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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (26 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—Dígamelo usted a mí —replicó el madrileño—. Desde que abandoné el Ejército no he tenido tiempo de aburrirme.

La pareja de enamorados se unió a ellos. Secreteaban palabras al oído, riendo con complicidad.

—¡Venga, tortolitos! —les jaleó la baronesa batiendo las manos, después de ajustarse correctamente el escote de su vestido—. ¡Vamos a llegar tarde a la fiesta!

De mutuo acuerdo, fueron ascendiendo las escalinatas de la derecha junto a otros muchos invitados. Cuando llegaron a la plaza de la Naturaleza, donde se hallaban reunidos los personajes más influyentes y acaudalados de Barcelona, en el aire se respiraba un ambiente carnavalesco y festivo. La Orquesta Graciens interpretaba una musiquilla moderada bajo el templete circundado de encinas y mimosas. Las parejas más resueltas bailaban en mitad de la pista ante la mirada atenta de quienes degustaban una copa de ponche sentados en los bancos ondulantes que servían de pretil. Se había dispuesto un entoldado sobre el suelo sin pavimentar, bajo el cual se alineaban varias mesas con toda clase de sodas, café, chocolate, refrescos y un gran surtido de aperitivos. Colgando de las pérgolas podían verse globos y farolillos de papel de distintos colores, y al otro extremo de la plaza, junto al muro de piedra por el que asomaban graciosamente las palmeras, los organizadores habían colocado un magnífico piano de cola y varios asientos para los invitados. Según se anunciaba en el programa de mano que les entregaron al llegar, la denominada Assosiació Wagneriana había contratado al pianista y pedagogo Blay Net i Suner, que aquella noche interpretaría la
Polonesa
y
Hoja de álbum
para goce y disfrute de los diletantes. También estaba prevista la intervención de la notable cantatriz Albertina Cassani, uno de los prestigios filarmónicos más meritorios de la profesión, que había triunfado de forma incontestable ante el severo público del gran Teatro Apolo.

Doña Carmen, para hacer más ameno el paseo, le fue explicando el significado de los componentes figurativos que formaban parte de la decoración, y que manifestaban un simbolismo alegórico centrado en la política nacionalista de Cataluña y en la religión católica. Sus palabras iban acompañadas de referencias explícitas al mundo terrenal y espiritual, así como a la cultura grecorromana.

—Algunas personas creen ver, en las figuras diseñadas por Gaudí, ciertos elementos mágicos, cuando no masónicos, como son los signos zodiacales, la salamandra o el pelícano —le dijo—. A mi parecer, todo se debe al gusto de la gente por los enigmas y acertijos. Lo que sí es cierto, es que el arquitecto ha conseguido crear un perfecto equilibrio entre las obras expuestas en el parque y la madre naturaleza.

Fernández-Luna asintió en silencio. Estaba de acuerdo con ella: los jardines y demás ingredientes artísticos del lugar se complementaban formando un todo muy notable.

Según fue avanzando por entre los corrillos de tertulianos que se reunían bajo la luz de las farolas, pudo escuchar retazos de sus conversaciones.

«Como siempre he dicho, los regionalistas proponemos soluciones que pueden ponerse en práctica sin que la vida nacional tenga que resentirse… La hipocresía no es un buen camino para servir a un ideal… A mi juicio, lo peor que nos puede ocurrir es que se nos considere como un partido más entre los partidos políticos que hay en España… Eso es porque el sistema parlamentario en que vivimos es un artificialismo… El problema catalán viene de antiguo, y ya hemos debatido esta cuestión en diversas ocasiones sin ningún resultado…» —¿Me entiende ahora, señor Luna? —Doña Carmen se acercó a él para susurrarle unas palabras al oído—. Tanto debate me produje jaqueca.

—Disculpe mi sinceridad, pero creo que voy a aburrirme terriblemente esta noche. —Al comprender que aquel comentario podría ser malinterpretado por la baronesa, puntualizó—: Gracias a Dios, cuento con su compañía.

Halagada, doña Carmen le regaló una cordial sonrisa.

—Venga conmigo. —Tiró de él suavemente, alejándolo de Carbonell y su prometida—. He de presentarle a unos amigos. Le esperan desde hace varios días.

—Pero… —Desvió la mirada hacia la pareja.

—No se preocupe por ellos. Necesitan intimidad y nuestra presencia solo conseguirá cohibirlos —porfió, con ademán diligente—. Hágame caso, las personas que quiero que conozca le serán de gran ayuda en su investigación. —El tono de voz empleado parecía envuelto en una aureola de misterio.

Las palabras de doña Carmen pusieron en alerta al policía. Le asaltó una determinada sospecha: su asistencia a la gala benéfica no había sido casual, sino hábilmente urdida por manos invisibles.

—Una pregunta, baronesa… —dijo Fernández-Luna mientras se dirigían hacia el Paseo de las Palmeras—, ¿a qué se dedicaba exactamente su difunto esposo?

Pasando por alto la indiscreción del madrileño, la aristócrata respondió sin tapujos:

—Era embajador de España en Alemania.

