En la piel de Papik sentía el olor de la cólera.
—¿Qué ocurre, Papik?
—Ocurre que un hermano ha regresado —dijo Papik, volviendo a sentarse pesadamente.
—Y ocurre que una hermana tuvo un hijo durante tu ausencia.
Papik levantó en el aire a Pupililuk y se rió tomo si se hubiera tratado de una broma. Había olvidado sus preocupaciones: una cosa por vez.
—¡Qué niño extraño! Tiene ojos y pelo como sólo vi entre los hombres blancos.
—Porque proviene del dios de los hombres blancos. Luego te lo contaré todo. Dime ahora qué piensas hacer. ¿Hay algo que no anda bien? Papik dejó en el suelo al niño y volvió a asumir su aire preocupado.
—Ocurre —dijo ceñudo— que un hombre ha reflexionado.
—¿Y qué sacó de esas reflexiones? v —Ante todo un gran dolor de cabeza; luego, una conclusión. Después de haber pasado dos años con los hombres blancos, los conozco mejor y los comprendo menos que antes. Sus costumbres son demasiado distintas de las de los hombres, Ivalú. Algunos de nosotros se habituaron a ellas, pero yo no. Por eso decidí regresar a aquellas regiones donde no hay extranjeros, donde el mar nunca se derrite y donde se cazan animales que jamás vieron seres humanos.
Milak se rió con amargura.
—Yendo hacia el norte no puedes huir de los hombres blancos, y tú bien lo sabes, Papik. No, no. Es mejor hacerse amigo de ellos, comerciar con ellos y hasta tal vez procurar aprender sus normas.
—¿Por qué yendo hacia el norte no se los puede evitar? —preguntó Ivalú.
—Porque también ellos irán hacia allá. Así lo dijeron ¿no es verdad, Papik?
Papik asintió con aire sombrío.
—Es verdad. ¡Pero que vayan! Prepararemos cuchillos muy afilados, flechas bien agudas y lanzas muy largas, y cuando lleguen allá los mataremos como a lobos.
—¿Pero por qué quieren ir hacia el norte? A ellos no les gusta ni el frío ni las largas noches y si quieren aceite pueden obtenerlo con mayor facilidad en el sur, donde el mar se derrite.
—Los hombres blancos desean dos cosas, aún más que el aceite de pescado —dijo Milak y los otros guardaron silencio—; la primera es cierto metal que esperan encontrar debajo del gran casquete de hielo. Para obtenerlo se disponen a venir con grandes cantidades de explosivos (es esa cosa que hace ruido y lanza los proyectiles de los fusiles) para hacer saltar el casquete y llegar así al metal subyacente.
—¿Y qué harán con tanto metal? ¿No tienen ya bastante?
—Se trata de un metal especial que sirve para fabricar una nueva clase de explosivo, aún más poderoso que el que conocemos y con el cual será fácil matar a mucha gente de un solo golpe. Este metal escasea en la tierra de los hombres blancos, mientras que, según sus curanderos, tiene que abundar debajo del gran casquete del norte.
—¿Explosivos para matar gente? Habré entendido mal —dijo Ivalú.
—Los hombres blancos se matan unos a otros a intervalos regulares. ¿No es eso lo que ellos mismos dijeron, Papik?
Papik asintió, mientras Ivalú miraba a uno y otro con ojos espantados.
—Parece —continuó diciendo Milak— que de vez en cuando un gran frenesí se apodera de los hombres blancos y que entonces grandes tribus se reúnen para destruir a otras grandes tribus. En tales ocasiones matan más hombres y mujeres en una estación que nosotros caribúes.
—Pero, ¿por qué hacen eso?
—Parece que tiene que ver con su comercio. Debe de ser una cosa muy complicada, porque ni ellos mismos estaban de acuerdo en las explicaciones, y tanto es así que estuvieron a punto de reñir porque cada uno quería explicarlo a su modo.
