—Por supuesto. —A pesar del súbito cambio de conversación, que llegó a descolocarla, se los entregó sin hacer preguntas indiscretas.
El policía miró a través de ellos. Ahora sí, pudo verles de cerca. Eran Miguel Lorente y María Duminy en compañía de Natasha, e iban camino del
Austrum
.
Dimitri los saludó con marcada frialdad. Su enlace no solo llegaba tarde a la cita, sino que lo hacía acompañada. Aquello no era lo acordado. Les echó en cara su irresponsabilidad.
—Hubiera sido más fácil entregarle el sobre a Natasha, ¿no cree? —Se dirigió a Miguel—. Ustedes dos no deberían estar aquí.
—Como ya le expliqué hace unos días, nos hemos visto obligados a cambiar el plan por culpa de Topolev. Nos va a ser imposible viajar a Petrogrado en un vapor de pasajeros, como teníamos pensado hacer en un principio. Desde la fuga del Gran Kaspar, la Policía controla la expedición de billetes de las empresas navieras que zarpan rumbo al extranjero. Si descubren nuestros nombres entre los miembros del pasaje de cualquier barco que vaya a abandonar el país, sospecharán inmediatamente de nosotros. —El cubano bajó el tono de voz, mirando con desconfianza en derredor suyo. Un grupo de marineros descendía en aquel instante por la pasarela del bergantín—. Le guste o no, tendrá que buscarnos alojamiento a todos. El dinero no es problema. Transmítaselo así al capitán.
—Imposible. No podemos arriesgarnos. —El ruso movió la cabeza de un lado a otro, en desacuerdo con él.
—Dimitri, debes comprender su situación —intervino su bellísima compatriota—. Les va a ser imposible cruzar el continente. Estamos en guerra.
El contramaestre le dijo unas palabras en su idioma, a lo que ella respondió de igual forma. Al momento comenzaron a discutir.
—¡Basta, dejadlo ya! —bramó María, perdiendo la paciencia—. Si algo he aprendido en esta vida es que todo tiene un precio.
—En este caso no creo que lo haya —adujo Dimitri, defendiendo su postura—. Natasha vendrá con nosotros, tal y como pactamos. Ustedes dos tendrán que buscarse otro medio para llegar a Petrogrado.
—Algo difícil teniendo en cuenta las circunstancias, ¿no cree? —alegó Miguel, soliviantado.
—Yo no tengo la culpa de que ese hombre intentara traicionarles —repuso con voz de hielo.
La
vedette
se lo jugó todo a una sola carta. Se acercó a él, acentuando el movimiento de sus caderas al caminar.
—Sé lo que usted desea realmente, y estoy dispuesta a ceder a sus caprichos. —Acarició el rostro del contramaestre con las yemas de sus dedos—. ¡Míreme! —lo instó a que observara su bien formado cuerpo. Dimitri bajó la mirada, recreándose luego en el canalillo por donde asomaban los turgentes senos de la artista. Entre los labios se le cuajaban vahos de regocijo lúbrico—. Si promete llevarnos a todos a Petrogrado, no me importará pasar una noche en su compañía.
Miguel bufó indignado. Jamás llegaría a acostumbrarse a la procacidad de su hermana, siempre dispuesta a resolver los problemas echando mano del sexo.
—No creo que eso sea necesario —opinó el mulato, cogiendo del brazo a María.
—¿Acaso importa? —Ella hizo un gesto esquivo, librándose de su agarre—. En realidad… ¿Qué diferencia existe entre dejarse seducir por el zar de Rusia y fornicar con cualquier otro hombre? Yo te lo diré: nada. Todos son iguales en la cama.
—Deberías tener más dignidad —subrayó, arrugando mucho la frente.
—¡Por favor! ¿Y me lo dices tú, que vives a mis expensas? —La artista se echó a reír—. No hace falta que representes el papel de hermano celoso y protector. Sé cuidar de mí misma.
Natasha conocía muy bien las armas a esgrimir por una mujer. En ningún momento le resultó inmoral o desacertada la proposición de María, no en vano había pasado media vida sobreviviendo gracias a la irrefrenable incontinencia de caballeros y rufianes. Estaba acostumbrada.
—Tu hermana tiene razón. Las consideraciones personales han de quedar supeditadas a los intereses de nuestra misión —opinó finalmente la rusa. Luego miró a su compatriota—. ¡Vamos, decídete! ¿Aceptas la oferta de esta mujer?
—¿Y qué hay del capitán? —quiso saber Dimitri.
—Le pagaré con la misma moneda si hace falta —contestó María, acostumbrada a prostituirse desde bien joven a cambio de dinero, joyas y una elevada posición social.
—De acuerdo. Hablaré con él —proyectó una sonrisa satisfactoria—. Puede que lleguemos a un acuerdo.
—Necesito una respuesta para antes del miércoles.
—La tendrás —sentenció—. Pero has de cumplir con tu palabra.
—Y lo haré. Pero solo cuando el
Austrum
haya zarpado y nos encontremos mar adentro —convino la
vedette
, rotunda.
