»Natasha Svetlova, que así se llama dicha joven, pone en contacto a nuestro hombre con una pareja de hermanos nacidos en Cuba: Miguel y María Lorente. La chica es atractiva, una cancionista con mucho talento… y algo libertina, que todo hay que decirlo. —Carraspeó, sonrojándose—. Fiel a su estilo, Finkel seduce a la
vedette
y se gana el respeto del hermano, un don nadie que viste con mucho estilo. Ante todo, desea saber quiénes son realmente aquellos exóticos personajes, y cuál es su relación con la rusa de ideología sindicalista.
»Pero entonces surge un problema: María denuncia la desaparición de una joya de gran valor y acusa a Finkel de habérsela robado. La Policía se presenta en la habitación de su hotel para hacerle unas cuantas preguntas y, de paso, registrar sus pertenencias. Encuentran parte del cadáver de una mujer en el doble fondo de una de las maletas. Antes de que podamos reaccionar, y exigir su inmediata puesta en libertad de forma diplomática, nuestro hombre es encarcelado en la penitenciaría acusado de asesinato. Al día siguiente nos dicen que ha desaparecido de la celular sin dejar rastro. Nadie, ni siquiera nosotros, sabemos en realidad qué ha sido de él.
El barón de Otsman, después de su dilatado discurso, destapó la botella de coñac que había sobre la mesa y llenó de nuevo su copa, generosamente. Tanto él como los políticos españoles allí presentes aguardaban la reacción del jefe de la BIC de Madrid.
—¿Qué saben de los Lorente? —preguntó Fernández-Luna, al cabo de un breve silencio.
—Solo lo que nos dijo Finkel la última vez que contactó con nosotros, hará cosa de un mes… que eran amigos de la joven rusa.
—¿Podrían ser ellos los anarquistas de los que le habló Natasha?
—Creemos que sí, aunque no estamos seguros —sopesó el barón—. Lo cierto es que a la Svetlova se la ha visto merodeando por el bar La Tranquilidad, punto de encuentro de sindicalistas catalanes. Y eso es bastante significativo, ¿no cree usted? —inquirió con algo de ceño—. En todo caso, su conexión con los cubanos sigue siendo un misterio.
—Ya… —afirmó el madrileño, meditabundo.
—Dígame, señor Luna —se interesó el conde Güell—. ¿Qué opina de todo este embrollo? Según he oído decir, Topolev apareció anoche en mitad del escenario del Alcázar Español, mientras la joven cubana interpretaba una de sus canciones… ligera de ropa. —Se aclaró la voz—. Amigos míos, que disfrutaban del espectáculo, fueron testigos del increíble prodigio del mago. Aseguran que su imagen fue atravesando el entablado del suelo hasta materializarse por completo. Un truco inexplicable.
—Si es verdad que anda por ahí, en libertad, ¿por qué no ha acudido al Consulado alemán? —inquirió el diplomático, negándose a admitir que aquello fuese cierto.
—¿No ha pensado que Finkel pueda estar trabajando para otro país? Vamos, que sea un agente doble.
La hipótesis del policía fue valorada con calma por el barón de Otsman.
—Sí, claro. Hemos contemplado esa posibilidad. —Proyectó una mueca de desagrado—. Y ahí es donde nuestras sospechas se centran de nuevo en Natasha y en sus amigos los cubanos. Puede que el asunto de los anarquistas y sus pretensiones de derrocar al zar se trate de un mero engaño, y que en realidad Finkel y los demás estén colaborando con el servicio de espionaje de Estados Unidos. Y hasta es posible que la fuga de la Modelo forme parte de un plan proyectado conjuntamente con ellos para hacernos creer que ha desaparecido como por arte de magia.
—¿Por qué espías norteamericanos? —quiso saber Fernández-Luna.
Aquel detalle llamó su atención.
—Lo hermanos Lorente son ciudadanos estadounidenses… o eso reza al menos en sus pasaportes —contestó el cónsul, bebiendo nuevamente de su copa—. Nuestras relaciones con este país son más tensas que nunca desde la ruptura diplomática de principios de año. Recordará que en febrero desoímos las demandas del presidente Wilson con respecto a lo ocurrido con el
Lusitania
. —Arrugó la frente como signo de evidente preocupación—. Señor Luna, como comprenderá, todo son suposiciones, pero nosotros necesitamos pruebas. La incertidumbre no es precisamente la mejor arma de defensa.
El policía guardó silencio durante unos segundos, con aire reflexivo. Como si despertara de un breve sueño, dirigió su mirada hacia las copas que sostenían los caballeros en sus diestras.
—Por favor, necesito un trago —les rogó, apuntando a la botella con la mirada.
Don Eusebi se disculpó por no haber caído en la cuenta de que todos bebían menos él. Hizo ademán de levantarse, pero el señor Luque se adelantó y fue en busca de una copa para el invitado. El propio ministro de la Guerra se encargó de llenársela por la mitad.
Fernández-Luna se la llevó a los labios, saboreando el licor francés con verdadero deleite.
—Si realmente desean que llegue al fondo de la verdad, necesitaré un pequeño favor del gobernador civil. —Esto lo dijo mirando directamente a los ojos del aristócrata—. Ahí es donde debe usted ayudarme.
