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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El otro Coyote / Victoria secreta (12 page)

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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—En cierto modo, sí —sonrió Yesares.

—Nunca llegaré a conocer la verdadera naturaleza humana —suspiró el viejo—. Siempre creí a Shepard un hombre recto y honrado. Y no sólo resulta que me quería estafar, sino que, además, es jefe de una banda de canallas. ¡Qué mundo!

—Un mundo lamentable —dijo Yesares, poniéndose en pie—. No le entretengo más, porque supongo que usted debe de querer regresar a su rancho.

—Y usted tendrá que revisar los guisos y preparar alimentos para la cena, ¿no?

—También hay algo de eso —admitió Ricardo Yesares.

—Muchísimas gracias por todo —dijo Morales, tendiendo la mano al joven—. No sé cómo agradecerle el interés que se ha tomado por mí.

—No tiene mayor importancia que la de un favor a un amigo. Somos de la misma raza. Además, el señor Echagüe fue quien obtuvo de su cuñado las noticias que nos pusieron sobre la pista verdadera. De todas formas, les agradeceré que alguna noche vengan a cenar a esta posada.

—Se lo prometo —dijo Morales—. Y no olvidaré la promesa.

Yesares los acompañó hasta la puerta. Mientras el padre de Serena partía en busca del conductor del coche en que habían llegado, la joven se volvió a Yesares y murmuró:

—Esta noche habrá luna llena otra vez.

—Sí —murmuró Ricardo.

—Yo no podré resistir la tentación de bajar al jardín. La madreselva huele mejor de noche. Estaré junto a ella.

Yesares no pudo replicar porque en aquel momento regresó el señor Morales arrastrando a un cochero, a quien apostrofaba:

—¡Eres tan gandul como siempre, Gutiérrez! ¡Eres terrible!

Lo hizo subir al pescante y de nuevo estrechó la mano del dueño de la posada del Rey Don Carlos. A continuación ayudó a Serena a subir al coche y luego se sentó junto a ella.

Desde la puerta de su establecimiento, Ricardo Yesares vio alejarse el coche y varias veces fue premiado con la clara mirada de aquellas pupilas, que eran como las aguas en que se refleja el monte Shasta.

En voz baja y casi sin darse cuenta de lo que decía, murmuró:

—La madreselva huele mejor de noche.

—Ésa es una gran verdad, Yesares —una voz tras él.

Yesares volvióse, sobresaltado.

—¡Oh, César! —exclamó—. ¿Estabas aquí?

—Llegué hace un rato y estuve escuchando —sonrió el estanciero—. La madreselva huele mejor de noche. Sí, es muy cierto. Debe de tener una explicación científica; pero es más bonito creer que huele así porque trata de embriagar a los enamorados. Lo malo es que esta noche no podrás aspirar el olor de la madreselva del rancho Morales.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que has oído?

—Lo suficiente para asombrarme de las citas que da cierta joven y de las cosas que prometen ciertos ojos claros como las aguas… Bueno, no quiero ruborizarte. Esta noche necesito que la pases entera en la posada. Alguien sospecha algo. Y si se confirmaran esas sospechas, mi falso
Coyote
y el verdadero pagarían las consecuencias de una cita amorosa. Mañana también habrá luna llena.

Y sonriendo de una manera muy extraña, César se alejó lentamente, dejando a Yesares sumido en un mar de encontradas emociones.

Capítulo XIII: Donde florece la madreselva

Las blancas flores desbordaban el muro de rojos ladrillos y embalsamaban el aire con su penetrante aroma. Serena, sentada en la terraza donde florecía la madreselva, tenía la mirada fija en el camino.

De pronto, un jinete apareció en un recodo y avanzó hacia el rancho. La luna ponía de manifiesto casi todos los detalles de su traje. Serena comprendió quién era el que llegaba.

—¡
El Coyote
! —murmuró.

El jinete no desmontó. Desde su caballo quedaba su cabeza al nivel de la balaustrada.

—¡Ricardo! —musitó Serena.

El Coyote
levantó la cabeza. La luz de la luna reflejóse en la triangular peca de su oreja derecha.

—Debo hablarte, Serena —dijo con voz ronca.

—No es necesario que digas nada —susurró la joven.

—Tengo que decirte algo muy importante. No debiera haber venido. Corre peligro mi vida y la de otro; pero no puedo callarte la verdad…

—¿Existe otra mujer? —preguntó Serena, sintiendo hielo en su corazón.

—¡No! Sólo existes y existirás tú, vida mía. Y te juro que cuando esté lejos de aquí, junto a los lagos en que mira el monte Shasta, recordaré tus pupilas.