El contramaestre asintió en silencio. Se limitó a coger el sobre con el dinero que le ofrecía Miguel. Antes de marcharse, le dirigió unas palabras a Natasha:
—Si accedí a llevarte conmigo a Petrogrado fue porque me inspiraste lástima, y porque en cierto modo viniste a recordarme la miseria que se vive en nuestro país. —La observó con denotada tristeza—. Solo espero que triunfes en tu empresa.
Con estas palabras, henchidas de buenos deseos, Dimitri se encaminó hacia la pasarela del barco.
Todavía sorprendido, Carbonell le devolvió los anteojos a la baronesa, quien, al igual que Dolores y don Francisco, apenas si comprendía lo que estaba ocurriendo. Fernández-Luna le dirigió una estrecha mirada a su colega.
—Lamento haber interrumpido tu conversación con Lolita —le dijo en voz queda—, pero necesitaba que lo vieses con tus propios ojos.
El mallorquín afirmó en silencio, desconcertado.
—¿Los detenemos para interrogarles?
—Todavía no. El señor Riquelme nos exigiría una prueba más contundente que una simple reunión.
—¿Entonces…?
—No haremos nada hasta que el caso esté completamente resuelto.
Con la extraña sensación de estar perdiéndose algo de suma trascendencia, la baronesa intervino en la conversación.
—Caballeros… que nos tienen en ascuas.
Cambiando de actitud, Fernández-Luna le regaló una afable sonrisa.
—No se preocupe, doña Carmen —le dijo en tono confidencial—. Cuando yo mismo sepa de qué se trata, iré personalmente a contárselo.
Con aquellas palabras, de una mordacidad tan sutil que nadie llegó a percatarse, quedó zanjado el asunto. Lo más importante, en aquel momento, era seguir disfrutando del Campeonato de Saltos y del ambiente de fiesta que se vivía en el Muelle de Barcelona.
Ya habría tiempo de analizar la conducta de los sospechosos.
En múltiples ocasiones, siendo ella una niña, Luisa Rodrigo había imaginado una vida llena de opulencia: rodeada de sirvientes dispuestos a satisfacer todos sus deseos, vestida con sedosos trajes de moaré, viajando de un país a otro, asistiendo a lujosas fiestas en compañía de caballeros de buena posición, atractivos e inteligentes. Pero el destino es veleidoso, y a veces ocurre que los sueños se convierten en pesadillas.
Así lo pudo comprobar cuando, con apenas catorce años, ella y su hermana Rosalinda fueron brutalmente violadas por un grupo de soldados pertenecientes a las fuerzas gubernamentales enviadas a Bucaramanga por el conservador Sanclemente —presidente de la República de Colombia—, con el fin de sofocar la rebelión de los liberales encabezada por el general Uribe. Le había oído decir a sus padres y abuelos, quienes desgraciadamente tuvieron que afrontar una larga sucesión de guerras civiles durante los últimos ochenta años, que las luchas generadas por los ideales políticos trastornaba el carácter de las personas hasta límites insospechados, sacando todo lo malo que pudiera haber en ellas.
Conocía las historias, sí; pero jamás llegó a pensar que tuviese que vivir algo semejante en su propia carne. Aún se estremecía al recordar la atrocidad de aquellos hombres, gente sin escrúpulos, que no dudaron en ejecutar a sus padres después de quemar la casa donde vivían y llevarse lo poco de valor que guardaban en sus baúles. Una tragedia que habría de marcar para siempre su carácter, y también el de su hermana.
«¡Rosalinda!»
Se dejó atrapar mentalmente por el recuerdo mientras ascendía con cuidado los escalones del tranvía eléctrico y buscaba con la mirada un lugar donde sentarse. Por precaución, o tal vez por afinidad, se acomodó junto a una señora que llevaba a una niña en su regazo. Sintió la mirada lasciva de los hombres recorriendo cada centímetro de su cuerpo, desnudándola con los ojos, poseyéndola carnalmente con el pensamiento. La sensación que le sobrevino fue de asco.
Una imagen persistía en su cerebro, una escena tan ominosa y triste que a veces tenía la impresión de estar viviéndola eternamente…
Un joven imberbe, casi un niño, la amenaza con su fusil de cerrojo. Apenas tiene edad para ser un hombre pero ya actúa como un verdadero soldado. Sabe que no le importará atravesar su vientre con la bayoneta: lo ha hecho en repetidas ocasiones los últimos días de lucha. Ríe a carcajadas. Deja a un lado su arma para desabotonarse los pantalones. Ella trata de defender su honor al sentirse prisionera de sus brazos. Se revuelve hacia él con el inútil propósito de arañarle las mejillas. El agresor responde con violencia. Basta un papirotazo para acabar vencida en el suelo. Camina a gatas, huyendo de él. La sangre fluye de sus narices. Intenta acudir en auxilio de Rosalinda, que en aquel momento es arrastrada de los pelos por toda la casa. Ambas gritan con desesperación. Ignorando sus ruegos, los uniformados consiguen sacar fuera a su hermana, al porche. Piensan violarla en presencia de sus padres. No hay resentimiento en sus actos, aunque sí una extrema crueldad.
