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Authors: Howard Weinstein

El pacto de la corona (13 page)

BOOK: El pacto de la corona
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McCoy sostenía estrechamente a Kailyn; la joven estaba apenas despierta y su cabeza descansaba laxa sobre el hombro del médico. Spock escuchó atentamente dirigiendo un oído hacia el interior de la caverna, mientras que McCoy se sorprendió conteniendo la respiración. Al exterior no llegó ningún otro sonido. Esperaron. Spock arrojó una nueva piedra. Se oyó otro repicar y luego siguió el silencio.

Spock miró a McCoy.

—Parece que está deshabitada.

McCoy tragó saliva.

—O eso, o algún animal profundamente irritado está aguardando a poder clavarle el diente a quienquiera que le haya arrojado esas rocas.

—Espere aquí. Saldré dentro de un momento.

—Así lo espero —murmuró McCoy.

Spock levantó una robusta rama que sostuvo a modo de cachiporra, se puso en cuclillas y desapareció por la boca de la caverna. McCoy escuchaba atentamente, mientras se decía que, siempre y cuando oyera las amortiguadas pisadas y el repicar de la rama, todo estaría bien. Sin embargo, se preparó para oír un repentino alarido o el rugir de una bestia enfurecida. «Ahí tenemos nuevamente la imaginación en pleno funcionamiento…»

Aparentemente habían pasado horas, pero Spock salió al exterior al cabo de tres minutos.

—No espero que disfrute de la noche ahí dentro, doctor, pero parece un lugar seguro.

Una vez más, Spock se inclinó y abrió la marcha. Con gran reticencia, McCoy le siguió mientras se aseguraba de que Kailyn no se golpease la cabeza contra un saliente de la roca. Intentó abrir los ojos para mirar en torno de sí, y entonces se dio cuenta de que, en realidad, los había tenido constantemente abiertos. Sin embargo, no podía distinguir absolutamente nada.

—Dios mío —susurró—, esto tiene que ser muy parecido a quedarse ciego.

—La ausencia de luz es casi completa aquí dentro —explicó Spock, más como información que como muestra de acuerdo.

—¿Cómo sabe entonces que no hay nada que nos aceche desde los rincones?

—Tanteé todo el perímetro con el palo. Además, mis sentidos son algo más agudos que los suyos, doctor. No vi ni oí nada, y esta caverna no es más que una pequeña cámara sin otra entrada que la que acabamos de trasponer.

—¿Está seguro?

—Razonablemente seguro.

McCoy chasqueó nerviosamente la lengua.

—Debería usted haber dicho «absolutamente seguro».

—Eso hubiese sido algo alejado de la verdad.

—Podría haberme tranquilizado.

—Basta de conversaciones, doctor. Regresaré a la nave y traeré hasta aquí la droga para Kailyn y algunas otras cosas que necesitaremos.

McCoy tendió una mano y aferró un brazo de Spock.

—Está usted de broma, ¿verdad?

—No.

—Yo nunca dije nada acerca de quedarme en esta caverna solo.

McCoy no hacía ningún esfuerzo por ocultar el miedo que le atenazaba.

—No está usted solo, se quedará con Kailyn. Le necesita a usted tanto como a la droga. Aquí estará relativamente a salvo. Entre tanto, yo podré ir a buscar más rápidamente lo que necesitamos si me marcho solo.

Había una preocupación genuina en la voz de Spock, y McCoy la percibió. Eso lo calmó… un poco.

—Supongo que en esta situación debería mostrarme lógico, ¿eh?

—Sería un cambio de actitud muy bienvenido.

McCoy sonrió a pesar de su muy auténtica ansiedad, y momentáneamente agradeció la oscuridad reinante: quizá Spock no había visto su sonrisa, y él la borró apresuradamente.

—¿Bueno? ¿Qué está esperando? ¿La luz del día? Póngase en camino, Spock.

