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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El otro Coyote / Victoria secreta (11 page)

BOOK: El otro Coyote / Victoria secreta
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—¡Esto es una conspiración canallesca! —rugió Shepard—. No toleraré que se pisoteen nuestros derechos legales…

—Puede pedir que venga un abogado a representarle o ayudarle a salir del mal paso en que anda metido, Shepard —dijo Mateos—. Hasta ahora, a pesar de que todos sabíamos que era usted un asqueroso sinvergüenza jamás pudimos probarlo; pero ha llegado ya la oportunidad que necesitábamos y sospecho que va a pasar muchos años en la cárcel antes de poder contemplar de nuevo las calles de Los Ángeles.

A continuación, Mateos ordenó que se buscara a un abogado, a vanos testigos y que se trasladaran todos a casa de Shepard. Se cumplieron estos trámites y una vez allí se procedió a un concienzudo registro de la casa. El primer hallazgo importante tuvo lugar en un cuartito excusado, donde, bajo unos montones de ropas, se encontraron dos revólveres del 44, bien engrasados, y varias cajas de cartuchos.

—Veo que no siempre usa su hermosa pistola —comentó Mateos.

—¡Esos revólveres no son míos! —gritó Shepard.

—¿Por qué dice eso? —preguntó el jefe de policía—. No es pecado guardar en casa armas… ¡Eh! ¡Un momento! —Toda la burlona cortesía de que hasta entonces había hecho gala el policía desapareció como por ensalmo. Su mirada estaba fija en la culata del Colt que tenía entre las manos. En seguida cogió el otro y lo examinó con igual atención. Por último, volvióse hacia Shepard y dijo duramente:

—Señor Shepard, esto solo puede enviarle a la horca. De ahora en adelante le prevengo que todo cuanto diga podrá ser tenido en cuenta contra usted y utilizado en su prejuicio.

—¿Qué quieres decir eso? —preguntó el abogado que representaba a Shepard.

—Estas armas son Colts calibre 44 y modelo Pilbey.

—¿Y qué?

—Pues que las fabricó el coronel Colt y las reformó muy eficazmente el comandante Pilbey, incluyéndoles un extractor de nuevo sistema y una culata especial a base de un rayado de metal que permite su mejor ajustamiento a la mano. Pilbey nos envió una primera remesa de cien revólveres de ésos, y apenas hubieron llegado fueron robados por los bandidos que han convertido esta población en un feudo. Estos dos revólveres corresponden a esa remesa.

Shepard vaciló, como si hubiera recibido un terrible golpe en el pecho. Haciendo un esfuerzo logró replicar:

—¡Es una canallesca conspiración!… —Pero se daba cuenta de que a sus palabras les faltaba verosimilitud.

Terminó el registro sin encontrar nada más. Al llegar de nuevo al despacho, Mateos señaló la caja de caudales y pidió a Shepard:

—Ábrala.

El notario sacó el llavero donde guardaba las llaves de su casa y buscó entre ellas. Al fin anunció:

—No está. Me la han quitado.

—Está bien —refunfuñó Mateos—. Veo que no quiere ayudarnos en nada; pero le advierto que su actitud no le favorece lo más mínimo. Registraremos de nuevo.

No hizo falta un registro muy concienzudo, pues uno de los policías recordaba haber visto una llave dentro de una caja de tabaco picado. Se buscó la caja y entre el tabaco se encontró la llave.

—Buen sitio para guardar la llave —gruñó el jefe de policía—. Debe de haberlo hecho para que no se le apolille.

Sin preguntar a Shepard si aquélla era la llave de la caja fuerte, el propio Mateos la metió en la cerradura y la hizo girar. En seguida abrióse la puerta y apareció el interior de la caja, lleno de papeles y documentos. Por un momento Mateos pareció defraudado; pero no tardó en hacer retirar los papeles. Debajo de todos ellos apareció un saquito de gamuza lleno de redondas y purísimas perlas.

—Bien, Shepard, creo que ya tenemos bastante —anunció el jefe de policía, en tanto que el notario se dejaba caer, sin fuerzas, en un sillón—. Ahora veremos si su compañero está tan bien surtido de armas robadas y de perlas o diamantes.

****

Aquel mediodía circuló por todo Los Ángeles la noticia de que el notario Shepard y el abogado Turner habían sido detenidos bajo la probada acusación de formar parte de la banda que venía asolando la ciudad y, más concretamente, de haber robado una fortuna en dinero, perlas y brillantes al chino Sun Chih.

Como complementos que probaban la culpabilidad de ambos personajes, estaba la declaración de Gutiérrez, el famoso cochero que fue careado con los acusados, quienes afirmaban que él los había llevado en dirección a la posada del Rey Don Carlos. A esto replicó negativamente Gutiérrez, probando con abundancia de testigos que en el momento a que se referían aquellos señores él estaba bebiendo en la taberna de Jacinto, y su coche estaba a la puerta.

Jacinto confirmó las palabras de Gutiérrez, agregando:

—No puedo olvidarlo, porque me pagó con una hermosa moneda de veinte dólares. Veo demasiado pocas para olvidar la llegada de una de ellas a mi casa.