—¿Por qué? —casi gritó Serena—. ¿Por qué te marchas? ¿Por qué hablas de recuerdos y de sueños cuando podemos vivir una hermosa realidad?

—No podemos —aseguró
El Coyote
.

—¿Por qué? ¿Porque temes que quiera retenerte aquí e impedir que sigas tu vida heroica? No; ya comprendo que debes seguir tu vida de aventuras. Pero yo no seré un estorbo. Si me quieres a tu lado lucharé junto a ti como lucharon junto a sus esposos las mujeres de los vikingos y las de España. Tengo sangre de dos razas heroicas y seré capaz de estar siempre a tu lado y de soportar todas las privaciones que te agobien.

—No se trata de eso, Serena. Es algo más grave. Ya sé que no debiera hablar; pero no me queda otro remedio que hacerlo. Yo no soy
El Coyote
.

—¡Eh! Pero… si tú has dicho…

—Déjame contarte. Yo sirvo a las órdenes del
Coyote
. Soy quien le representa en ciertos momentos en que él no puede actuar, so pena de descubrir su verdadera personalidad. Soy el sustituto del
Coyote
. Nada más. Su mano derecha pero él es el cerebro.

—¿Es posible que…, que me hayas engañado?

—No tuve otro remedio que hacerlo, Serena. Debo la vida a ese hombre incomparable, y destrozaría mi vida y mis esperanzas antes que faltar a lo que prometí. Si quieres, puedes denunciarme.

—No…, no; eso no. Pero… ¿era necesario mentir?

—Lo era. Tú no comprendes la grandeza de nuestra misión. Admiras los efectos y no te das cuenta de que para lograr un triunfo hay que trabajar unidos mucho tiempo, sacrificarnos, laborar en la oscuridad.

Serena inclinó aún más la cabeza.

—Perdóname —murmuró—. Estoy aturdida.

—Creías que te amaba un príncipe y de pronto has descubierto que sólo se trataba de un escudero. Lo comprendo, Serena. Adiós. Mañana partiré a una misión y no volverás a verme. Mejor que sea así. No por mí, sino por el jefe a quien sirvo, te ruego que calles todo esto. Que nadie sepa la existencia de dos
Coyotes
. Al hacerlo ayudarás al hombre de quien realmente estás enamorada. Adiós. Mañana, cuando la luna se asome al cielo, pasaré por aquí camino de mi nueva misión.

****

Ricardo Yesares marchaba hacia el valle de San Gabriel. Una inesperada orden de su jefe le impedía de nuevo realizar sus deseos. Pero su deber era cumplir lo que le mandase el hombre a quien debía la vida.

—Puedes detenerte un momento junto a la tapia donde crecen las madreselvas del rancho Morales —le había dicho César—. Si hay alguien asomado a la terraza, acércate y abre esta carta y léela a la luz de la luna. Está escrita con letra muy grande a fin de que no tengas ninguna dificultad.

Yesares estaba ya muy cerca del rancho y en su corazón batallaban dos fuerzas contrarias. ¿Debía acercarse o no a la mujer que estaba enamorada de
El Coyote
?

Una masa de madreselvas separóse de la desbordante cascada de flores blancas y perfumadas. Casi al momento Yesares comprendió que se trataba de una figura vestida de blanco. Acercóse más y captó el brillo de unos ojos azules como el cielo, como las aguas de los lagos…

—Ricardo.

Era la voz de ella.

Yesares acercóse más y con nerviosa mano abrió la carta que le había entregado
El Coyote
. La leyó rápidamente, enterándose, con admiración y agradecimiento, de lo que César había hecho por él la noche anterior. Tras guardar la nota en un bolsillo saltó al suelo, y utilizando como escalones las grietas del muro, llegó a la balaustrada.

Serena, con la cabeza y el busto cubiertos por blanca mantilla de blonda, sonrió feliz.

—Perdóname —musitó.

—¿De qué, amor mío?

—Ya lo sabes. He pasado un día terrible, temiendo siempre que te marchases sin pasar por aquí… Y sobre todo, temiendo que creyeses que amaba a un símbolo y no a un hombre.

—Es que… —empezó Yesares.

—Por favor, déjame hablar. Ayer noche tú hablaste más que yo. Hoy me corresponde a mí. No me importa que no seas el verdadero
Coyote
. Si tú quieres, seré incluso una fiel servidora del
Coyote
.

Ricardo Yesares se puso en pie y cobijó entre sus brazos a Serena Morales. El aire embalsamóse aún más con el aroma de las madreselvas, agitadas un momento.

****

César de Echagüe se contempló en el espejo. Tras él, Guadalupe Martínez aguardaba a que su amo le diera la orden para la cual la había llamado.

—¿Qué te parece mi cara, Lupita? —preguntó César.