—¿Qué tipo de favor? —quiso saber el conde de Güell.
—Conseguir introducirme de riguroso incógnito en la penitenciaría de Barcelona… pero como recluso.
Al pasar junto a la Fuente de Canaletas, al inicio de la Rambla, la Mulata se detuvo en mitad de la avenida. Observó con interés la fachada del bar que había a su derecha. El propietario había dispuesto varias mesas y sillas en la terraza. Le gustó el ambiente, y así se lo hizo saber a Miguel, que caminaba a su lado.
—Acaban de abrir esta taberna, y no está lejos del hotel. ¿Tomamos algo? —le preguntó a su hermano—. Estoy desfallecida. —Sofocó un bostezo con la mano—. ¿Sabes lo que me comería? Un plato de embutidos varios con un buen vaso de vino.
Él lo tenía más que asumido: María era sumamente caprichosa. Resultaba inútil llevarle la contraria. Siempre se salía con la suya.
—Como tú digas —accedió—. Al fin y al cabo, solo soy un vulgar caradura que vive del trabajo de su queridísima hermana.
—¡Oh, vamos! —le dirigió una entrañable mirada—. ¿Todavía estás enfadado por el comentario de esta mañana en el muelle? —Lo besó en la mejilla, en actitud fraternal—. Sabes muy bien que no lo dije en serio. Eres lo más importante en mi vida… mi única familia —le recordó, bastante emocionada.
Miguel se arrepintió de haber sido tan injusto con ella.
—Lo siento —susurró—. La reunión con Dimitri me ha puesto de mal humor. Ese «pelado» ha sabido sacar tajada de nuestra situación. Y para colmo, vas tú y te comportas como una…
Guardó un prudente silencio.
—Mejor no lo digas —le advirtió, muy seria—. Ya soy mayorcita para tomar mis propias decisiones.
Recogiendo la falda de su vestido con cierta soberbia, María tomó asiento frente a una de las mesas de la terraza. Miguel se colocó a su lado. Ambos observaban en silencio el trasiego de la gente caminando de un lugar a otro sin rumbo fijo, como autómatas de cuerda en la feria.
Un joven camarero les tomó nota del pedido. En apenas unos minutos tenían frente a ellos un plato de embutidos bien colmado y una botella de vino tinto Marqués de Riscal. La
vedette
dejó a un lado las cortesías del protocolo gastronómico y comenzó a engullir tocino y chorizo sin remilgos. Su hermano, algo más metódico, comía con naturalidad.
—La culpa de todo la tiene esa estúpida —alegó María, después de limpiarse los labios con la servilleta a cuadros rojos y blancos que hacía juego con el mantel.
—Natasha fue víctima del engaño, igual que todos nosotros. No seas tan dura con ella. Puede que se equivocara con Topolev, pero también fue quien descubrió su verdadera identidad tras encontrar el código criptográfico escrito en alemán, y varios pasaportes falsos con distintos nombres, escondidos en el armario de su dormitorio. —Bajando el tono de voz, terminó diciendo—: No deberías criticarla. Esa joven vale mucho.
Miguel salió en defensa de la rusa.
—Sí… por supuesto. —Batió sus largas pestañas de forma alegre—. Ya he visto cómo la miras. Se nota que estás enamorado de esa pelandusca.
—Como bien sueles decir, eso no es asunto tuyo. —Apretó los dientes, molesto por el comentario de su hermana. La soflama cubrió sus mejillas.
—Pues lamento decirte que nuestra amiga anda liada con un anarcosindicalista que se gana la vida como estibador en el puerto de Barcelona. Me lo dijo ella misma.
—Lo sé… —Cabizbajo, dejó el vaso de vino sobre la mesa—. Aunque te parezca extraño, también confía en mí.
—Temo que esa relación pueda perjudicar nuestro plan. —Frunció los labios. Para entonces había olvidado los sentimientos de su hermano—. La Policía podría estar investigando a ese hombre. Si ven a Natasha en su compañía le seguirán la pista, y algo así nos pondría en una situación bastante delicada. ¿No te parece?
—Por una vez, al menos, estoy de acuerdo contigo. —Inclinó la cabeza hacia un lado.
—Y para colmo pretende llevarle con nosotros a Rusia.
—¡Qué…! —exclamó Miguel, atónito—. ¡Eso es una locura!
¡Como si no tuviésemos bastantes problemas con ese cerdo de Dimitri! —Tensó su cuello y al momento se le hincharon las venas—. Habla con ella. No sé… convéncela para que olvide esa absurda idea.
—Tranquilo, no creo que acepte viajar con nosotros hasta Petrogrado. Conozco demasiado bien a los hombres, y puedo decirte que ese anarquista no es de los que abandona su país por amor.
Siguieron comiendo en completo silencio. Al cabo de unos minutos, cuando solo quedaba un cacho de chorizo sobre el plato y la botella estaba completamente vacía, la Mulata se ajustó los senos en el escotado corsé. De la forma más disimulada que pudo, sofocó un pequeño eructo.