—Todo esto es poco claro —dijo Ivalú—. No lo explicas bien.
—Tampoco ellos lo explicaban bien. Pero nos dieron a entender muy claramente que muchos hombres blancos irán al norte para hacer saltar el hielo y buscar el metal; luego se establecerán allí, aun cuando no lo encuentren.
—¿Por qué?
—Esta es la segunda razón de su venida: para impedir que otras tribus se establezcan allí antes que ellos. Parece que la primera que llegue tendrá ventajas sobre las otras y podrá defenderse mejor de la destrucción, o bien podrá destruir más fácilmente a las otras, durante el próximo frenesí.
Ivalú iba de sorpresa en sorpresa.
—¿Pero, no conocen las enseñanzas de Dios? ¿No tienen misioneros?
—Tal vez sus misioneros están demasiado ocupados con nosotros —observó Milak—. Sea lo que fuere, lo cierto es que vendrán: primero llegan los misioneros, luego los traficantes, y por fin los hombres armados. Parece que ya hicieron esto en todo el mundo, y por eso creo que mejor sería que nos hiciéramos amigos de ellos.
—Por ahora —dijo Papik obstinado— el norte es nuestro y tengo el propósito de retornar a él. Pero ocurre que estoy cansado de tener que pedir continuamente mujeres prestadas; los maridos se dan siempre aire de importancia, aun cuando en compensación les dé yo buenos regalos.
Milak asintió enérgicamente.
—Es humillante. Mejor es tener una mujer propia para prestar, que pedirla prestada a los demás.
—No, no —declaró Ivalú—, perdónenme si los contradigo, pero ambas cosas están muy mal.
—¿Por qué?
—Nadie sabe por qué, pero es así: lo dicen los misioneros blancos, y ellos saben exactamente lo que está bien y lo que está mal.
—¿Cómo sabes que lo saben? —preguntó Papik.
—Lo dicen ellos.
—Comprendo; pero, de todos modos, y después de profunda reflexión, decidí llevarme conmigo una mujer propia, antes de partir para el norte.
—Es Viví, ¿no es cierto? —dijo Ivalú como al acaso—. Cose verdaderamente bien.
—Así me lo dijeron mis compañeros de viaje, de manera que apenas llegué ofrecí a sus padres un cuchillo nuevo y municiones. Pero antes pedí ver su labor de costura.
Le importaba no dejar la menor duda de que sus actos estaban dictados por la conveniencia y no por cualquier sentimiento, lo cual habría sido humillante para un verdadero hombre.
—Yo vi muchos de sus trabajos —dijo Ivalú—. Será una buena esposa.
—Pero su madre, Krulí, no sólo se negó a mostrarme las labores de la hija, sino que rechazó mi ofrecimiento. Parece que su actitud tiene algo que ver con los deseos del hombre blanco, lo que me resulta sumamente extraño.
—Mira, Titerarti, el misionero, es un experto en pecados y nos dice lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer, según los deseos de Dios.
—¿Quién es ése? Ya van dos veces que lo nombras.
—Es el muy poderoso Espíritu de los hombres blancos, más poderoso que todos los otros espíritus juntos, y muy valiente, pues ni siquiera tiene miedo de las almas de los muertos, sino que las hace quemar en un fuego enorme, si trasgredieron sus tabúes.
Papik frunció el ceño.
—Durante nuestra ausencia aprendieron a decir y a hacer muchas cosas que los hombres no consiguen comprender. Por ejemplo, Tutiak no se explica el motivo por el cual su mujer Minik lo rehuye; parece que el hombre blanco indujo a otro a robársela. Argo ha reñido con Neghé y Krulí, no sólo se niega a darme a Viví, sino que hasta se resiste a reír con Hiatallak, su marido, antes de que Titerarti dé su conformidad. Has de comprender que ningún hombre puede someterse a tales humillaciones. Las mujeres de la aldea y todos los recién llegados no hacen sino hablar de pecados y de nuevos tabúes. Los hombres blancos con quienes viajamos nunca hablaban de esas cosas; el único tabú que resultaba peligroso trasgredir era la prohibición de tocar sus objetos. De todos modos, Kruli me dijo que tú podrías explicarme lo que quiere el hombre blanco para acordarnos su permiso. Tal vez pueda dárselo, si no se trata de algo muy humillante.