Sintió que el vulcaniano le ponía el palo en una mano, y de pronto se dio cuenta de que aún tenía aferrado el brazo de Spock con la otra; lo soltó.

—Descanse un poco, doctor.

—Lo veo poco probable.

—En ese caso, mantenga un ojo fijo en la entrada de la cueva.

—Y si veo entrar cualquier cosa que no tenga orejas puntiagudas, le atizaré con esto —respondió McCoy, aferrando el palo.

—Los animales de este planeta podrían tener las orejas puntiagudas.

—No como las suyas. —McCoy se secó las palmas de las manos; a pesar del frío, estaba sudando—. Tenga cuidado, y no se retrase. —Se vio una sombra que atravesaba la línea de luz que entraba por la abertura, y McCoy dio gracias a las estrellas por aquel resplandor que aliviaba la oscuridad

Si piensa que vamos a esperar durante toda la noche a que usted regrese, está muy equivocado, Spock… —Pero sabía que Spock ya se había marchado.

McCoy se ocupó de instalar a Kailyn lo más cómodamente posible. Cuando comenzaba a envolver la manta para formar un capullo abrigado en el que la joven pudiese dormir, se dio cuenta de que los cuerpos de ellos dos eran las únicas fuentes de calor disponibles; además, cuanto más cerca estuviesen el uno del otro, más rápidamente podría advertir cualquier cambio que se produjera en el estado de la muchacha. Encontró una roca alta hasta la cintura en el centro de la caverna —golpeándose una rodilla contra ella—, y decidió utilizarla como respaldo. Apoyó a Kailyn contra ella, puso un doblez de la manta de piel entre su cuerpo y el suelo, y se deslizó a su lado. El resto de la manta los cubría perfectamente a ambos, y él la rodeó con los brazos y descansó la cabeza de la joven sobre su pecho.

—Si al menos esto ocurriese en otro lugar —murmuró con un suspiro—. Bueno, no puedo ser tan viejo si todavía puedo conseguir que una chica bonita acceda a ir conmigo de campamento.

Sonrió para sí al recordar los días en los que cortejaba a las muchachas, cuando era joven, y evocar las historias que su abuelo y bisabuelo solían relatar sobre sus propias hazañas románticas. Oh, había habido toda clase de cambios sociales, revoluciones y tendencias sexuales que habían llegado y pasado, pero los sentimientos entre los chicos y las chicas no habían cambiado tanto a lo largo del tiempo, ni siquiera de los siglos. En las colinas de Georgia, las viejas costumbres estaban muy arraigadas.

McCoy había conocido a su esposa en un baile de la plaza pública, al verano siguiente de su primer año de estudios de medicina. Habían echado a andar por la carretera que los alejaba de los graneros del viejo Simpson, sobre el polvo y la grava aún tibios por el día pasado de sofocante sol de julio. Para cuando llegaron al frescor del suave aire del bosque, se sentaron sobre el lecho de agujas de pino y se besaron, él comenzó a sospechar que podría estar enamorado. Observaron a las naves de carga y lanzaderas que despegaban desde el otro lado de la colina en dirección a las estaciones orbitales que circundaban el globo terráqueo —ésa había sido su excusa para emprender aquel paseo, eso y el alejarse del ruido y la animación del baile—, pero los despegues no se producían con demasiada frecuencia y pasaron mucho rato charlando y retozando.

«He ahí una maravillosa palabra antigua: retozar.» Volvió a suspirar y recordó dónde se hallaba en ese preciso momento. «¿De qué sirve todo eso al final, de todas formas?»

Bajó la mirada hacia Kailyn, que roncaba suavemente. Sólo podía distinguir el perfil de su rostro, dibujado sobre el espeso gris de la entrada de la cueva. Le besó la frente, rozando apenas la piel con los labios.

Entonces oyó un aullido proveniente del exterior, y ruido de lucha sobre las rocas. Su mano se tensó sobre el palo, pero él ni siquiera se movió.

