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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (44 page)

BOOK: El orígen del mal
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Los esperaban.

56

La explanada estaba desierta.

Doscientos metros de longitud. Tres de sus lados, cerrados por edificios de varias decenas de plantas. Detrás, la alta chimenea lanzaba enormes nubes de humo. Arriba, el cielo. Lienzo azul en una noche sin nubes; una pureza impasible, fría y uniforme. Una luminiscencia sin límites que, bajo el resplandor de la luz de la luna, tenía la intensidad de una tela de Yves Klein.

Volokine dio unos pasos; sus dos manos aferraban la Glock. Miró a Kasdan, que también apuntaba su arma al gran espacio vacío. El armenio parecía fluorescente, como recubierto por pequeños cristales bajo el cielo lácteo de la noche translúcida y azulada. El ruso comprendió que él tenía el mismo aspecto. Dos peces prisioneros bajo una costra de sal. Sus ojos, manchas blancas y negras, suspendidos en la inmovilidad del instante, parecían estalactitas. El único movimiento en esa imagen era el vaho que escapaba de sus labios.

No dijeron ni una palabra… pero se comprendieron.

Todos los policías viven a la espera de momentos como ese.

Y llevaban cinco días ansiando ese instante.

Avanzaron por la explanada.

El brazo estirado en diagonal, el cañón apuntando al suelo.

Las barreras de edificios eran absolutamente opacas. Ni una sola ventana iluminada. Silencio total, salvo, al fondo del paisaje, el sordo martilleo de una fábrica. El ritmo de un corazón gigante, oculto dentro de un cuerpo de acero y hormigón.

Prosiguieron la marcha, al descubierto.

Sus siluetas se dibujaban en la explanada como recortadas con la precisión de un escalpelo. Sus sombras se pegaban a sus pasos; mandíbulas de insectos finamente dibujadas.

Aguzaron el oído. Los golpeteos de madera habían cesado. Solo la cadencia de la zona industrial, más allá de los bloques de viviendas, sacudía los pliegues de las sombras.

Luego, de pronto, una risita.

Apuntaron sus automáticas en esa dirección.

Luego otra risita en otro sitio.

Risitas ahogadas.

Pasos a la carrera.

Por todas partes.

Kasdan y Volokine caminaban lentamente, balanceándose más lentamente aún; sus brazos armados dibujaban arcos en las murallas que los rodeaban.

De nuevo, otra risa.

Una carrerita.

—Juegan —dijo Volokine. (El vaho entre las sílabas)—. Juegan con nosotros.

Se alejaron uno del otro; cada uno caminó hacia un edificio distinto, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Las risas burlonas estallaron y se desvanecieron de inmediato. Bajo los porches. Las escaleras. Las matas de ligustro. Imposible localizarlas con exactitud.

De pronto, al pie del bloque del fondo, centelleó una fisura plateada.

Volokine entornó los ojos. El resplandor desapareció. Pensó en el cromado de un arma. La luz brilló nuevamente diez metros más a la derecha. Luego otra vez, a la izquierda, a treinta metros.

El ruso lanzó una mirada interrogante a Kasdan: no comprendía. El armenio, con los ojos abiertos como platos, no parecía que lo llevara mejor. ¿Qué significaban esos reflejos? Volokine pensó en el equivalente a un silbido pero traducido en luz. Esos destellos tenían la intensidad del efecto Larsen o de una sierra musical.

Nuevo destello.

Nuevo reflejo en respuesta.

Era como si movieran espejos frente a ellos para captar la luz de la luna y reenviarla en una versión acerada, cortante. Sí, cuchillas de luna los deslumbraban. Los salpicaban. Finas como hilos de mercurio.

Volokine comprendió.

Los niños estaban allí, en plena noche.

Sus cuerpos, envueltos en abrigos negros, eran invisibles, pero llevaban máscaras. Máscaras de metal… Cada uno de ellos sostenía una vara de madera de color claro, sin corteza. Sin duda alguna, la acacia seyal, sin las espinas.

Ruidos de pasos a la carrera a la izquierda. Volokine se volvió. Más lejos, risas. Un destello a la derecha. Ya no sabía hacia dónde mirar. Los niños, tan pronto como aparecían, se eclipsaban bajo las escaleras o detrás de los ligustros.

Avanzó tres pasos hacia el edificio de la izquierda. Por encima del hombro, lanzó una mirada a Kasdan, que se acercaba al edificio de la derecha. Los dos hombres estaban ahora a cien metros de distancia. Volokine pasó junto a un matorral cubierto de escarcha.

El silencio. El viento. El frío.

Un detalle se precisaba. Un ruido apenas audible detrás de los arbustos; una ráfaga lo traía y otra se lo llevaba. Los niños cuchicheaban. Preparaban una sorpresa. Volokine bordeaba el seto e intentaba ver a través de él. Bajo la luna, la visibilidad era perfecta. Apuntaba su Glock, pero una certeza no lo abandonaba: no usaría el arma. Nunca dispararía contra semejantes adversarios.

La batalla estaba perdida de antemano.