—¡Esa moneda se la dimos nosotros! —gritó Shepard.

—Le pidieron permiso al
Coyote
para que antes de llevárselos les permitiera pagar la carrera, ¿no? —rió Mateos, que se sentía muy satisfecho de haber podido al fin, cazar a dos de la banda.

—Fue él quien nos obligó a pagar —dijo Turner.

—Todo eso es mentira y está bien claro que lo es —dijo el policía—. Adiós, Gutiérrez; gracias por su ayuda.

Aquella noche, Charles Turner y Howell Shepard durmieron en dos celdas inmediatas a la que ocupaba José Morales.

Capítulo XII: El rancho Morales

—¿Cómo ha podido acumular tantas y tan falsas pruebas contra esos dos hombres?

Yesares sonrió ante la pregunta de Serena.

—Usted no entiende todavía —dijo—; pero mañana lo sabrá todo. Su padre saldrá de la prisión y entonces comprenderá que si Shepard y Turner son inocentes de un delito, en cambio son culpables de otro, quizá menos grave a los ojos de la ley. Pero creo que vale más que pasen una larga temporada en la cárcel e incluso opino que sería un bien que los ahorcasen.

—¡Qué horror! No comprendo cómo puede usted hablar así. Claro —agregó Serena más dulcemente—, que usted ha vivido una existencia terrible, teniendo que luchar contra tantos enemigos…

—Sí; no ha sido una existencia fácil —suspiró Yesares—. He tenido que matar a muchos hombres. Y ahora sólo bajo una falsa apariencia puedo vivir en paz. Si llegasen a saber quién soy en realidad, terminarían conmigo al momento.

—Por mí nunca lo sabrán —aseguró de nuevo la joven. Luego, mirando a los ojos a su compañero, murmuró—: Y, sin embargo, no parece usted un hombre terrible. Quizá con la máscara y los revólveres…

—La realidad siempre desilusiona. Usted me imagina muy distinto, ¿no?

—Tal vez; pero quizás más que distinto lo imaginaba menos natural. Quiero decir que
El Coyote
fue siempre para mí una especie de caballero andante, un Amadís de Gaula, o un Artús. Un ser que no podía ser real.

Ricardo Yesares inclinó la cabeza.

—Tendré que pedirle perdón por haberla defraudado.

—¡Oh, no! —exclamó impetuosamente Serena—. Al contrario. Usted ha sido un sueño irreal convertido de pronto, para felicidad mía, en una realidad tangible.

—¿Para felicidad suya? —preguntó, con voz ronca, Yesares.

—Sí —musitó—; pero quizás exista otra mujer que tenga más derecho que yo a esa felicidad.

Estaban solos, rodeados por la maravillosa hermosura de la tierra de California, la Reina de las Flores. La tierra subía en ligeras oleadas hasta las lejanas montañas. Nadie estaba lo bastante cerca para verles ni oírles. Ricardo Yesares, vencido por la expresión de las acuosas pupilas que eran azules como los lagos que, formados por el derretir de los montes Shasta, pagan a su inmenso padre ofreciéndole nítidos espejos para que contemple en ellos su pétrea majestad coronada de eternas nieves, tomó entre sus brazos a Serena y, cerrando los ojos, se hundió en aquellas aguas que en vez de frías eran cálidas como si bajo su superficie ardiese un volcán. Los labios de los dos jóvenes se unieron, y durante unos segundos el amor fue dueño absoluto de ellos.

—Perdón, Serena —pidió Yesares cuando al fin encontró fuerzas para apartarse de la muchacha.

Las nórdicas pupilas de Serena se iluminaron de felicidad. No contestó nada; pero apoyó su hermosa cabeza sobre el pecho de Yesares, quien besó suavemente sus negros cabellos, que olían a heno florido.

****

—O sea, que estás enamorado como un chiquillo de Serena Morales —sonrió César de Echagüe, cuando Yesares le hubo relatado parte de lo ocurrido.

—Sí, estoy loco por ella.

—Sin embargo, no pareces muy alegre —advirtió César.

—Es que… no estoy seguro de que ella me quiera.

—¿No estás seguro de su amor? No obstante, por lo que me has contado y por lo que adivino, creo que tienes pruebas más que sobradas de que Serena te ama.

—No, César. A quien ella ama de verdad es a ti.

—¡Eh!

—Quiero decir que está enamorada del
Coyote
. Si supiese que yo no soy más que un agente tuyo su amor se marchitaría.

—Es posible que tengas razón —admitió César—. No se me había ocurrido que pudiera suceder eso. Claro que las mujeres siempre son extrañas y a lo mejor se alegraría si supiera que no eres lo que ella ha creído.

—No me atrevo a hacer la prueba. Prefiero alejarme…

—No, eso no —interrumpió César—. Me has sido demasiado útil para que yo piense, ni por un instante, en separarme de ti.