12

No había forma de protegerse de la lluvia y el aguanieve que caía torrencialmente a través de los árboles, mientras Spock recorría el camino de vuelta hasta el arroyo. El viento había aumentado hasta adquirir la fuerza de un vendaval, y las ráfagas doblaban por la mitad a los árboles más flexibles; las ramas se habían transformado en látigos letales que golpeaban todo lo que se interponía en su recorrido.

Spock ya tenía el rostro y las manos heridos, y el traje térmico que cubría su uniforme también presentaba cortes que dejaban penetrar la lluvia. Estaba completamente empapado, pero la única forma que tenía de encontrar la lanzadera era seguir el curso del arroyo, por lo que continuó adelante protegiéndose el rostro de la mejor manera posible.

Había llegado por primera vez hasta aquella corriente de agua dieciséis horas antes, pero parecía que hubiesen pasado días. Entonces era un arroyuelo que borboteaba entre el bosque que se encumbraba a ambos márgenes. Los árboles jóvenes tendían sus raíces hacia el agua para beber. Pero tanto los árboles jóvenes como las márgenes que subían hasta la zona boscosa habían desaparecido ahora, sumergidos bajo un torrente de aguas blancas. La depresión en la que Spock se había arrodillado para examinar los surcos del frío suelo, estaba ahora completamente llena por la agitada corriente. Incluso estaba empapado el suelo del bosque por el que avanzaba. Los charcos se conectaban por medio de riachuelos que iban formándose, y el suelo, casi congelado, podía absorber una parte muy pequeña de aquella inundación. La estabilidad le resultaba precaria a Spock, que hacía todo lo posible para no caerse. Avanzaba por el linde del bosque, caminando justo por encima de las veloces aguas del que ahora era un río. Saltaba agua pulverizada que se mezclaba con la lluvia arrastrada por el viento, y las heladas gotas se arremolinaban a su alrededor y le quemaban los ojos.

Él no vio la roca que estaba oculta por un charco que cubría hasta el tobillo; pero su bota derecha la encontró. La suela pisó la roca y patinó. Por puro reflejo, él se aferró al tronco de un árbol esbelto que tenía a la izquierda mientras su cuerpo era lanzado en la dirección opuesta. El impulso arrojó todo su peso en dirección al río, pero la mano izquierda no abandonó su asidero. El árbol se dobló y emitió un chasquido, pero no se partió. El dolor que sintió en el hombro casi le hizo lanzar un alarido; de alguna forma consiguió aferrarse al árbol y la corriente de agua rugió debajo de él, aparentemente de ira porque le había arrebatado una víctima segura.

Lentamente, asiéndose al árbol para apoyarse, se puso nuevamente de pie. El brazo izquierdo se balanceó momentáneamente laxo, mientras una punzada aguda y recurrente alternaba con la insensibilidad. No podía determinar si había sufrido algún daño grave, pero, por el momento, sólo se valdría del brazo derecho. Continuó avanzando por el bosque con pasos cautelosos.

El aullido lo había provocado el viento, y McCoy se permitió dormitar de forma intermitente. Incluso en un planeta salvaje, tenía que pensar que la naturaleza había dotado a sus criaturas con un sentido de la supervivencia que las impulsaría a permanecer en sitio seguro y seco en una noche como aquélla. Era improbable que tuviesen visitantes hostiles, ya que sólo una cosa con tendencias suicidas se aventuraría a salir con esa tormenta. Suicida… o desesperada. Sólo podía rogar para que, en el caso de Spock, lo segundo no se convirtiese en sinónimo de lo primero.

Los ojos de McCoy iban adaptándose a la oscuridad, pero se negaba a aceptar el sueño en aquel momento, aunque no estaba seguro del porqué.

«Claro que sé por qué… no quiero despertarme muerto.»