Ivalú asintió.
—Quiere que todos se hagan cristianos. Viví y su madre son verdaderas cristianas, de manera que Viví sólo puede casarse con un cristiano. ¿Está claro?
—No —declaró Papik.
—Sí —dijo Milak—. Vi muchos casos parecidos en los lugares donde había misioneros blancos.
—Cualquier mujer se casaría con un buen cazador —dijo Papik impaciente—. Alguien sabe cazar y Viví sabe coser. Entonces, ¿qué tiene que hacer aquí el hombre blanco? ¿Acaso irá a cazar para Viví?
—Tú no comprendes, Papik. Nosotras procuramos respetar los tabúes establecidos por el misionero.
—¿Y él respeta nuestros tabúes?
—No.
—Entonces, ¿por que respetan ustedes los suyos?
—Creemos en sus tabúes, como en todos los otros tabúes. Personalmente, una muchacha ama mucho los tabúes; cree que cuanto más haya mejor será.
—En suma: ¿cuál es la solución?
—Que te hagas cristiano.
—Muy bien, ¿cómo se hace?
—Tienes que encontrar la fe.
—¿Dónde se encuentra? ¿Por los montes, en el hielo o en el mar? ¿Se caza con trampa, arpón o flechas?
—Se encuentra en el propio corazón, una vez que uno escuchó la Buena Nueva y aprendió a obedecer las nuevas reglas que nos enseñan a amar a todos, hasta a nuestros enemigos, a hacer el bien a los que nos odian y a perdonar al que nos hace daño.
—Todo eso me parece completamente tonto.
—No cuando hayas hecho entrar a Cristo en tu corazón, como hizo una estúpida muchacha.
—¿Te ha dolido mucho?
—¿Qué?
—Esa cosa que te entró en el corazón. Sin duda te habrá hecho daño.
—No, Papik, por el contrario, te colma de dulzura.
—¿De manera que si perdonas a los que te hicieron mal y amas a tus enemigos, eres un cristiano?
—Quizá, si lo dice el misionero.
—¿Él es pues cristiano?
—Desde luego que lo es.
—Entonces ¿por qué no te perdona?
Ivalú se quedó reflexionando un instante.
—Tal vez porque sólo tenemos que perdonar a nuestros enemigos, y no a los amigos.
—Pero en fin, ¿qué tabú trasgrediste?
Ivalú arrugó el ceño y dijo:
—Soy demasiado estúpida para comprenderlo, Papik.
—¿Tocaste algún objeto de Titerarti?
—No, no. Pero quizá debo expiar ahora todas las veces que no fui a los servicios dominicales antes de conocer a Kohartok, o el ser hija de pecadores. Un día lo sabré. Mira, nosotros no sabemos nada, en tanto que él lo sabe todo.
—Pero, ¿por qué no te ama, si dice que es menester amar a todos? ¡Y él no te ama, Ivalú! Lo supe por Krulí.
—¡Si haces tantas preguntas nunca llegarás a ser un buen cristiano, mi pequeño Papik! Reflexioné en todas estas cosas hasta dolerme la cabeza, como te ocurrió a ti; pero todo fue en vano. Nosotros vivíamos en un mundo misterioso. Y a decir verdad no sabía hasta qué punto era misterioso, hasta que el hombre blanco me lo explicó.
—¡Oh Ivalú! Mucha gente dice que te has vuelto loca y yo comienzo a creerlo. No dices una sola palabra con sentido. ¡No deberías haberte quedado sola!