—No comprendo —murmuró Guadalupe.

—¿No ves nada distinto en ella?

—No.

—Está en la oreja derecha.

Guadalupe se fijó con más atención.

—Esa peca… —murmuró.

—Sí. Es nueva.

—¿Por qué?

—Porque nos va a ser muy útil. Tendremos que cultivarla con mucho cuidado. Es la marca del
Coyote
. Muy curioso, ¿verdad?
El Coyote
marca a sus enemigos con un balazo en el lóbulo de la oreja, y él, a su vez, tiene una peca que le denuncia.

—¿Es algo nuevo? —preguntó Guadalupe.

—Sí. Ayer noche la utilicé por primera vez para…

El espejo reflejó la extraña expresión del dueño del rancho de San Antonio. Guadalupe sintió un súbito temor. Aquella mirada… la había visto ella años antes, cuando Leonor de Acevedo estaba aún en el mundo y todavía no era la esposa de César de Echagüe.

—La utilicé para hablar de amor a una mujer —siguió César, borrando con una toalla la falsa peca.

—¿De amor a una mujer?

—Sí. Hacía años que mis labios no pronunciaban semejantes palabras. Me sentí más joven.

Y sin darse cuenta de la ansiedad de Guadalupe, agregó:

—Eran palabras de amor, dichas en nombre de otro.

César contempló la toalla manchada por la pintura de la peca.

—Sólo así pude pronunciarlas —dije—. Ahora, otro hombre marcha a recoger lo que yo sembré. Si es que supe hablar bien.

—Estoy segura de que ella amará a ese hombre.

César soltó una carcajada; luego, sus ojos se nublaron y Guadalupe adivinó lo que estaban recordando. La mirada de la muchacha se posó en la miniatura de Leonor de Acevedo, que descansaba en la mesa.

—Contra ella no puedo nada —pensó—. Todavía no puedo nada. —Y en voz alta preguntó—: ¿Es necesario que siga exponiendo su vida?

—¿Por qué no? ¿Para quién tiene interés la vida?

Guadalupe no contestó. Era la dueña real del rancho; su palabra era ley por todos acatada. Y para ella…, para ella sí que tenía importancia la vida de César de Echagüe. Sin embargo, con voz serena, replicó:

—¿Debo prepararle algo, mi amo y señor?

—No; hoy, no; pero mañana, sí. Ya te avisaré. Quiero acabar con esa banda que impera en Los Ángeles: con la banda de la Calavera.

FIN

Capítulo I: Doble sentencia

El jurado, constituido por doce ciudadanos de Los Ángeles, regresó después de deliberar durante veinte minutos escasos. Los hombres se fueron acomodando en sus asientos y uno de ellos, el portavoz, levantóse y carraspeó un par de veces.

Las miradas de los espectadores estaban fijas en aquellos hombres encargados por la Ley de decidir la suerte de los dos acusados que aguardaban, nerviosamente, el resultado de la deliberación. Sólo la desesperada esperanza, que es lo último que abandona al acusado, podía hacerles concebir aún alguna duda acerca del veredicto que iban a dictar aquellos hombres de fría mirada y boca apretada. Alguno de ellos, al tropezar con la ansiosa pregunta que latía en los ojos de los que esperaban el fallo, se apresuró a desviar la mirada, esquivando la respuesta que se le pedía. Y esto fue un indicio bien claro para don César de Echagüe que, como principal ciudadano de Los Ángeles, no podía faltar al más espectacular de los procesos verificados en la antigua ciudad hispano mejicana. La espectacularidad residía, principalmente, en la importancia de los procesados: Charles Turner, antiguo abogado que más de una vez actuó como defensor en aquel mismo tribunal donde ahora había sido defendido por un compañero que no se sintió nada halagado por la tarea que le fue impuesta. El otro era Howell Shepard, uno de los primeros notarios que actuaron en Los Ángeles. El que dos hombres como ellos, reconocidos como obligados defensores de la Ley, tuvieran que responder ante ella de unos graves delitos era más que suficiente para que el proceso reuniera todas las características necesarias para despertar el interés de los habitantes de la población californiana. La acusación había sido con amplitud de pruebas. Turner y Shepard habían intervenido, junto con varios miembros más de la tristemente famosa banda de la Calavera, en el asalto a mano armada a la tienda del joyero chino Sun Chih, a quien robaron una fortuna en perlas y brillantes. Como prueba de su culpabilidad habíanse encontrado en poder de los acusadas las perlas y los brillantes y, además, confirmando la acusación de Sun Chih de que fueron miembros de la banda de la Calavera los que le robaron, en poder de Turner y de Shepard encontráronse varios revólveres de un modelo especial que se sabía pertenecían a los bandidos.

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