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Authors: Howard Weinstein

El pacto de la corona (10 page)

BOOK: El pacto de la corona
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Por otra parte, Kirk se negaba a creer que los dioses de Shad fuesen tan despiadados como para no aceptar un alma cuyo retraso había permitido preservar una dinastía que ellos mismos habían ayudado a fundar. Tuvo la seguridad de que el anciano rey hubiese estado de acuerdo con su criterio, y esa preocupación concreta aminoró. Sólo quedaba una pregunta más antes de que pudiese escoger una línea de acción.

—Capitán, algún día va a pedirme algo, y mis pobres criaturas dejarán escapar su alma. Lo único que hace usted es exigirles demasiado.

Kirk se sentó sobre el borde de su lecho y miró el rostro incierto del jefe de ingenieros, que aparecía en la pantalla.

—Tengo fe en usted, Scotty. Ellas siempre le escuchan.

Scott suspiró.

—Ya. Le daremos lo que podamos.

Con un impulso de velocidad extra de los bien cuidados motores de la nave estelar, conseguirían llegar al punto de encuentro de Sigma con menos de doce horas de retraso, y Kirk sabía que tenía que correr ese riesgo. Llamó a Nars y le informó de que la
Enterprise
se dirigía hacia Zenna Cuatro. Nars le aseguró a Kirk que él mismo bajaría a la superficie y se encargaría de los detalles. Dicho esto, Kirk le dio las gracias y apagó el intercomunicador. Se preguntó cómo le irían las cosas a la
Galileo
.

«Allí tienes la cuerda, Nars. Si no te ahorcas con ella, puede que yo tenga que ocupar tu lugar, porque, si estoy equivocado con respecto a todo esto, mi historial dentro de la Flota Estelar podría valer menos que un billete falsificado.»

10

Delicadamente, McCoy movió una articulación cada vez, comenzando por el dedo meñique de la mano derecha. Cuando la mano derecha demostró estar en plenas condiciones operativas, la levantó para palparse la cabeza. Ésta también estaba en condiciones operativas… y ligeramente ensangrentada. Abrió completamente ambos ojos por primera vez desde que se habían cerrado por su cuenta, y un torrente de impresiones pasadas afluyó desde su subconsciente. La aceleración, el calor, la sensación de náusea que iba mucho más allá de la boca del estómago. La espera del sonido de metal que se desgarra, los sentidos, ya estirados a punto de romperse, retorcidos de forma brusca.

Pero la última parte no debía de haber tenido nunca lugar, porque estaba bastante seguro de seguir con vida. Sin embargo, advirtió gradualmente que se encontraba solo y el suelo estaba inclinado en un ángulo de disparate: la proa señalaba aproximadamente hacia el cielo y la popa descansaba sobre su extremo izquierdo. El interior estaba cubierto de objetos diversos, varios aparatos se habían soltado de las sujeciones y armarios, y las hamacas estaban arrancadas de los ganchos que las sujetaban a la pared. Buscó el broche de seguridad de las correas del asiento, y se dio cuenta de que ya estaba suelto. Entonces vio el paño manchado de sangre que descansaba sobre sus piernas. Evidentemente había sido puesto sobre su cabeza, de la que se había deslizado. Quienquiera que lo hubiese puesto allí debía haber tenido una buena razón para hacerlo, así que lo devolvió a su antiguo emplazamiento al recordar el corte que se había descubierto un momento antes. Fue entonces cuando advirtió que la herida había sido vendada.

McCoy cerró los ojos otra vez para intentar reducir el dolor que se insinuaba poderosamente en su sien derecha, justo por debajo de la herida. ¿Dónde estaban Spock y Kailyn?

La puerta de la lanzadera crujió. El carril se había doblado en el choque, y la compuerta se resistía a deslizarse hacia el interior del casco. Entró una bocanada de aire helado al abrirse la puerta con un rechinar, y Kailyn gateó al interior de la nave. McCoy se relajó y le dedicó una sonrisa mientras ella luchaba para cerrar nuevamente la puerta.

—No hubiese sonreído si hubiera visto el aspecto que tenía —observó ella.

Suavemente, le tocó el lado derecho de la cabeza con el paño. McCoy apretó los dientes a causa del estallido de dolor que le atravesó el cráneo y le bajó por el cuello.

—Puede que tenga la cabeza abierta por el medio, pero le aseguro que mi sistema nervioso funciona perfectamente.

—Lo siento. —Ella apartó la mano—. ¿Le he hecho daño?

—Podría decirse que sí.

Kailyn bajó la cabeza.

—Es por culpa mía que ha resultado herido, y ahora le estoy torturando, y luego le…

—Basta, basta —le dijo él, con toda la energía que fue capaz de reunir—. Ahora, escúcheme, jovencita; usted es lo único que se interpone entre mi persona y este terrible dolor de cabeza. Tráigame mi equipo y…

Kailyn le tendió el maletín negro.

—Ya lo tengo aquí.

