Esta irónica y realista novela de lenguaje franco invita a la meditación sobre la verdadera postura del hombre ante la religión y las buenas costumbres. ¿Qué ha provocado el Progreso en la humanidad? Que el hombre se haya convertido en un ser incapaz de comprender su propio instinto, un ser que prefiere trasgredir sus propias leyes en vez de aceptar nuevas ideas y, por supuesto, nuevas culturas. Como todo buen libro de aventuras, no hay un solo momento de ocio, la lectura es rápida, el autor evita frases moralizantes. A cambio, nos regala situaciones sarcásticas y, por lo tanto, reflexivas.
Hans Ruesch
El país de las sombras largas
ePUB v1.0
Superluper28.03.12
Traducción de Alberto Luis Bixio
Primera edición en libro electrónico (ePub): Marzo de 2012
Cuando al despertarse Ernenek levantaba la cabeza del saco de pieles, su primer pensamiento era habitualmente para el montón de carne puesta a podrir cerca de la lámpara para que se hiciera tierna y gustosa. Pero no aquel día.
Aquel día viendo a Siksik en un rinconcito del pequeño iglú, dispuesta a estregar las ropas de su marido, tomó una súbita decisión antes de satisfacer las exigencias de su estómago: puesto que contribuía más de lo que era su deber al mantenimiento de la minúscula comunidad, bien podía pretender participar también de los derechos conyugales de Anarvik, sin necesidad de pedirle permiso cada vez que le hacían falta los servicios de Siksik.
Ernenek nunca había tenido una mujer propia, porque era joven y porque en los hielos del extremo norte escasean las mujeres tanto como abundan los osos; sin embargo, conocía la importancia de tener una mujer propia, hábil en raspar las ropas y en confeccionar calzado, y con la cual podía uno charlar durante la noche.
Sobre todo donde la noche dura cinco meses.
Precisamente ahora, antes de partir para la caza, le habría gustado reírse un par de veces con Siksik, pero bien se daba cuenta de lo que convenía y de lo que no convenía a un verdadero hombre; por eso sabía hasta qué punto era inconveniente gozar de los favores de una mujer sin haberle pedido antes permiso al marido.
Y Ernenek ponía siempre cuidado en no cometer ninguna inconveniencia.
Con todo, ya estaba cansado de pedir permiso. Y no porque Anarvik se lo negara, pues rehusarse a prestar su propia mujer o el cuchillo, habría sido digno de inaudita mezquindad; pero, así y todo, el pedir continuamente favores no era digno de quien pertenece a una raza tan orgullosa que sus miembros se llaman a sí mismos sencillamente inuit, es decir hombres, para dar así a entender al mundo que las otras razas, comparadas con la suya, no pueden considerarse compuestas por verdaderos hombres: y esto, aunque el resto del mundo no sea de la misma opinión y los llame esquimales, término despectivo que les daba el pueblo limítrofe piel roja Algonquior y que significa "comedores de carne cruda"
Muchas de esas tribus no merecen ya tal nombre; pero el exiguo número de esquimales polares que lleva una existencia nómada en las regiones centrales del Ártico, cerca del Polo magnético, regiones inaccesibles para el hombre blanco, no cambiaron su tosca manera de vivir, la misma de cuando la raza humana era joven. Son como niños, alegres, ingenuos y sin piedad.
En la época de los tanques de guerra, empuñan todavía arcos de cuerno y huesos de ballena, y flechas con punta de piedra; se reparten el producto de la caza y no saben mentir. Hasta tal punto son de toscos...
Ernenek era un esquimal polar.
Sobre la lámpara de esteatita, el té se estaba enfriando. Siksik llenó un tazón y, bamboleándose, con los pies separados a causa de las calzas de piel de foca que le llegaban hasta la ingle, se lo llevó a Ernenek con una sonrisa. El hombre y la mujer, vestidos del mismo modo, ambos rechonchos y musculosos, pero con pies y manos pequeños, y con el mismo rostro chato, grueso y campechano, se distinguían en su aspecto sólo por los cabellos, que el hombre llevaba largos y sueltos, mientras que la mujer se los había levantado cuidadosamente, con un peinado muy alto, en forma de torre, sostenido con espinas de pescado.
