Obligada por las circunstancias, Rosalinda encontró empleo en un taller de costura. Allí conoció a Mamzelle Philomene, una negra de Puerto Príncipe experta en los amarres de amor y en curar el mal de ojo. La vieja santera, que también cosía remiendos y zurcidos para ganarse unos cuantos pesos al día, entabló con ella una profunda amistad. Le enseñó a elaborar pócimas y a lanzar encantamientos. También la instruyó en la religión de los Yoruba, la tribu de sus ancestros africanos que rendían culto a Odudua, diosa de la tierra. Decía de Rosalinda que tenía «gracia», que podía incluso comunicarse con los espíritus de la naturaleza y con las almas de los muertos. Y lo cierto es que la joven demostró, con el paso del tiempo, poseer cierta habilidad para adivinar situaciones insospechadas, encontrar objetos perdidos y leer el pensamiento de quienes acudían a visitarla.
A los pocos meses eran muchos los que, aconsejados por quienes hablaban maravillas de su magia, acudían en su busca con el propósito de hallar un remedio para sus males, y en algunos casos, con la esperanza de poder hablar con sus difuntos.
Luisa jamás creyó en aquel absurdo poder que le atribuían a su hermana. Pensar así era de gente supersticiosa.
«Ha pasado demasiado tiempo», se dijo a sí misma con tristeza mientras observaba a los transeúntes que deambulaban de un lado a otro del Paseo de Gracia.
Contemplar la vida rutinaria de la ciudad a través de la ventanilla de un tranvía tenía su encanto. Le divertía ver las bicicletas, carruajes de caballos y automóviles cruzar los raíles a escasa distancia del vagón. Daba la impresión de que el vehículo pesado habría de arrollarlos a su paso. Pero siempre, en el último momento, se apartaban hasta quedar fuera de su alcance.
Sonrió al ver a Pablito, a quien toda Barcelona llamaba el Tonto del Tranvía. Estaba de pie, en mitad de las vías con la mano en alto. Iba vestido de maquinista. Tenía por costumbre ponerse delante del vagón con el fin de saludar a los pasajeros, y lo hacía a menos de un metro de distancia. Antes de que la broma acabase en tragedia, se echaba a un lado con rapidez y reía hasta la saciedad. Eran muchos los que pensaban que un día, en un descuido, el pobre diablo acabaría literalmente triturado bajo las ruedas.
A Luisa comenzaron a sudarle las manos y la frente. Llevaba cuatro horas sin inyectarse; demasiado tiempo. El síndrome de abstinencia se iba apoderando lentamente de su voluntad. Necesitaba una dosis. Debía llegar cuanto antes al Cinco de Oros,
[8]
lugar donde había quedado citada con Agamenón.
Estaba nerviosa. No sabía cómo decirle que había incumplido su palabra al acudir a la Policía en busca de ayuda. Temía su iracunda reacción.
«Lo entenderá. Sabe lo importante que es para mí Conchita», caviló mentalmente con el fin de tranquilizarse.
Y sin embargo, le fue imposible.
Una oleada de oscuros pensamientos sacudió su alma.
Natasha miró de un lado a otro de la callejuela, asegurándose de que nadie le iba a la zaga. Todo estaba en calma: solo unos cuantos gatos de famélico aspecto hurgaban en los tachos de basura en busca de comida. Golpeó con los nudillos en la puerta trasera del bar La Tranquilidad, la que conducía al almacén de los licores. Al cabo de unos segundos escuchó, al otro lado, cómo alguien retiraba el cerrojo. Después de girar el picaporte entró con sigilo. Todo estaba oscuro. No podía ver nada.
Sintió un vuelco en el corazón cuando unas manos fuertes vinieron a rodear su cintura.
—
Priviét, moya lyubov
[9]
—chapurreó una voz masculina a su oído, aunque con claro acento catalán.
Lo reconoció de inmediato. Era Héctor Rovira, alias el Bombas; la única persona de toda Barcelona en quien podía confiar plenamente.
—Tu ruso es deficiente —rio la joven en voz baja, buscando en la oscuridad los labios de su amigo—. Parece mentira que llevemos juntos casi un año.
El anarquista bajó el interruptor y al instante se encendió una pequeña bombilla que colgaba del techo. Después de varios días de ausencia, ambos volvieron a verse las caras.
—Será porque el idioma no es tan importante como el color de tus ojos —afirmó él. Con ímpetu, empujó a Natasha por los hombros hasta aprisionarla contra la pared. Besó su cuello desnudo mientras le acariciaba la espalda con delicadeza. Con la otra mano intentaba remangar el vestido, algo bastante difícil teniendo en cuenta la longitud y estrechez de la falda.
—No es el mejor momento para juegos íntimos. —Se escabulló hacia un lado, librándose de su amarre—. Tenemos cosas más importantes en las que pensar.
—¿Por ejemplo? —preguntó el Bombas, limpiándose la saliva que había quedado impregnada en las comisuras de los labios.
Natasha fue a sentarse sobre una pila de cajas de madera. Miró a Héctor a los ojos, y al momento sintió lástima de él.