—Comprendo.

Bien aconsejado por la sensatez, pensó que lo mejor sería guardar silencio. Su curiosidad podría considerarse como una temeridad, o en el peor de los casos, una intolerable falta de educación. Se limitó a observar las formaciones rocosas de ambos lados del paseo y los parterres de flores.

Tal y como esperaba, al cabo de unos minutos fue la propia aristócrata quien abrió un nuevo diálogo.

—Sea sincero conmigo… ¿Piensa realmente que ese hombre, el ruso, pudo haber escapado de la cárcel?

Para nada le sorprendió aquella pregunta.

—Ayer mismo, decenas de personas fuimos testigos de su extraordinaria aparición en mitad del escenario del Alcázar Español. Eso quiere decir que anda en libertad.

—Pero no pudieron atraparle.

—En efecto. Desapareció de forma extraña.

—Lo siento, pero no me satisface su respuesta. Es obvio que ni usted mismo cree que eso sea cierto.

—¿Se refiere a que consiguiera evadirse de la penitenciaría?

—Así es. Mi opinión es que jamás estuvo preso —subrayó doña Carmen, arqueando sus finas cejas.

—¿Por qué le interesa tanto la suerte de ese mago? —Decidió tomar las riendas de la conversación.

—No es a mí a quien le incumbe, sino a las personas que le aguardan ahí dentro. —Señaló con el mentón un pequeño palacete de fachada color rosa con adornos ornamentales y rejas en las ventanas.

—Bonito lugar para vivir —opinó él—. ¿Puedo saber a quién pertenece?

—Es la casa del arquitecto Antoni Gaudí. —Fue directa hacia la puerta—. En este momento se encuentra de viaje. Se la ha prestado durante unos días a su amigo y mecenas, el conde de Güell.

Yendo en pos de la baronesa, Fernández-Luna se dejó guiar hasta el interior de la casa. No había nadie aguardándoles en el vestíbulo, como había pensado. Escucharon, vagamente, un rumor de voces que procedía de una sala situada junto a las escaleras de subida.

—Acompáñeme —lo instó, después de accionar el interruptor de la luz.

Sin más preámbulos entraron en la sala Calvet, cuyo mobiliario había sido diseñado por el propio arquitecto. Sentados en diversas sillas de tipo
Voyeuse
, envueltos en la nube de humo que originaban sus cigarros habanos y con una copa de coñac en sus diestras, tres hombres charlaban de forma distendida alrededor de una artística mesa de forja y cristal.

Cuando vieron entrar a Fernández-Luna acompañado de la baronesa no dudaron en ponerse en pie. Fueron hacia él con aire desenfadado.

—¡Buenas noches, señor Luna! —Le saludó efusivamente un individuo de cabello grisáceo que caminaba apoyado en un bastón de malaca. Lucía grandes ojeras bajo los párpados. Su bien recortada barba ocultaba los botones superiores de su abrigo de paño—. Es un honor conocerle. Me han hablado muy bien de usted.

El madrileño agradeció el elogio estrechando su mano, sin perder de vista a los demás caballeros. Creyó reconocer a uno de ellos, al que iba vestido de militar, aunque le fue imposible recordar con exactitud dónde había visto antes aquel rostro. En cuanto al otro, un diplomático sin lugar a dudas, dedujo, por su aspecto, que debía ser extranjero.

Doña Carmen les presentó al conde de Güell —el anciano de cabellos plateados—, así como a don Agustín de Luque y Coca, ministro de la Guerra, y al cónsul de Alemania en Barcelona, el barón de Otsman.

—Por favor, tome asiento. —El industrial le indicó un sillón de madera dorada y tapizado de pana de seda. A continuación, le ofreció una cálida sonrisa a la viuda de Bonet—. Gracias, Carmen. Has sido muy amable acompañando hasta aquí al señor Luna. Isabel está arriba, rezando el rosario. —Se refería a su esposa—. Me ha pedido que te diga que fueses a verla. Hace tiempo que desea hablar contigo.

Siempre ceremonioso, don Eusebi Güell le dio a entender a la baronesa que necesitaba hablar en privado con el policía. Doña Carmen comprendió al instante que su presencia allí estaba de más. Se despidió de todos ellos de forma protocolaria. Pero antes de marcharse, le rogó al madrileño que tuviera la deferencia de ir a buscarla cuando terminase la reunión, con el fin de regresar juntos a la fiesta que se estaba celebrando en la plaza de la Naturaleza.

Ya a solas, Fernández-Luna no se anduvo con rodeos. Fue directo al asunto.

—Señor Güell… —se dirigió a su anfitrión—, he oído decir que puso usted mucho empeño en que viniese a Barcelona a investigar la desaparición del Gran Kaspar. También sé que es un gran admirador suyo, algo que no termino de comprender. No en vano, hablamos de un asesino —analizó la mirada fría de cada uno de los presentes—. Eso me da una idea del extremado secretismo que encierra esta reunión. Lo que todavía no entiendo es la relación que puedan tener el señor Luque y el barón de Otsman con la fuga de un recluso de la penitenciaría celular.