—Eso es una soberana estupidez —susurró para sí—. No te despertarías en absoluto si estuvieses muerto. Santo Dios, estoy hablando solo…

Muerto. «Nunca me he habituado realmente a la muerte.»

En el exterior crepitó un rayo, y su luz parpadeó en la entrada de la cueva con un resplandor fantasmal. Pasaron unos segundos, y el trueno más tardío retumbó en la ladera de las colinas.

A lo largo de sus años de facultad, se había preguntado si enfrentarse con la muerte se haría cada vez más fácil. Oh, en algunos sentidos sí que se había hecho más fácil. Después de su primer encuentro clínico con un cadáver, McCoy había estado a punto de no llegar hasta el lavabo antes de vomitar los huevos y mollejas que había desayunado. En los años pasados desde entonces, especialmente durante los transcurridos en el espacio a bordo de la
Enterprise
, se había ensuciado las manos con más de una veintena de cadáveres de personas que habían muerto de maneras horripilantes, al examinar a miembros de la tripulación para quienes los misterios del espacio habían incluido misteriosas formas de morir. Ya no vomitaba. Ni sentía siguiera la más ligera náusea. No sabía si la ausencia de reacción era buena o mala, pero hacía que la vida fuese muchísimo más fácil… y más limpia.

Las autopsias, la determinación de las causas de una muerte, el rellenar aquellos detestables certificados de fallecimiento, todo ello se había convertido en una rutina. Era casi como si el final de una vida no fuese terminante o real hasta que se lo grababa en un banco de datos de alguna parte, emplazado en una computadora para poder recordarlo con facilidad. La contribución del hombre moderno a los ritos funerarios.

Los años habían hecho que la muerte de otras personas le resultase ligeramente más aceptable, aunque sólo fuese para proteger su sanidad mental. Pero su propia muerte… ésa era una cuestión muy distinta.

Una pregunta cruel se abrió camino implacablemente hasta su pensamiento: ¿Volverían a ver alguna vez, él y Kailyn, a Spock con vida?

Finalmente, los párpados de McCoy se cerraron, y él se deslizó a los mundos infernales del sueño inquieto…

…una niebla lo envolvía todo, un velo espectral que se movía en el viento pero no se disolvía jamás. Revoloteaba, espesa, ante la entrada de la caverna al acercarse Spock. El oficial científico se movía lentamente, y sus pies parecían no tocar el suelo. La angustia le contorsionaba el rostro mientras intentaba llegar hasta la caverna, agitando los brazos, que cortaban la niebla como si estuviese nadando a través de ella. Entraba flotando en la cueva y hallaba los cuerpos desgarrados y destrozados de tal forma que resultaban irreconocibles. Desde el fondo de sus emociones contenidas, los miedos ocultos y rincones oscuros de su vida vulcaniana, Spock profirió un grito de agonía que atravesaba el alma… luego se dio media vuelta y vio los colmillos que brillaban en la oscuridad. La bestia se abalanzó sobre él…

…y McCoy salió tambaleándose del bosque, con la ropa hecha jirones, la piel en carne viva y desgarrada, y el mentón con la barba crecida. Estaba solo. En el claro que tenía ante sí, la lanzadera Galileo aparecía en llamas; y, a pesar de que no podía verlos, sabía que los cuerpos de Spock y Kailyn estaban también entre las llamas. Ambos estaban muertos y aquélla era la pira de los dos…

Sudando, McCoy abrió de golpe los ojos con una brusquedad que le causó dolor. Sacudió la cabeza para borrar las imágenes llameantes que habían parecido tan reales que aún podía sentir su calor. Respiraba como si hubiese recorrido un kilómetro y medio a la carrera, y calculó que su acelerado pulso latía a más de ciento por minuto; pero todavía se hallaba en la caverna, y el único calor que allí había era el de Kailyn, que estaba acurrucada a su lado.

BOOK: El pacto de la corona
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