Y el silencio que siguió a estas palabras estaba lleno del recuerdo de Asiak, de cuya muerte debía de haberse enterado Papik sólo unos momentos antes. Al cabo de un rato el muchacho agregó:
—Una madre solía decir: "El hombre blanco es como una de sus enfermedades, de las cuales está uno al resguardo sólo en medio del gran frío del norte." Por eso tenemos que irnos tan al norte que hacia cualquier parte que volvamos la mirada nos encontremos mirando hacia el sur; y allí mataremos a quien se atreva a seguirnos.
Alimentada por sus propias palabras, crecía la furia de Papik.
—Ivalú —exclamó poniéndose en pie de un salto— en mi boca hay gusto a sangre. Por un instante pude hablar con Viví a solas y ella estaba dispuesta a seguirme; pero intervino Krulí diciendo que no tenía que hablarle ni verla antes de obtener el permiso del hombre blanco. Y bien, ahora voy a pedirle ese permiso. ¡Y el hombre blanco hará bien en dármelo!
También Milak se había puesto de pie.
—Voy contigo.
Asimismo Ivalú se levantó.
—Excusen la impertinencia de una muchacha —dijo cerrando rápidamente la salida del iglú — pero alguien desea hablar con el hombre blanco antes que ustedes. Nada bueno puede nacer de la cólera. Iré a verlo mientras ustedes toman té.
—Apresúrate —dijo Papik— no tengo ganas de tomar té. Siento que la cólera desborda de mí y que no puedo refrenarla.
Estaba pálido, le temblaban, las manos y su cólera inflamó también a Milak.
—Esperaremos un poco —dijo Milak—; luego iremos con nuestros fusiles.
—Pero antes tomen el té.
Con gran prisa, Ivalú puso un puñado de nieve a derretir sobre la lámpara, se sujetó el niño a las espaldas y salió a la carrera.
A través de una ventana de la Misión se filtraba la luz, pero la puerta estaba cerrada.
Kohartok nunca cerraba la puerta. Llamad y os será abierto, se dijo Ivalú para darse ánimo. Y llamó.
—¿Quién es?
—Ivalú.
Se oyó el disparo de la cerradura y Titerarti la hizo entrar. Sobre la silla y bajo la lámpara de petróleo había un libro abierto.
—¿Qué quieres?
Su rostro revelaba cansancio e Ivalú le tuvo lástima. Debía de sufrir mucho, pero sus ojos llameantes no pedían piedad.
—Tengo que decirte cosas muy graves, Titerarti. En este mundo están ocurriendo cosas espantosas: acabo de enterarme de que los hombres blancos, de cuando en cuando son presas de un gran frenesí y que se matan unos a otros en gran número; pronto irán al norte para buscar un metal mediante el cual podrán matar aún más gente.
—¿Y has venido sólo para decirme eso?
—Una muchacha de poco valor pensó que si tú lo sabías podrías correr a repararlo. ¡Precipítate al país de los hombres blancos e infórmales que es pecado matar tanta gente!
Titerarti golpeaba el suelo con la punta del pie.
—Muy atento de tu parte es darme estas informaciones —dijo secamente.
—No hay de qué Titerarti. Fue un verdadero placer.
—¿Y hay alguna otra cosa que un ignorante misionero deba saber, según tú?
—Sí, se trata de mi hermano Papik, que acaba de llegar. Deseo volver con él al norte, donde la vida está llena de alegría, mientras que aquí no hay más que lágrimas y preocupaciones. Nunca lloré tanto ni reí tan poco como aquí. En otra época todo era muy sencillo. Ahora los pensamientos me dan vueltas en la cabeza. Pienso y pienso, no consigo conciliar el sueño y, cuanto más reflexiono, más confusa me siento.
—Es natural: te torturan los remordimientos. Y quiero esperar que no te marcharás sin retirar antes públicamente lo que dijiste de tu parto.