Era impotente frente a sus enemigos.

Crujido de piedras. Terrones de tierra escarchada. Seguía bordeando los ligustros. El murmullo había cesado. El seto se acababa. Volo dio un salto a la izquierda y examinó el estrecho espacio entre esa mata y la siguiente; siempre apuntando.

Nadie.

Movió los dedos sobre la culata. A pesar del frío, una película de sudor brillaba en su rostro. Su corazón se había desprendido. Estaba en el fondo de su estómago.

Prosiguió su marcha. Lenta. Tensa. Pero, al mismo tiempo, era como si flotara. Todo le parecía lejano. Su conciencia había salido fuera de su cuerpo, planeaba a su alrededor. Recorrió el entorno con una mirada neutra, casi abstracta. Escapó del instante, de la tensión, de la amenaza…

Roces a su izquierda.

Reaccionó con una centésima de segundo de retraso: tenía un niño delante.

Volokine se detuvo. O, más bien, lo que se detuvo fue el instante —el tiempo, el espacio—, desmultiplicándose hasta el infinito. Vio lo que no podía creer. La máscara del niño. Moldeada en un metal titilante, cincelada a martillazos. Protuberancias, crestas, huecos, violaban su superficie.

El ruso pensó tontamente en las balas de plata fundida que los héroes de los cómics de su infancia utilizaban para matar a los hombres lobo.

Esa noche, él era el hombre lobo.

Los rasgos de la máscara lo subyugaban.

Una máscara antigua, con expresión grotesca. Alegría. Risa. Dolor. Grandes rombos negros para los ojos. Orificio más grande aún para la boca. La mueca se dilataba, como dislocada por el alma que había tras ella. En el teatro antiguo, cada sentimiento se expresaba en el escenario, grandioso, universal. Volokine pensó: «Eres un niño-dios…».

En ese instante, el niño murmuró:

—Gefangen.

Hundió su navaja en la nalga de Volokine.

El policía gritó. La explanada y el cielo se tambalearon. Dos espejos oscuros; la chimenea y los edificios vacilaban entre las dos superficies. Intentó recobrar el dominio de sí mismo, pero el equilibrio ya se le escapaba. Bajó la mirada a la herida; sentía que la quemadura se extendía por todo su cuerpo a la velocidad de la luz. Vio cómo la manita hundía la hoja hasta la empuñadura. Pensó: empuñadura de madera, cuchillo del siglo XIX, amish del Mal…

Luego tuvo hipo, mientras el suelo se daba la vuelta completamente y el cielo se invertía con el mismo movimiento. Quiso coger el brazo del chaval pero no lo logró.

Cayó de rodillas.

A lo lejos, muy lejos, oyó el grito de Kasdan, que corría hacia él.

—¡VOLO!

Luego, muy cerca, con una intimidad inquietante, oyó la risa detrás de la máscara. Una risa triunfal. El niño no había soltado la empuñadura del cuchillo. La apretó con todas sus fuerzas, a dos manos y partió la hoja en el fondo de la herida. CLAC.

El dolor aumentó en intensidad. Volokine clavó la mirada en la expresión muda y estática de la máscara, resquebrajada por la luz lunar. Serenamente, pensó en un curso que había hecho en la facultad sobre «las raíces de la mitología griega». Pensó en el comienzo del mundo, en el dios creador, Urano, en sus bodas con la Tierra, Gaya. Pensó en sus hijos, los Titanes, entre ellos Cronos, que cortó los órganos genitales de su padre.

—Niños-titanes…

Quiso gritar, pero la lengua se le había hinchado dentro de la boca.

Se desplomó.

Su sien golpeó el suelo como un aplauso final. Vio la imagen en vertical: el suelo, la chimenea, la luna… y la sombra de Kasdan —inmensa, desmesurada, el chaquetón ondeando al viento—, blandiendo la Sig Sauer.

Volokine quiso gritar «¡No!», pero vio estallar la llama blanca del arma. El cielo se iluminó como bajo el efecto de un relámpago. Las torres se imprimieron en negativo.

Kasdan había errado el blanco: los niños-dioses eran inmortales.

El armenio había tirado al vacío.

Ambos caminaban en un vacío eterno.

Luego el vacío cayó sobre Volokine y lo precipitó en la nada.

57

—¡Policía! ¡Es una urgencia!

Las seis y media de la mañana.

Servicio de urgencias del hospital Lariboisière.

Kasdan sostenía a Volokine, que se apoyaba en su hombro. Cruzaron la sala de espera y se encaminaron hacia la desierta recepción.

El armenio dio un puñetazo en el mostrador.

—¡Policía! ¿Hay alguien aquí? —repitió.

No hubo respuesta. Acomodó a su colega en uno de los asientos atornillados a la pared y luego vio las siluetas de otras personas que esperaban en la penumbra de la sala. Por un siniestro golpe de suerte, en aquella Nochebuena allí solo había parejas con sus hijos en brazos. Padres que esa noche solo habían tenido, como regalo, heridas, virus e infecciones.

Unos pasos, detrás.

