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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey

BOOK: El oro del rey
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«—Habrá que matar —dijo Don Francisco de Quevedo—. Y puede que mucho.

—Sólo tengo dos manos —respondió Alatriste.

—Cuatro —apunté yo».

Sevilla, 1626. A su regreso de Flandes, donde han participado en el asedio y rendición de Breda, el capitán Alatriste y el joven mochilero Íñigo Balboa reciben el encargo de reclutar a un pintoresco grupo de bravos espadachines para una peligrosa misión, relacionada con el contrabando del oro que los galeones españoles traen de las Indias. Los bajos fondos de la turbulenta ciudad andaluza, el corral de los Naranjos, la cárcel real, las tabernas de Triana, los arenales del Guadalquivir, son los escenarios de esta nueva aventura, donde los protagonistas reencontrarán traiciones, lances y estocadas, en compañía de viejos amigos y de viejos enemigos.

Arturo Pérez-Reverte

El oro del rey

Las aventuras del capitán Alatriste - IV

ePUB v2.0

deor67 & ivicgto
15.06.12

Título original:
El oro del rey

Arturo Pérez-Reverte, 2000.

Ilustraciones: Joan Mundet

Diseño/retoque portada: Carlos Puerta / Manuel Estrada

Editor original: deor67 (v1.0)

Segundo editor: ivicgto (v2.0)

Corrección de erratas: ivicgto

ePub base v2.0

A Antonio Cardenal,

por diez años de amistad,

cine y estocadas.

¿Qué se saca de aquesto? ¿Alguna gloria?

¿Algunos premios, o aborrecimiento?

Sabrálo quien leyere nuestra historia.

Garcilaso de la Vega

I. LOS AHORCADOS DE CÁDIZ

«Ya estamos muy abatidos, porque los que nos han de honrar nos desfavorecen. El solo nombre de español, que en otro tiempo peleaba y con la reputación temblaba de él todo el mundo, ya por nuestros pecados lo tenemos casi perdido…»

Cerré el libro y miré a donde todos miraban. Después de varias horas de encalmada, el
Jesús Nazareno
se adentraba en la bahía, impulsado por el viento de poniente que ahora henchía entre crujidos la lona del palo mayor. Agrupados en la borda del galeón, bajo la sombra de las grandes velas, soldados y marineros señalaban los cadáveres de los ingleses, muy lindamente colgados bajo los muros del castillo de Santa Catalina, o en horcas levantadas a lo largo de la orilla, en la linde de los viñedos que se asomaban al océano. Parecían racimos de uvas esperando la vendimia, con la diferencia de que a ellos los habían vendimiado ya.

—Perros —dijo Curro Garrote, escupiendo al mar.

Tenía la piel grasienta y sucia, como todos nosotros: poco agua y jabón a bordo, y liendres como garbanzos después de cinco semanas de viaje desde Dunquerque por Lisboa, con los veteranos repatriados del ejército de Flandes. Se tocaba con resentimiento el brazo izquierdo, medio estropeado por los ingleses en el reducto de Terheyden, contemplando satisfecho la restinga de San Sebastián; donde, frente a la ermita y su torre de la linterna, humeaban los restos del barco que el conde de Lexte había hecho incendiar con cuantos muertos propios pudo recoger, antes de reembarcar a su gente y retirarse.

—Han ajustado lo suyo —comentó alguien.

—Más lucido sería el cobro —apostilló Garrote— si nosotros llegáramos a tiempo.

Se le traspasaban las ganas de colgar él mismo algunos de aquellos racimos. Porque ingleses y holandeses habían venido sobre Cádiz una semana atrás, tan prepotentes y sobrados como solían, con ciento cinco naves de guerra y diez mil hombres, resueltos a saquear la ciudad, quemar nuestra armada en la bahía y apoderarse de los galeones de las flotas del Brasil y Nueva España, que estaban al llegar. Su talante vino más tarde a contarlo el gran Lope de Vega en su comedia
La moza de cántaro
, con el soneto famoso:

Atrevióse el inglés, de engaño armado,

porque al león de España vio en el nido…

Y de esa manera había llegado el de Lexte, taimado, cruel y pirata como buen inglés —aunque los de su nación se adobaran siempre con fueros e hipocresía—, desembarcando mucha gente hasta rendir el fuerte del Puntal. En aquel tiempo, ni el joven Carlos I ni su ministro Buckingham perdonaban el desplante hecho cuando el primero pretendió desposar a una infanta de España, y se le entretuvo en Madrid dándole largas hasta que terminó de vuelta a Londres y muy corrido —me refiero al lance, que recordarán vuestras mercedes, en que el capitán Alatriste y Gualterio Malatesta estuvieron en un tris de agujerearle el jubón—. En cuanto a Cádiz, a diferencia de lo que pasó treinta años antes cuando el saco de la ciudad por Essex, esta vez no lo quiso Dios: nuestra gente estaba puesta sobre las armas, la defensa fue reñida, y a los soldados de las galeras del duque de Fernandina se unieron los vecinos de Chiclana, Medina Sidonia y Vejer, amén de infantes, caballos y soldados viejos que por allí había; y con todo esto dieron tan recia brasa a los ingleses que se les estorbó con buena sangría el propósito. De manera que, tras sufrir mucho y no pasar de donde se hallaba, reembarcó Lexte a toda prisa, conocedor de que en lugar de la flota del oro y la plata de Indias, lo que venían eran nuestros galeones, seis barcos grandes y otras naves menores españolas y portuguesas —en ese tiempo compartíamos imperio y enemigos gracias a la herencia materna del gran Rey Felipe, el segundo Austria— todas con buena artillería, soldados de tercios reformados y veteranos con licencia, gente muy hecha al fuego en Flandes; que enterado nuestro almirante del suceso en Lisboa, forzaba el trapo para acudir a tiempo.

El caso es que ahora las velas herejes eran puntitos blancos en el horizonte. Las habíamos cruzado la tarde anterior, lejos, de vuelta a casa después de su intento fallido de repetir la fortuna del año noventa y seis, cuando ardió todo Cádiz y hasta los libros de las bibliotecas se llevaron. No deja de tener su gracia que los ingleses se alaben tanto por la derrota de la que llaman con ironía nuestra Invencible, y por lo de Essex y cosas como ésa; pero nunca traigan a colación las ocasiones en que a ellos les salió el cochino mal capado. Que si aquella infeliz España era ya un imperio en decadencia, con tanto enemigo dispuesto a mojar pan en la pepitoria y arrebañar los menudos, aún quedaban dientes y zarpas para vender cara la piel del viejo león, antes de que se repartieran el cadáver los cuervos y los mercaderes a quienes la doblez luterana y anglicana —el diablo los cría y ellos se juntan— permitió siempre conjugar sin embarazo el culto a un Dios de manga ancha con la piratería y el beneficio comercial; que entre herejes, ser ladrón devino siempre respetada arte liberal. De modo que, de creer a sus cronistas, los españoles guerreábamos y esclavizábamos por soberbia, codicia y fanatismo, mientras todos los demás que nos roían los zancajos, ésos saqueaban, traficaban y exterminaban en nombre de la libertad, la justicia y el progreso. En fin. Cosas veredes. De cualquier manera, lo que esta famosa jornada dejaban atrás los ingleses eran treinta naves perdidas en Cádiz, banderas humilladas y buen golpe de muertos en tierra, cosa de un millar, sin contar los rezagados y los borrachos que los nuestros ahorcaban sin misericordia en las murallas y en las viñas. Esta vez les había salido el tiro por el mocho del arcabuz, a los hideputas.