El joven soldado la aferra por los pies, poniendo fin a la escapada. Luisa se resiste. Grita con todas sus fuerzas. Dos soldados acuden en ayuda de su compañero. Entre los tres consiguen llevarla en volandas hasta el camastro. El interior de la habitación resulta lóbrego a pesar de la luz que entra por la ventana. Las tinieblas engullen su cuerpo. Inútilmente se debate entre las náuseas y la locura.
Está temblando. Ni siquiera alcanza a entender las parrafadas obscenas que profieren aquellos hombres. En su mente solo hay un pensamiento: sobrevivir. Hará lo que sea necesario, lo que le pidan, pero ha de superar la prueba. Debe mantenerse con vida al precio que sea. Es el instinto quien gobierna ahora los estímulos del cerebro. Todo en ella parece haber muerto. Solo el corazón sigue latiendo.
Rasgan las telas del viejo vestido hasta dejar al descubierto sus pechos. Hurgan en su intimidad, por entre los muslos, buscando el modo de incentivar el deseo. El contacto de aquellas manos callosas por el uso de las armas quema su piel. Siente un hormigueo de pies a cabeza, un escalofrío de muerte, al escuchar los gritos de su hermana en el exterior. La impotencia oprime su pecho.
Ha sonado un disparo… dos disparos. Hasta ella llega el olor de la sangre y la pólvora. No puede más y afloja los músculos de su cuerpo. Se abandona por completo al inminente suplicio carnal. Un vacío inacabable invade su alma.
Uno de los soldados, el de mayor edad, le dice al oído: «A buen seguro, esos matanceros le habrán sacado el mondongo a tu mamita». Risas histéricas horadan sus oídos. La presión aumenta y le es imposible respirar. Gime. Llora. Tiene los ojos desorbitados. Todo gira a su alrededor.
La han despojado de la pollera y las enaguas. Uno de los soldados se introduce entre sus piernas. Su virginidad resiste el primer envite, pero finalmente estalla la flor de la inocencia. El dolor es inaguantable. Siente humedad entre los muslos. Un invencible asco la domina. Las manos del violador se aferran a sus cabellos y a sus pechos, y oprimen con fuerza su garganta cuando finalmente cierra los ojos y proyecta hacia su interior aquel esputo blanquecino que los hombres guardan en sus genitales. Agotado, se deja caer sobre ella.
Hay quienes reclaman participar de la diversión. Lo apartan a codazos entre pullas y risas. Otro ocupa su lugar. Se baja los pantalones, la penetra y mueve su cintura de forma acompasada. Trata de besarla, pero ella defiende el bastión de sus labios. Contiene el aliento. Intenta que su boca quede intacta de la profanación. Vana esperanza la suya. El tercero de aquellos
mamagüevos
[7]
encuentra en la felación un placer exquisito y se abre paso a la fuerza en la caverna de las palabras. No puede más y vomita su profunda repugnancia.
Los oye marcharse a toda prisa. En el ambiente se percibe un tufillo a quemado. Hace demasiado calor. Es la techumbre de madera, que arde por cada una de las esquinas. Lenguas de fuego se agitan a su alrededor. Lucha por incorporarse, pero tiene el cuerpo entumecido. La entrepierna le duele terriblemente. Piensa en sus padres, en su hermana, en qué habrá sido de ellos. Hace un esfuerzo sobrehumano y al fin se arrastra hasta la puerta.
El horror le aguarda en el porche. Muerte y desolación.
Tanto ella como su familia han sido víctimas de la denominada Guerra de los Mil Días.
El llanto de la niña que tenía a su lado la trajo de vuelta a la realidad. La madre, para distraer a la criatura, la hizo cabalgar sobre sus rodillas.
—Tiene hambre —le dijo a Luisa, excusando de este modo la rabieta de su hija.
La colombiana asintió con una sonrisa, todavía abstraída por los dolorosos recuerdos.
«¡Rosalinda! ¿Qué habrá sido de ti?», volvió a pensar en la suerte de su hermana.
Hacía más de diez años que no sabía nada de ella. La última vez que se vieron fue en la feria de San José de Cúcuta, lugar donde habían estado viviendo desde que perdieron a sus padres. Cuando ella y Rosalinda alcanzaron la mayoría de edad, tía Martina, que se había dignado recogerlas tras la tragedia, les recomendó que se buscaran un empleo, o en su defecto, que fueran pensando en casarse con algún pretendiente de buena familia; no en vano, eran jóvenes y atractivas y su educación no distaba mucho de los hijos e hijas de los criollos. No podía seguir manteniéndolas, ya que debía hacerse cargo también de sus cinco hijos y ello le suponía un tremendo esfuerzo económico. El ultimátum surtió efecto y ambas decidieron encontrar el modo de sacar adelante sus vidas.
Luisa se trasladó a Medellín, donde entró a trabajar como doncella personal de doña Aparicio Larrea, esposa de un terrateniente cuyos cafetales se extendían por todo el departamento de Antioquía. Su hermana, en cambio, se quedó en Cúcuta. Tenía la esperanza de que, pasados unos días, tía Martina volvería a acogerla en su casa. Algo que jamás llegó a ocurrir.