Una enfermera.

Kasdan fue a su encuentro mostrando su tarjeta tricolor.

—Mi colega está herido.

—Usted no tiene prioridad. Debería haber ido al Hôtel-Dieu.

—¡Orina sangre! Llame a un médico. Aclararé las cosas con él.

La mujer dio media vuelta.

En la sala de espera, nadie osaba moverse. Kasdan sentía la estela de violencia y brutalidad que imponía su presencia en ese lugar sosegado y doloroso.

Aparecieron tres hombres con bata blanca. Dos de ellos empujaban una camilla. Kasdan volvió a la sala de espera y levantó con cuidado a Volokine, medio inconsciente. En la explanada de Gennevilliers le había hecho un torniquete con su cinturón, debajo de la nalga. Había encontrado la Glock de Volo. Los niños habían desaparecido. Kasdan había sostenido a su colega mientras cruzaban la explanada. Había conducido hasta la Porte de Clignancourt, había subido por el boulevard Rochechouart y había frenado en seco delante del primer hospital que encontró: Lariboisière, en el boulevard Magenta. En el camino, Kasdan había hablado y hablado para mantener despierto a Volokine.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nos han agredido —respondió—. Estábamos patrullando.

—Venga conmigo al quirófano.

Detrás del hombre, los enfermeros pusieron a Volokine sobre la camilla. Kasdan observó la pierna herida, brillante de sangre. El médico se volvió y siguió a la camilla que rodaba por el pasillo.

Kasdan le pisaba los pasos.

—¿Es grave?

—Ahora lo veremos.

Una parte de él se sentía reconfortada. Habían conseguido llegar hasta los profesionales. El territorio del saber, del instrumental, de las perfusiones. Pero otra parte de su mente sentía la tristeza subterránea, la fuerza malsana del lugar. La camilla chirriaba. El calor era asfixiante. Un olor a éter saturaba el espacio.

Llegaron a una habitación blanca, salpicada de luz. Camillas, instrumental cromado, máquinas apagadas con los cables enrollados en un desorden tal que parecía una especie de almacén quirúrgico.

Colocaron a Volokine sobre una mesa cubierta con papel verde. Seguía medio inconsciente. Dos enfermeras le cortaron el pantalón, empapado de sangre. Desataron el torniquete. Otra apretaba ya los bíceps del ruso con el brazalete de un tensiómetro.

El médico examinó rápidamente la herida, luego alzó la vista hacia Kasdan.

—¿Está al día con las vacunas?

—Ni idea.

Kasdan pensó en la pureza de los materiales manipulados por los niños-asesinos. El cuchillo era antiguo pero no debía de estar ni oxidado ni sucio. Cada acto de violencia era coherente con el culto de Hans-Werner Hartmann. ¿Cómo le explicaba eso al matasanos?

El médico se dirigió a las enfermeras.

—Vale. Globulina antitetánica. Sedación y luego anestesia. Lo llevaremos al quirófano.

Kasdan observaba las manipulaciones con el corazón crispado. Recuerdos fragmentados desgarraban su alma. Pensaba en su mujer, en las venas de su cráneo desnudo, en su voz flotando en la penumbra de la última habitación. En su hijo, cuando lo llevó a urgencias a la edad de tres años porque tuvo meningitis. En él mismo, ingresado tan a menudo en el servicio de urgencias del Sainte-Anne como un prisionero, mientras le retiraban el arma, el cinturón y los cordones de los zapatos para que no hiciera «alguna tontería». Una detención preventiva del ánimo.

—Todo irá bien.

—¿Cómo?

El médico estaba de pie frente a él. La lámpara cialítica lanzaba una claridad implacable. Miles de facetas de cristal; el ojo de una monstruosa mosca blanca.

—Todo irá bien —repitió el médico—. La hoja se deslizó dentro del muslo. No ha afectado a ninguna zona importante. Pero habrá que extraerle el trozo que tiene dentro del cuerpo. Ha perdido bastante sangre. ¿Qué grupo sanguíneo tiene usted?

—A positivo.

—Le extraeremos unos mililitros. Su colega los necesita.

—De acuerdo, adelante.

Kasdan se quitó el chaquetón y se sentó en un rincón de la sala; una enfermera le subió la manga. El interno se marchó a observar otra vez el cuerpo del policía joven, luego volvió al armenio.

—¿Qué más puede decirme sobre la agresión?

Kasdan no respondió de inmediato; contemplaba la sangre que corría por el tubo. Oscura. Pesada. Inquietante. «Mi vida se va al carajo», pensó, luego miró al médico.

—Todo fue muy rápido. Cumplíamos una misión en Gennevilliers.

—¿En plena noche?

—¿Usted es del IGS o qué?

—Tengo que hacer un informe.

La enfermera se llevó los frascos. Kasdan dobló el brazo. Ese matasanos empezaba a hartarle.

—Haga lo que quiera —dijo el armenio—, pero ¡sáquele de una buena vez ese pedazo de metal de la pierna!

—No sea agresivo. Necesitaré sus nombres y sus números de placa.

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