—Buena chica. Hay un frasquito con una etiqueta que pone «Anestésico tópico». Sáquelo y quítele la tapa. —Mientras ella seguía las instrucciones, él dio un respingo a causa de otra punzada de dolor—. Ahora rocíeme el lado derecho de la cabeza con él.

Presionando el eyector con la punta del dedo índice, Kailyn roció con una fina llovizna el área lastimada, y McCoy manifestó un visible alivio al hacer rápidamente efecto la substancia analgésica.

—Florence Nightingale
[2]
estaría orgullosa de usted. Por cierto, ¿dónde está Spock?

—Inspeccionando el área.

—¿Se ha llevado la pistola fásica? —preguntó McCoy, con repentina preocupación.

—Por supuesto.

—Ah, bueno. No siempre lo hace. Los vulcanianos no son muy dados a matar, a menos que sea absolutamente necesario, y lo que la mayoría de la gente consideraría necesario no siempre es contemplado de la misma forma por Spock. —Levantó la mano para palparse los alrededores de la herida, y se miró la punta de los dedos—. Bueno, ha dejado de sangrar. Ha hecho usted un magnífico trabajo de primeros auxilios.

Ella se ruborizó.

—¿Cómo sabe que fui yo quien lo hizo?

—Oh, no es más que una conjetura. Y hablando de conjeturas, ¿dónde estamos?

—El señor Spock no estaba muy seguro.

—Oh, fantástico. Si él ha llegado a admitir algo así, debemos de hallarnos en serios apuros. Entró mucho frío cuando abrió usted la puerta.

—Es que hace frío. Spock dice que debemos estar a cinco grados Celsius.

McCoy advirtió que Kailyn llevaba puesto uno de los trajes térmicos llamados «segunda piel» que había en la
Galileo
, brillante y ajustado.

—¿Cómo es el terreno? No he podido evitar darme cuenta de que no hemos aterrizado precisamente sobre la superficie de una mesa —dijo, y para explicarlo hizo un gesto en dirección a la parte frontal de la cabina.

Podía ver un cielo gris a través de la ventana de observación delantera.

—Estamos en un valle. No tiene nada de especial. Ah, sí, tenemos un río aquí cerca, así que al menos no nos faltará el agua.

—¿Cómo se encuentra usted?

Ella se encogió de hombros.

—Bien, supongo.

—¿Ninguna reacción?

Ella negó con la cabeza.

—Eso es bueno. ¿Recuerda lo que le dije acerca de las situaciones de tensión?

Ella pensó en todo lo que habían comentado al respecto, y su rostro se animó.

—Supongo que eso es bastante bueno. —Confinadamente bueno —repitió McCoy—. Le daré una inyección dentro de unas horas.

La puerta se abrió y Spock trepó al interior de la nave. —Ah, doctor McCoy, ya veo que ha recuperado el conocimiento.

—Sí, y he visto que usted ha conseguido meternos en un buen aprieto con su maldita forma de pilotar. Ya le dije yo a Jim que debería haber enviado con nosotros a alguien que supiese volar con esta cosa.

—También puedo apreciar que ha recobrado su encantadora personalidad.

—Nunca la he perdido. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Dónde narices nos encontramos?

—Por lo que soy capaz de determinar, nos hallamos en el continente correcto…

—Ésa es una puntería fantástica, Spock.

—…a quizá unos cien kilómetros de la cordillera de las montañas Kinarr, donde se encuentra escondida la corona. —Eso no es demasiada distancia —dijo Kailyn, animosamente.

—No me gustaría tener que recorrerla a pie —refunfuñó McCoy.

—Por una vez, usted y yo estamos de acuerdo, doctor. Tenemos que encontrarnos con la
Enterprise
en el límite de este sistema dentro de menos de cuatro días, y aparentemente no hay forma de que podamos recorrer esa distancia dentro de ese límite temporal.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó McCoy con tono malhumorado—. De todas formas, no podemos despegar de este planeta.

—¿No podemos reparar la lanzadera? —preguntó Kailyn.

Spock negó con la cabeza.

—No sin las piezas de repuesto. Ni siquiera podemos reparar el sistema de comunicación.

—Así pues —dijo McCoy con acritud—, los hechos son que nos hallamos varados en este planeta, no podemos llegar hasta la corona ni tampoco hasta la
Enterprise
.

—Nuestra inmediata preocupación —dijo Spock— es la supervivencia. Si damos por sentado que la nave regresará para encontrarse con nosotros dentro del plazo acordado, no nos encontrarán y llevarán a cabo una búsqueda en el planeta. Nuestra señal automática de emergencia funciona perfectamente. Si podemos mantenernos calientes y alimentados, podemos abrigar la esperanza de que llegarán a ayudarnos. El capitán Kirk es notablemente puntual.

McCoy se animó.

—Así que lo único que tenemos que hacer es quedarnos aquí dentro, cerrar la puerta y esperar que nadie llame a ella hasta que la nave llegue a recogernos.

Kailyn y Spock intercambiaron miradas y los ojos de McCoy fueron rápidamente del uno al otro.

—¿Por qué tendré esta sensación de que no me han dicho algo que debería saber?