Al otro lado de los fuertes y las viñas podíamos distinguir la ciudad de casas blancas y sus altas torres semejantes a atalayas. Doblamos el baluarte de San Felipe situándonos fronteros al puerto, oliendo la tierra de España como los asnos huelen el verde. Unos cañones nos saludaban con salvas de pólvora, y respondían con estruendo las bocas de bronce que asomaban por nuestras portas. En la proa del
Jesús Nazareno
, los marineros aprestaban las áncoras de hierro para dar fondo. Y al cabo, cuando en la arboladura gualdrapeó la lona recogida por los hombres encaramados a las antenas, guardé en la mochila el
Guzmán de Alfarache
—comprado por el capitán Alatriste en Amberes para disponer de lectura en el viaje— y fui a reunirme con mi amo y sus camaradas en la borda del combés. Alborotaban casi todos, dichosos ante la proximidad de la tierra, sabiendo que estaban a punto de acabar las zozobras del viaje, el peligro de ser arrojados por vientos contrarios sobre la costa, el hedor de la vida bajo cubierta, los vómitos, la humedad, el agua semipodrida y racionada a medio cuartillo por día, las habas secas y el bizcocho agusanado. Porque si miserable es la condición del soldado en tierra, mucho peor lo es en el mar; que si allí quisiera Dios ver al hombre, no le habría dado pies y manos, sino aletas.

El caso es que cuando llegué junto a Diego Alatriste, mi amo sonrió un poco, poniéndome una mano en el hombro. Tenía el aire pensativo, sus ojos glaucos observaban el paisaje, y recuerdo que llegué a pensar que no era el aspecto de un hombre que regresara a ninguna parte.

—Ya estamos aquí otra vez, zagal.

Lo dijo de un modo extraño, resignado. En su boca, estar allí no parecía diferente de estar en cualquier otro sitio. Yo miraba Cádiz, fascinado por el efecto de la luz sobre sus casas blancas y la majestuosidad de su inmensa bahía verde y azul; aquella luz tan distinta de mi Oñate natal, y que sin embargo también sentía como propia. Como mía.

—España —murmuró Curro Garrote.

Sonreía torcido, el aire canalla, y había pronunciado el nombre entre dientes, como si lo escupiese.

—La vieja perra ingrata —añadió.

Se tocaba el brazo estropeado cual si de pronto le doliera, o preguntándose para sus adentros en nombre de qué había estado a punto de dejarlo, con el resto del pellejo, en el reducto de Terheyden. Iba a decir algo más; pero Alatriste lo observó de soslayo, el aire severo, la pupila penetrante y aquella nariz aguileña sobre el mostacho que le daba el aspecto amenazador de un halcón peligroso y seco. Lo miró un instante, luego me miró a mí y volvió a clavar sus ojos helados en el malagueño, que cerró la boca sin ir más allá.

Echábanse entretanto al agua las áncoras, y nuestra nave quedó inmóvil en la bahía. Hacia la banda de arena que unía Cádiz con tierra firme se veía salir humo negro del baluarte del Puntal, pero la ciudad no había sufrido apenas los efectos de la batalla. La gente saludaba moviendo los brazos en la orilla, congregada ante los almacenes reales y el edificio de la aduana, mientras faluchos y pequeñas embarcaciones nos rodeaban entre vítores de sus tripulaciones, como si los ingleses hubieran huido de Cádiz por nuestra causa. Luego supe que nos tomaban equivocadamente por avanzada de la flota de Indias, a cuya arribada anual, lo mismo que el escarmentado Lexte y sus piratas anglicanos, nos adelantábamos algunos días.

Y voto a Cristo que el nuestro había sido también un viaje largo y lleno de azares; sobre todo para mí, que nunca había visto los fríos mares septentrionales. Desde Dunquerque, en convoy de siete galeones, otras naves mercantes y varios corsarios vascongados y flamencos hasta sumar dieciséis velas, habíamos roto el bloqueo holandés rumbo al norte, donde nadie nos esperaba, y caído sobre la flota arenquera neerlandesa para ejecutar en ella muy linda montería antes de rodear Escocia e Irlanda y bajar luego hacia el sur por el océano. Los mercantes y uno de los galeones se desviaron de camino, a Vigo y a Lisboa, y el resto de las grandes naves seguimos rumbo a Cádiz. En cuanto a los corsarios, ésos se habían quedado por arriba, merodeando frente a las costas inglesas, haciendo muy bien su oficio, que era el de saquear, incendiar y perturbar las actividades marítimas del enemigo, del mismo modo que éste nos lo hacía a nosotros en las Antillas y en donde podía. Que a veces Dios queda bien servido, y donde las dan las toman.

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