—Amigo mío, no he de recordarle que los países europeos en conflicto tienen su mirada puesta en España. —El conde habló con voz pausada—. La neutralidad de nuestro país incomoda a muchas naciones y favorece a otras. Los conservadores se erigen defensores de Alemania; y los liberales, de Francia. Las discusiones llegan incluso a las Cortes y el Senado. El rey mantiene una actitud neutral, aunque solo de apariencia. Por sus venas corre la sangre de los Habsburgo, pero está casado con una princesa británica. Y eso lo lleva a actuar con…

—Disculpe que lo interrumpa —atajó Fernández-Luna—. No quiero ser grosero, pero… ¿Qué tiene que ver el neutralismo de España en el conflicto europeo con la desaparición de Igor Topolev?

—Verá… Todos nosotros nos estamos beneficiando de esta guerra, o por lo menos así ha ocurrido hasta ahora —intervino don Agustín de Luque y Coca, el militar—. Las exportaciones de productos siderúrgicos y textiles han favorecido nuestra industria. Los empresarios cierran sus balances anuales con superávit, pero el obrero sigue cobrando un mísero sueldo. Debido a ello, hemos tenido que enfrentarnos a diversos conflictos laborales dentro de los sectores marítimos y textiles. En La Coruña se han declarado en huelga los obreros de varios oficios. Y ahora los metalúrgicos de Vizcaya se han unido a ellos. Cuatro mil obreros asistieron a un mitin en Bilbao. Y esto no ha hecho más que empezar.

»Igual les ocurre a los soldados de nuestro Ejército, sujetos a la inacción tras la pérdida de las colonias y víctimas del escaso poder adquisitivo de nuestro país. Sabemos que organizan, clandestinamente, las llamadas Juntas Militares a espaldas de sus generales. ¿Por qué cree que Romanones ha disuelto las Cortes? Yo se lo diré… Ha sido por la peligrosidad que encierra este movimiento cuasi sindical. —Frunció la mirada—. Estamos al borde de una huelga revolucionaria como la que vivimos hace siete años. Y eso nos lleva a tomar drásticas medidas, como es vigilar los movimientos de todos aquellos individuos que puedan considerarse como agentes subversivos, sean civiles o militares.

—Sigo sin entender.

—Vivimos momentos de incertidumbre política, señor Luna. Y para mayor desgracia tenemos una guerra como telón de fondo —añadió el aristócrata catalán, con gesto preocupado—. La información es la mejor arma que puede atesorar un Gobierno. De ahí que, a veces, tengamos que colaborar con otras naciones, indistintamente del color de su bandera. Nosotros les permitimos moverse en nuestro terreno, y ellos, a cambio, nos hacen partícipes de sus averiguaciones.

—¿Dónde encaja Igor Topolev en esta historia? —inquirió de nuevo el jefe de la BIC de Madrid.

Los políticos españoles dirigieron sus miradas hacia el diplomático. Aquella pregunta debía responderla el cónsul de Alemania, no ellos.

—En realidad, el hombre que ha desaparecido de la penitenciaría de Barcelona se llama Eldwin Finkel Topolev, y en el Abteilung III B se le conoce como el agente 66-R —dijo el barón de Otsman, con tiesura castrense—. Es nuestro mejor espía.

Aquello no podía ser real. Estaba viviendo un sueño, una alucinación, una terrible pesadilla que ya declinaba en locura.


Andiamo, signorina
! —Escuchó una voz cavernosa acercándose por detrás, cada vez más cerca—. ¡No huya de mí! ¡Solo pretendo hacer mi trabajo! —Lanzó una espeluznante carcajada y el eco reverberó por cada uno de los rincones del edificio.

Luisa se adentró, tambaleante, por el oscuro corredor en busca de un lugar donde ponerse a salvo. Fue tanteando las paredes con la esperanza de hallar una puerta, una vía de escape, pero le fue imposible. No había ninguna salida.

Gracias a la tenue luz que provenía de las claraboyas del techo, pudo distinguir vagamente unas escaleras al final del pasillo. Corrió hacia ellas, procurando mantener el equilibrio para no caerse. Se aferró al remate del pasamano y ascendió los peldaños uno a uno, con dificultad. La primera planta le parecía tan lejana como las estrellas del firmamento. Jadeaba al respirar. El cabello y el sudor le caían sobre los ojos, impidiéndole ver.

Cuando por fin llegó al primer piso, corrió por la galería mientras analizaba fríamente la situación: iban a asesinarla y nadie la había preparado para ello.

«¿Por qué?», se preguntaba una y otra vez, sin hallar respuesta. Era desconcertante. La sola idea de morir sin conocer el motivo resultaba absurdo, cuando no dramático.

Todo daba vueltas a su alrededor. Apenas si podía ver a un metro de distancia. Tenía la vista nublada. Estaba aturdida. Le costaba trabajo organizar los pensamientos en su cerebro. Tarde comprendió que la droga que le había proporcionado Agamenón para inyectarse no era precisamente cocaína, sino algún derivado del opio. Se sentía narcotizada.

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