—¿Dónde está Anarvik? —preguntó Ernenek tomando el tazón.
—No es imposible que haya ido a cazar a la bahía de la Morsa Ciega —dijo Siksik—. Ocurre que hace un sueño ustedes dos se devoraron una foca entera —agregó riendo, y Ernenek le hizo eco, con esa risa fácil y siempre pronta de su raza.
El té estaba caliente como vientre de mujer, es decir, demasiado caliente para Ernenek, que no soportaba el calor. Lo sopló largamente antes de beberlo, mientras escrutaba a Siksik por encima del tazón. Luego se lo bebió todo de un trago, juntó las hojitas que habían quedado en el fondo, se las comió y salió del saco. Llevaba puesto un ligero vestido hecho de piel de garzas marinas, con el plumón hacia adentro. Sobre éste se puso un pesado sayo de piel de oso, con el pelo hacia afuera, y metió el extremo de las calzas en un par de botines de cuero de foca.
Encorvado, porque la bóveda de hielo era demasiado baja para él, cortó con el cuchillo circular gruesas tajadas del montón de carne sobada y pasada de sazón y con la palma de la mano se llenó la boca.
Se deslizó gateando por el estrecho túnel de nieve, apoyándose en los codos y las rodillas, y arrastrando detrás de sí, tomado de las orejas, al perro cabeza de trineo, salió del iglú. El resto del tiro los siguió, sacudiéndose la escarcha del espeso pelo, ladrando por el hambre y descubriendo los dientes, aplanados a golpes de piedra para que no devorasen los arreos del trineo; con más de lobos que de perros, mostraban agudos hocicos y ojos amarillos y relucientes.
Ernenek se aseguró de que todos llevaban las abarcas que debían protegerles las patas de la mordedura de los hielos y de la sal marina. Luego los enganchó al trineo, subió a éste, retiró el ancla sepultada en un montón de hielo y agitó el látigo. Los perros avanzaron sobre el mar congelado, mientras se abrían en abanico y hacían crujir las correas con que cada uno estaba atado separadamente al trineo.
Hacía calor, apenas unos quince grados bajo cero, de manera que Ernenek no se veía obligado a trotar junto al trineo para calentarse, sino que podía gozar del paseo, sentado cómodamente en el pescante. Al sur, el firmamento se había teñido de azul, reverberación de un sol ausente, azul que se iba esfumando poco a poco, convirtiéndose en violeta, hacia el norte.
Bajo aquel pálido cielo, la tierra se mostraba anémica y descolorida, sin matices ni sombras, como a los ojos de los perros, que no distinguen los colores.
El Océano Glacial, congelado en un espesor de un par de metros, estaba recubierto de una delgada capa de nieve en la que se marcaban las huellas del trineo de Anarvik. A la derecha se veían cadenas de montes abruptos y colinas cónicas, blancas y desnudas. A la izquierda, sólo la bruma primaveral limitaba el océano.
Ernenek no se volvió ni siquiera una vez para echar una mirada al minúsculo iglú, solitaria bolita de hielo puesta sobre el techo de la tierra. Su cerebro, que a causa de su modesta capacidad sólo podía albergar un pensamiento por vez, se tendía enteramente hacia la gran bahía donde debía encontrarse Anarvik. Estaba tan absorto en su propósito que se había olvidado de llevar consigo la indispensable grasa de foca que da luz y calor. Lo preocupaba demasiado el pensamiento de la petición que iba a hacer a Anarvik, para pensar en otras cosas.
