonó él—. No estás obligada a tenerla a tu servicio.

—Moralmente, sí lo estoy. Además… —se mordió el labio—, es la única que podría ayudarme a encontrar el «pequeño tesoro» de Rodrigo, si es que existe en realidad.

El policía enarcó una ceja. No sabía muy bien de qué le estaba hablando, pero el comentario despertó de inmediato su interés.

—¿De qué tesoro hablas?

—De una talega con monedas de oro. Según me refirió en cierta ocasión, las guardaba en un lugar secreto de la casa. Por lo visto, valen una pequeña fortuna. —Se detuvo unos instantes, dando mayor misterio a sus palabras—. Te hablo de unas seiscientas o setecientas mil pesetas.

Sorprendido por la noticia, al jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona le costó reaccionar. Aquello era demasiado dinero.

—¡Vaya! —exclamó, atónito—. Tu marido era una persona muy previsora. Aunque creo que debería haber mostrado algo más de confianza contigo.

—Ese es el problema, que jamás pensó que pudiera ocurrirle nada malo en Marruecos —se lamentó—. ¡No sé qué hacer! He buscado por todos los rincones de la casa sin encontrar ni un indicio o carta que revele el lugar donde se halla escondida la dichosa talega. Lógicamente, aún no le he comentado nada a Agustina. —Volvió la mirada hacia él—. ¿Tú qué me aconsejas?

—De momento, no hablar de esto con nadie… y mucho menos con el ama de llaves. Ya se me ocurrirá algo más adelante, cuando dé por finalizado el caso policial que Luna y yo andamos investigando.

Dolores Moncerdà asintió con la cabeza. No quiso seguir hablando de ello. Había asuntos más importantes que abordar.

Durante un breve instante, que pareció prolongarse hasta el infinito, ambos se observaron con auténtica devoción. Carbonell descubrió lo difícil que le resultaba adjetivar el inefable atractivo de Lolita. Más allá de los atuendos negros de su viudez se escondía la carne casta, lúcida y placentera, que noche tras noche estimulaba su ardiente imaginación. Aguardaba, con impaciencia, la ocasión de poder disfrutar de aquella virginal belleza que le hacía sentir fuego dentro de los ojos. No pudo evitarlo: se entregó al deleitable pensamiento de estrechar su cuerpo desnudo; delicia de su goce y de su amor.

Al intuir el afán escondido tras el endeble gesto del policía, Dolores disipó sus dudas diciéndole con voz estremecida:

—Los domingos les concedo un día libre a la servidumbre. No habrá nadie en casa, ni siquiera Agustina… la cual aprovechará para ir a visitar a su hermana que vive en una de las masías de Camp de Crassot. —Tales palabras encerraban una promesa dulce y sabrosa como la miel—. Quiero que pases la noche conmigo —inclinó la mirada hacia el suelo, avergonzada.

Acercándose a ella, Carbonell sostuvo el mentón de su prometida. Lo alzó hasta asomarse al interior de sus ojos: dos estrellas azules titilando en la oscuridad del firmamento.

Imbuidos por la magia del instante, ambos se besaron vorazmente para exprimir al límite sus vidas.

El mensaje resultaba tan explícito, tan sencillo de interpretar, que lo primero que le vino a la cabeza fue que pudiera tratarse de una
mise en scene
, un ardid de prestidigitador. Confirmar su presencia en un lugar preciso a una hora concreta, teniendo a la Policía pisándole literalmente los talones, no era la actitud que podía esperarse de un hombre tan metódico e inteligente como Topolev. Un error de ese calibre significaba su inmediata detención.

Entonces, ¿qué diablos pretendía el Gran Kaspar? ¿Ponerles a prueba? ¿Asesinar a la Mulata en presencia de testigos? ¿Por qué correr un riesgo innecesario, cuando lo más sensato sería abandonar la ciudad y olvidar aquella estúpida venganza que solo habría de acarrearle serios problemas?

Fernández-Luna dejó la cuchara sobre la mesa. La sopa de pescado estaba fría y aguada. Ni siquiera tenía apetito.

—¡Maldita sea! —exclamó en voz baja, evitando así que los comensales sentados a su derecha lo tomasen por un loco—. ¡Aquí hay gato encerrado!

No; se negaba a creer que el ruso fuera a presentarse en el
café-concert
. Algo así echaría por tierra sus conjeturas.

Tratando de olvidar todas aquellas interrogantes cuyas respuestas escapaban a su entendimiento, se fijó en la decoración modernista del comedor. Algunos de los elementos artísticos de la Fonda España, como eran el friso de azulejos de cerámica mayólica y los diversos cuadros que colgaban de los muros de piedra, combinaban pureza, elegancia, esplendor y maestría, cualidades que se acomodaban a su carácter moderado. El único inconveniente que limitaba su ideal de perfección fue la luminosidad artificial: resultaba excesiva para su gusto. A pesar de todo, el restaurante contaba con su aprobación. Resultaba tranquilo, placentero y digno de elogio.

Tan ensimismado estaba, que no se percató de la llegada del camarero. El muchacho, con discreción, retiró el plato de sopa. Poco después regresaba con un fricandó de ternera salteado con setas. El olor característico del guiso, receta tradicional de la cocina catalana, reactivó los sentidos de Fernández-Luna devolviéndole a la realidad. Alzó la mirada, todavía distraído. Sonriendo cordialmente le dio las gracias. Tras lo cual, el joven mozo regresó a la cocina con el propósito de seguir atendiendo al resto de los clientes.

Después de introducir su mano en el bolsillo de la chaqueta sacó un sobre plegado. De su interior extrajo una cuartilla de color azul. Era la lista que le había entregado el director de la celular de Barcelona, días atrás. Desdoblándola del todo, comenzó a leer los nombres de aquellas personas que a priori, según Ródenas, podrían haber ayudado al ruso a escapar de la cárcel: los funcionarios con problemas económicos, o de ideología republicana, que debido a sus convicciones y estatus social resultaban sospechosos de complicidad.

Hubo un detalle que llamó de inmediato su atención. Arturo Ripoll, el celador que descubrió la desaparición del ruso, encabezaba la lista.

Santini actuaba por inercia. La suya era una mente impenetrable, neurasténica, narcisista. No atendía a nada ni a nadie, a menos que la labor a realizar redundara en su propio beneficio. Solo le movía el interés. De ahí que, a veces, ni se dignara contestar las preguntas que le formulaban el médico, el cura o algunos de los celadores. No obstante, si el diablo y sus esbirros solicitaban su ayuda, cosa que sucedía a menudo, él se aprestaba a obedecer de inmediato. Por supuesto, recompensaban su lealtad como es debido.

Sus protectores habían sido adiestrados para dirigir y castigar a los presos, y conseguir que se cumplieran las normas carcelarias, pero les faltaban arrestos a la hora de llevar a cabo una tarea de esas características. Carecían de valor. Eran débiles a su modo. El suyo era un poder restringido, contrariamente basado en el puritanismo y la inclemencia. Su único dios era el dinero, la supervivencia social y la vida acomodaticia. Estaban vacíos.

«Creen que estoy loco, pero no es cierto. Los locos son ellos, que actúan en contra de sus propias creencias. Su mediocridad es tan grande que les impide apreciar la belleza de mi arte, desprovisto de sentido moral», pensó en un momento de lucidez, reprimiendo una risita sardónica.

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