Spock entrelazó las manos a la espalda.

—Una parte sustancial de nuestras reservas de comida está contaminada. Hubo filtraciones de fluidos de diversos componentes en el momento del choque. Sin embargo, aquí cerca hay vegetación, a pesar del entorno más bien frío del planeta. Deberíamos poder almacenar la cantidad suficiente. Kailyn y yo iremos…

—Un momento, Spock. No pienso quedarme aquí solo mientras ustedes dos se van a recoger bayas y nueces. Ya que estamos aquí, me gustaría estirar las piernas. Además, usted no es precisamente un gourmet; me necesitan ahí fuera.

—Pues muy bien, doctor McCoy. Póngase un traje térmico y acompáñenos.

Mientras que Orand había sido un planeta que parecía indiferente para con las criaturas que vivían sobre su superficie arenosa, al que no le importaba quién o qué permaneciese sobre él e intentase soportar su calor, Sigma 1212 era algo bastante diferente. Al igual que una bestia salvaje que se niega a dejarse domesticar, era vigoroso y abiertamente hostil; desde el cinturón de radiaciones que lo ocultaban del espacio hasta su tempestuosa atmósfera, aquel mundo rocoso corcoveaba, aullaba y se agitaba para evitar que la civilización pudiese asentar el pie firmemente sobre sus hoscos valles y formidables cúspides.

De hecho, la desolación de Sigma era una de las principales razones por las que Stevvin lo había escogido para ocultar su corona. Sabía que disuadiría a los que casualmente quisiesen intentar la búsqueda del icono que albergaba. Desgraciadamente, la inhóspita naturaleza del planeta no podía ser apartada por Spock, McCoy y la hija del rey.

Encorvados para defenderse del azote helado del viento, los tres miembros de la tripulación de la lanzadera se alejaron de ella. El suelo que pisaban era duro, y ni un solo rayo de sol atravesaba la cortina de nubes que llegaba hasta donde alcanzaba la vista. Sigma parecía un cuadro en tonos grises. Incluso las resistentes plantas y los arbustos parecían apagados e incoloros mientras McCoy y Kailyn arrancaban bayas y hojas que podrían resultar comestibles. Spock desenterraba raíces, lo examinaba todo con un sensor, y cargaba con las provisiones de comida en un zurrón. Si bien las comidas de los siguientes días podrían no resultar especialmente sabrosas, al menos no los envenenarían.

McCoy inspeccionó toda el área, con la esperanza de ver algún animal pequeño que pudiesen cazar y cocinar. Su estómago gruñía con inquietud y se negaba a dejarse apaciguar por el pensamiento de unas sopas de vegetales ricos en fibra. Sin embargo, no detectó nada peludo y con patas en aquel territorio; caminaron siguiendo el linde de una zona boscosa que se extendía a lo largo de al menos un kilómetro, y tampoco pudo ver nada que se deslizase por entre las ramas. Mezclado con el continuo gemido del viento, oyó el sonido del agua que corría por sobre las rocas.

—Spock, vayamos hasta esa corriente de ahí abajo. Quizá podamos pescar algunos peces.

El vulcaniano asintió con la cabeza y abrió el descenso por la pendiente cubierta de hierba aplastada por la fuerza del viento. McCoy y Kailyn le siguieron cautelosamente. El arroyo no tenía más de nueve metros de ancho, y su corriente era regular aunque no especialmente rápida. A unos seis metros de la orilla, la rivera subía de forma más abrupta; la hierba acababa y daba paso a una zona de fango seco, roca y grava, y Spock se arrodilló para investigar unos surcos que había en el suelo.

—Fascinante. Esto parece hecho por la corriente de agua. McCoy se estremeció.

—¿Quiere decir que ese arroyuelo crece hasta esta altura? ¿Qué podría hacerle aumentar su caudal de esa manera?

—Muchísimos factores. Lluvias torrenciales, el agua de deshielo que baja de las montañas, los efectos de las mareas. Los informes meteorológicos que tenemos de este planeta indican una alta incidencia de sistemas de bajas presiones que provocan ciclones muy fuertes. Unos vientos tan potentes y unas precipitaciones tan intensas podrían provocar la rápida crecida del nivel del agua en afluentes pequeños como éste.

Involuntariamente, McCoy levantó los ojos hacia las nubes en busca de señales de tormenta; no había ninguna, pero, por algún motivo, eso no consiguió que se sintiera menos inquieto.

—No me gusta estar inmovilizado aquí, Spock.

—Tampoco a mí, pero, mientras lo estemos, es poco lo que podemos hacer excepto mantenernos alerta.

Kailyn se irguió completamente y volvió el rostro en dirección al viento.

—No sé si sólo lo estoy imaginando, pero me parece que el aire está más húmedo.

—Creo que tiene usted razón —afirmó McCoy—. Será mejor que regresemos a la lanzadera.

Spock se levantó y se echó el zurrón al hombro.

—Muy bien. Por el momento tenemos comida suficiente. Quizá sea más seguro observar los fenómenos atmosféricos desde un refugio durante algún tiempo.

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