A toda petición podía responderse de dos maneras: Ernenek sabía por lo menos esto, aunque ignorase muchas cosas. Si Anarvik aceptaba, Ernenek se sentiría humillado por haber recibido un favor más. Anarvik era orgulloso, un verdadero hombre, y sería muy capaz de mortificarlo con un consentimiento inmediato, por lo que para rehacer su dignidad perdida Ernenek se veía obligado a redoblar sus esfuerzos de cazador, y a su vez, mortificar al compañero haciéndole el don de grandes cantidades de caza.
Si en cambio, Anarvik le negaba el permiso pedido, Ernenek podría mofarse de él por su avaricia y mezquindad; pero de todos modos éste sería un consuelo bien magro, comparado con la molestia de tener que buscarse una compañera en otra parte, para lo cual debería emigrar solitario, por uno o dos años, hacia el sur, donde abundan las mujeres, pero escasean los osos; hacia el país del sol alto y de las sombras cortas, poblado por tribus cuyas costumbres son extrañas a un esquimal polar, y por tanto desagradables. De un modo u otro, una vez hecha la petición, sus días estarían colmados de dificultades.
Sin embargo, todavía no podía marcharse. Hacía ya dos años que Anarvik le prometía la inminente llegada de su hermano Ululik.
—Tiene dos hijas y tú podrías elegir una —le había dicho riendo. Mas las estaciones pasaban, Ernenek esperaba en vano, y Anarvik se había limitado a encogerse de hombros y a decirle: —Tal vez venga para fines del próximo invierno. Un invierno más o menos parecía tener poca importancia para él, que había visto muchos. Pero para Ernenek, que había visto pocos, no era así. ¿Y si al fin de cuentas Ululik no venía? Podía haber cambiado de idea. O haberse muerto. O haber dado las hijas a otros.
Y Ernenek estaba cansado de esperar. El trineo de Anarvik apareció a la vista puntito negro sobre la enorme extensión del mar congelado y Ernenek incitó al tiro gritos y azotes. Al cabo de una hora el puntito se había convertido en una línea, luego el trineo se hizo visible, y por fin aparecieron Anarvik y los perros. Los perros estaban vivamente excitado».
Ernenek arrojó el ancla del trineo, aseguró el tiro de perros y avanzó a pie sobre el hielo. A pesar de su impaciencia, andaba lentamente, por la fuerza de la costumbre, con pasos mesurados, para no ahuyentar a las focas que había por debajo de la costra helada. Anarvik, extendido en el suelo, le volvía las espaldas. Ernenek se detuvo detrás de él y un poco de lado; le veía el rostro oscuro y, a pesar de la capa de aceite y hollín, las arrugas excavadas por los años alrededor de las sienes; los ojos oscuros, oblicuos y astutos; la renegrida melena, que cortada en flecos sobre la frente, le caía a los lados, rígida por la capucha del sayo, mientras que por detrás se le desparramaba desordenadamente sobre la espalda.
—Alguien tiene que hacerte una pregunta —dijo Ernenek con voz fuerte, para darse ánimo.
—¡Silencio! —le mandó Anarvik sin volverse—. Un hombre que trabaja no puede escuchar preguntas. Una cosa por vez.
Desalentado, Ernenek se le acercó en silencio, por ver qué hacía su compañero. Anarvik no estaba al acecho, con el arpón en la mano, al borde de uno de esos pozos de aire que las focas abren en la capa de hielo, sino que estaba ocupado con su cuchillo, de rodillas sobre una piel de caribú, para no quedarse helado en el suelo. Lleno de curiosidad Ernenek miró en torno y descubrió el objeto del interés de Anarvik y de la excitación de los perros: un oso.
Y ese oso tenía hambre.
Meses de dura vida le habían consumido la grasa acumulada durante el verano, y el largo manto invernal le pendía flojo alrededor de los flancos descarnados. El oso polar no invernaba, mientras todo el mundo animal emigraba hacia el mediodía o se retiraba debajo de la costra helada del mar, en busca de reposo y calor, sólo el oso continuaba cazando y pescando a la luz de las estrellas, para él y para la compañera, que paría en una guarida excavada en el hielo.