—Pero si no le digo la verdad y luego ella la descubre… puede vengarse…

—No lo creo. Pero, de todas formas, no hagas nada hasta que yo te lo diga. Ahora lo que corre prisa es hacer salir de la prisión a Morales. Un abogado ha sido encargado ya de ese trabajo. Dentro de unas horas, Serena y su padre te visitarán. Tú explícales lo siguiente.

Durante veinte minutos César de Echagüe estuvo dando detalladas instrucciones a Yesares. Cuando hubo terminado se levantó, y saliendo de la posada del Rey Don Carlos, marchó a su rancho en un cómodo carricoche. Al verle cualquiera hubiese creído que todo su trabajo estaba ya terminado. Sin embargo, aún faltaba mucho que hacer.

****

—No comprendo nada, señor Yesares —dijo el padre de Serena—. Ha conseguido usted desconcertarme. O quizá más que usted la noticia de que no hay tal falsificación.

Yesares sonrió ante el desconcierto de Morales.

—La explicación es muy sencilla —dijo el joven—. Hace muchos años usted recurrió al señor Greene para que le proporcionase el título de propiedad de sus tierras. ¿No es cierto?

—Sí, y el señor Greene se olvidó…

—No, no se olvidó. El señor Greene consiguió el título original de la propiedad del rancho Morales, que estaba en Sevilla, sin haber llegado nunca a California. En cuanto lo tuvo en su poder se lo envió a usted; pero la diligencia en que venia fue asaltada por los bandidos, quienes, entre otras cosas, se llevaron su titulo de propiedad. Como usted no insistió, el señor Greene supuso que había recibido el documento y que, como ocurre tantas veces, se había olvidado de darle las gracias.

—¿Es posible que el, señor Greene haya pensado eso? —preguntó Morales.

—Sí, lo pensó; pero no le dio excesiva importancia. Lo consideró muy natural y no tardó, también él, en olvidarse de todo lo referente al documento en cuestión.

—¿Y qué fue de ese documento?

—No lo sabemos —contestó Yesares—; pero cabe suponer que rodando de mano en mano llegase a las de Shepard. Él era lo bastante listo para comprender en seguida la importancia que para sus intereses podía tener el documento. Inmediatamente le anunció que se iba a revisar la sentencia acerca de la propiedad de su rancho y le previno de los supuestos peligros que le amenazaban si no legalizaba usted su situación. Le habló de un hábil falsificador de documentos y le hizo entrar en relaciones con él. Por un elevado precio usted obtuvo un documento de apariencia legal que justificaba sus derechos a la tierra que le fue otorgada a su abuelo por el rey Carlos III de España.

—Así es.

—Pero usted, poco práctico en las medidas antiguas a que hace referencia el documento, no vio que no sólo trataba de demostrar que las actuales tierras eran suyas, sino que, además, reclamaba una superficie cinco veces mayor que la actual. Eso fue lo que llamó la atención de los encargados del registro, quienes, al examinar con más cuidado el documento, vieron los detalles que demostraban su falsedad y se apresuraron a denunciarle.

—Pero ¿no se ha demostrado…?

—Un momento —interrumpió Yesares—. Déjeme seguir con mi historia. El documento era falso y usted fue legalmente encarcelado. No dijo nada contra Shepard porque suponía que él era amigo suyo y que si hizo algo fue sólo buscando, aunque equivocadamente, su beneficio.

—En efecto. Mi honor me impedía complicar a Shepard.

—Él tuvo menos escrúpulos. En primer lugar, le envió a Turner, que es un compinche suyo, e hizo que procurase desanimarle lo más posible. Después, y porque estaba loco por su hija, trató de convencerla de que debía casarse con él a fin de que él pudiese interponer en su favor toda su influencia. Eso era mentira, ya que la justicia actual es bastante más decente de lo que supone la mayoría. El plan de Shepard era otro. Quería que usted le cediese todos los derechos y responsabilidades sobre el rancho. Una vez dueño de todo, mostraría el documento real, que ya había hecho meter entre los demás documentos relativos al caso, y en sustitución del falso, cosa que no le costó mucho, ya que, como abogado y notario, tiene libre acceso a los archivos del juzgado. El documento real debía probar que el rancho Morales no sólo le pertenecía en su totalidad, sino que numerosísimas tierras que estaban en poder de otro eran también suyas. El valor del rancho se quintuplicaría…

—Pero si ya se había demostrado que el documento era falso…

—Se volvería a demostrar que era legítimo, y se echaría sobre los que hicieron las revisiones la acusación de que obraron precipitadamente al emitir su juicio. El documento era legítimo y nadie podría probar que no lo fuese. Usted habría perdido su rancho y su hija. Y Shepard habría ganado una mujer hermosa y un rancho magnífico.

—Pero en cambio, ha ganado la cárcel —dijo Serena, con voz firme.

Y mirando a Yesares, agregó:

—Ahora comprendo sus palabras, señor Yesares. Shepard es inocente de un delito, pero culpable de otro que, a mi entender, es mil veces peor.

—Me cuesta trabajo creer que todo esto haya podido ocurrir —murmuró Morales—. Casi tengo que estar agradecido a Shepard por haber aumentado el rancho.

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