—Miguel… —le dijo con suavidad al verle tan compungido, con la cabeza agachada. Cogió su mano para transmitirle seguridad—. No te preocupes. Todo saldrá bien.
—Estaba pensando en ese espía alemán. —Alzó la mirada, clavando sus ojos en los de María. Buscaba una respuesta—. Me preguntaba… ¿Qué habrá sido de él?
—Lo sabes tan bien como yo —repuso con marcada frialdad, irguiendo su cuerpo—. Hay hombres que no cambian de actitud, ni tampoco de costumbres.
—¿Tú crees que…? —no se atrevió a terminar la frase, apenas iniciada.
La
vedette
cogió el último trozo de chorizo que había en el plato. Lo masticó con delectación antes de tragárselo. Por último, se bebió el vino que quedaba en su vaso. Esbozando una virulenta sonrisa, lo miró a los ojos fríamente.
—Así es, hermanito —dijo en tono sombrío—. Lo ha vuelto a hacer.
Antes de regresar a la plaza de la Naturaleza, centro neurálgico de la celebración, doña Carmen lo llevó a ver
El Calvario
: un túmulo de aspecto megalítico, como el de los talayotes de Mallorca, encabezado por tres cruces de distinta forma y tamaño. Algunos de los invitados paseaban por aquel maravilloso paraje, mayormente las parejas que huían del bullicio de la fiesta esperando encontrar un poco de intimidad en la zona más alta del parque. Desde él podía verse, a lo lejos, las luces del puerto de Barcelona y las tenebrosas aguas del Mediterráneo.
Después de saludar a la hija de los señores de Gisbert, que iba acompañada de su pretendido, la baronesa le hizo un gesto a Fernández-Luna para que la ayudase a subir los peldaños de piedra. Tenía pensado llegar hasta la cúspide.
Una vez arriba, por un instante, se sintieron dioses. —Es una verdadera lástima que solo se hayan vendido dos parcelas —dijo la aristócrata, con la mirada fija en la oscura franja de mar que se perfilaba en el horizonte—. El conde inició su proyecto en compañía del señor Gaudí, creyendo que podría convertir el parque en un paraíso para los amantes de la belleza, el arte y la poesía. Pero su sueño se ha venido abajo debido a las actuales circunstancias que vive el país. ¡Es una lástima! —Apretó los labios—. Para sacarle rendimiento, ha tenido que comercializar las aguas que se almacenan en el depósito subterráneo tras las lluvias. Ahora se venden bajo un nombre sánscrito formado por las iniciales de los dioses Vishnu y Shiva. —Se le escapó un leve y desconsolador suspiro—. La Gran Guerra lo ha cambiado todo… las buenas costumbres… la sociedad… las personas —divagó, nostálgica.
—Difiero. El hombre no cambia, más bien finge que evoluciona. —Igual de recogido, Fernández-Luna observaba la extraordinaria techumbre de una casa de cuento que, por su diseño y color, parecía estar recubierta de nata y caramelo—. Soy de los que piensan como ese naturalista inglés que hace años suscitó la controversia entre los Creacionistas: el hombre es un animal emparentado con el mono. Y aunque Dios lo dotó de alma, no deja de ser un animal que se mueve por instinto.
Doña Carmen se echó a reír. Le hizo gracia aquel comentario.
—¡Hay que ver cómo es usted! —Apoyó su mano en el antebrazo del madrileño, ofreciéndole una cálida sonrisa—. Ha conseguido devolverme el buen humor. Pero sí… tiene muchísima razón. Algunos hombres son unos auténticos trogloditas.
Ahora fue Ramón quien rompió en carcajadas.
—Espero que no lo diga por mí.
—No, amigo mío. Usted es todo un caballero, y además un buen policía. Algunos deberían seguir su ejemplo. —Desvió la mirada hacia un grupo de personas que paseaban, allá abajo, alrededor del monumento de piedra.
Entre ellas, Fernández-Luna distinguió a un individuo de mandíbula fuerte, que lucía unos enormes y ridículos bigotes. Gesticulaba enérgicamente al hablar.
—¿Quién es ese hombre? —se interesó, dejándose llevar por la curiosidad.
—El comisario Manuel Bravo Portillo, un auténtico cabestro… el azote de los anarquistas. —La baronesa hizo un gesto de desagrado. No le caía bien aquel sujeto—. Colabora con distintas ramas del espionaje alemán. Su contacto en España es el barón de Rolland. Ha puesto a su disposición un grupo de policías corruptos y sin escrúpulos para que averigüen, con métodos poco ortodoxos, toda la información posible que puedan sonsacarle a los pequeños delincuentes y a las prostitutas del barrio de las Atarazanas. Sus intrigas le reportan pingües beneficios. Le diré que unas mil setecientas pesetas al mes. —Reviró la mirada hacia su interlocutor—. ¿No le ha comentado nada el barón de Otsman?
—Nuestra conversación ha girado en torno al Gran Kaspar y su extraña desaparición, de principio a fin —se sinceró con ella.
Intuyó que la aristócrata estaba al tanto de todo lo que se había hablado aquella noche en la reunión celebrada en casa del afamado arquitecto.