—Tienes que salir de Barcelona —le soltó a bocajarro—. De lo contrario, esa bestia malnacida de Bravo Portillo acabará con tu vida. Todavía no entiendo cómo no se ha presentado aquí con sus hombres, cuando todos en Jefatura saben que La Tranquilidad da cobijo a los ideólogos más extremistas de la CNT No te hagas ilusiones, cariño —le advirtió, antes de concluir diciendo—: Te guste o no, la Policía vendrá a registrar el local.
—El compañero Seguí los mantendrá ocupados. Estoy seguro de que ahora mismo andan detrás de una pista falsa.
—Confías demasiado en Salvador.
—No tengo otra opción —repuso con voz queda.
—Sí, la tienes. Puedes venir conmigo a Rusia.
—Demasiado complicado. —Arrugó la nariz, en desacuerdo con ella—. Mi lucha está aquí… en las calles de esta maldita ciudad que vive oprimida por el yugo de la oligarquía mesocrática.
—¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir ocultándote en este tugurio?
—Bajo esas cajas donde estás sentada hay una trampilla secreta que conduce al sótano. Ahí suelo pasar la mayor parte del día —le explicó con calma—. La opinión de Martorell es que debería quedarme en el almacén hasta que cesen las investigaciones.
Andrés Martorell era el dueño del bar La Tranquilidad.
—¿Y después qué? ¿Piensas continuar tu vida en Barcelona como si no hubiese ocurrido nada? —le espetó ella, con cierto reproche en el tono—. ¡Has matado a cuatro personas! ¡No creas que la Policía va a olvidarse de ello tan fácilmente!
Héctor avanzó unos pasos. Se puso en cuclillas, colocando ambas manos sobre las piernas de su amante.
—Te recuerdo que hemos nacido para defender la igualdad y la libertad. Por principios, nos negamos a cualquier forma de dominación que coarte nuestros derechos. Luchamos contra la autoridad… contra el Estado… contra la Iglesia y contra todo aquello que represente un Gobierno totalitario. —Había apasionamiento en sus palabras—. Es normal que deseen acabar con nosotros. Nuestros ideales van en contra de su política. Pero eso no nos detendrá, ¿verdad?
La joven guardó silencio. Ambos luchaban en un mismo bando, pero contra enemigos diferentes. Alentada por el sentimiento de fatalidad, acarició el rostro del único hombre que había amado realmente en toda su vida.
—¿Qué podemos hacer entonces? —su pregunta encerraba cierto dramatismo.
—Morir con dignidad.
—
Niet
! —exclamó con rabia—. ¡No quiero que hables así!
El anarquista se puso en pie.
—Creo que deberías regresar con tus amigos, los cubanos. Tenéis una misión que cumplir, y a fe mía que es igual o más importante que asesinar a un acaudalado empresario a la salida del teatro. —Fue hacia la pared, donde había un cartel que anunciaba la corrida de toros a celebrarse, en un par de semanas, en la plaza de Las Arenas. En él podía leerse los nombres de los diestros Juan Belmonte y Gallito—. ¿Ves a estas bestias de aquí? —Señaló los bovinos representados en la litografía—. Al igual que ellas, ambos estamos condenados a caer bajo el yugo de la espada absolutista. —Se volvió para mirarla a los ojos—. Aunque, para entonces, ya habremos sembrado la semilla de la revolución.
—Dicho en tu boca hasta suena poético —ironizó Natasha, reprimiendo las lágrimas.
—Te marcharás, ¿no es cierto? —le preguntó, dejando a un lado sus palabras—. ¿Regresarás a Petrogrado?
—He de hacerlo. Ya no puedo dar marcha atrás. Pero podrías venir…
—¡No! —atajó, negando con la cabeza—. No vuelvas a pedirme que te acompañe. Aquí y ahora, nuestros caminos se separan. —Sonrió con marcada tristeza—. Lo único que puedo ofrecerte, antes de despedirnos para siempre, es un poco más de amor.
Rompiendo a llorar, Natasha se levantó violentamente y al hacerlo tiró al suelo varias cajas. Corrió hacia él, buscando refugio entre sus brazos. Héctor la estrechó con fuerza. Acarició sus dorados cabellos con auténtica devoción. Después, besó su frente con ternura.
Señoreados de una inefable satisfacción, ambos cayeron rendidos frente a la excelsa maquinaria del sentimiento, esa fuerza que todo lo ata y mueve y que no desfallece jamás.
Declinaba la tarde cuando Luisa llegó a la plaza de Pi y Margall. Vio a su amante de espaldas, apoyado en una de las seis farolas de Falqués instaladas en el cruce de la Diagonal con Paseo de Gracia. Consultaba el reloj de bolsillo con gesto impaciente. A buen seguro, debía de llevar esperándola varios minutos.
Se detuvo a escasos metros de él, al otro lado de la avenida. El miedo mojaba de sudor la raíz de sus cabellos. Se sintió indefensa, sola. No estaba segura de querer verlo. Desconocía el motivo, pero últimamente le causaba verdadera aprensión estar a su lado. Sopesó la posibilidad de regresar al hotel. Necesitaba una dosis de cocaína.
Hizo ademán de marcharse, cuando escuchó una voz que la llamaba por su nombre:
—¡Luisa!
Notó un vacío en el estómago. Ya era demasiado tarde para huir. Agamenón iba hacia ella con los brazos abiertos.
—No… no te había visto —titubeó al hablar. Le temblaban las piernas y las manos—. Estaba a punto de irme.
—¿Y echar a perder mi regalo de cumpleaños?
La besó en ambas mejillas. Joyita enarcó una ceja, gratamente sorprendida.
—¡Vaya! Te has acordado. —Se ruborizó—. Jamás pensé que te importase tanto.
—Aunque no lo creas, soy un hombre muy detallista. —Se aferró a su brazo de forma galante—. Ven, acompáñame. Te voy a llevar a un sitio increíble.
Al llegar a los bajos de la casa Pons, en la esquina con la calle Caspe, Agamenón se detuvo junto uno de los
bancs-fanal
de
trencadís
que había frente a la perfumería-guantería Lafont, conocida popularmente, desde finales del siglo
XVIII
, como «La Peluquería del Rey». Debido a la demanda de sus productos, y también a la exigencia de los clientes, el establecimiento solía abrir sus puertas incluso en domingo.
—He aquí mi sorpresa. —Señaló la entrada, a cuyos lados había dos enormes escaparates de cristal. Sobre la puerta podía verse un cartel luminoso de gran tamaño, donde rezaba con letras bien grandes la palabra: «LAFONT»—. Pienso comprarte el perfume más caro de todos.
—¿Lo dices en serio? —Abrió desmesuradamente sus ojos. Pero luego, creyendo que se trataba de una broma de mal gusto, lo miró de soslayo—. No serás un
fafarachero
,
[10]
¿verdad?
Agamenón se echó a reír. No esperaba tanta suspicacia por su parte.
—Eres una mujer bastante desconfiada, ¿lo sabías? —Ladeó la cabeza hacia un lado—. A veces pienso que no mereces mi amistad.
—¿Eso significa que voy a quedarme sin perfume?
—Por supuesto que no. —Sonrió él, con mirada picara—. ¡Vamos! Elegirás tú misma el que más te agrade.
Creyéndose especial, Luisa se dejó conducir hasta el interior de la perfumería. Se sentía tan feliz que, por un momento al menos, llegó a olvidarse del síndrome de abstinencia.
Salió a recibirles don Ricardo Palou, el actual propietario del negocio, que les atendió con suma cortesía. Era un hombre alto, de mirada distraída y modales exquisitos. Iba vestido con elegancia, aunque sus maneras resultaban un tanto afeminadas. Tras darles cordialmente la bienvenida, los invitó a pasar a la salita donde guardaba los expositores. Allí, en el sanctasanctórum de las fragancias, había un par de cómodas semielípticas en caoba con monturas de bronce situadas a ambos lados de las paredes, y también varias sillas en madera dorada y tapizadas de seda, en el centro, para que pudieran sentarse los clientes a elegir, sin prisas, un perfume que fuese acorde con su personalidad.
Embelesada, Luisa fue observando los diversos frascos elaborados por el maestro vidriero francés René Lalique —de graciosos y floridos contornos—, que se alineaban en los estantes del mueble de cristal situado al fondo de la sala. Cada uno de ellos llevaba pegada una etiqueta con un sugestivo nombre escrito en letras de color dorado:
Eau Impériale, Chypre, Fougère Royale, Mitsouko, Shalimar, Les Parfums du Rosine
…
Después de inhalar el bienoliente aroma de cada uno de ellos, la colombiana se decantó por
Feminité du Bois
, un perfume que agrupaba una larga serie de fragancias de notas suaves y calientes elaboradas con vainilla, ámbar y almizcle. El maestro perfumero, siempre atento con la clientela, alabó su buen gusto. Le confesó al oído, con discreción, que era el mismo que utilizaba la afamada cupletista Raquel Meller. Luisa sabía muy bien que aquel comentario formaba parte del manual de argucias del buen vendedor, pero no le importó creer que fuese cierto.
Don Ricardo abandonó la sala un instante mientras iba a envolver adecuadamente el frasco de perfume. Joyita aprovechó para hablar a solas con su amante.
—¿Te importaría acompañarme al hotel? —le suplicó, con la mandíbula desencajada—. Necesito inyectarme.
—Mejor que eso, podrás hacerlo en mi apartamento. Tengo el coche aparcado a unas cuantas calles de aquí.
Aquello le extrañó. Era la primera vez que la invitaba a su casa. De hecho, hasta ahora había creído que Agamenón se hallaba ligado a otra mujer por el santo sacramento del matrimonio. Incluso se lo imaginó rodeado de un puñado de críos.
Por lo visto, estaba equivocada.
—¿De verdad quieres que vaya? No me gustaría ocasionarte problemas con los vecinos.
—Descuida, querida. Todo irá bien. —Besó el dorso de su mano, guiñándole un ojo con manifiesta complicidad.