Poco tiempo antes ese oso había desanidado a un armiño hembra a la que había devorado con toda su prole aún no nacida. Ahora, excitado su apetito, observaba atentamente a los dos hombres.
En aquella región todo lo que se mueve es exclusivamente carnívoro. El oso es la presa más codiciada por el hombre; el hombre, la presa más codiciada por el oso. Allí no se ha decidido todavía del todo cuál de los dos es el rey de la creación.
—No es imposible que alguien intente abatir este oso —dijo Anarvik ostentando indiferencia.
Trémulo por la avidez de la caza, Ernenek dijo:
—Soltémosle los perros.
Anarvik meneó la cabeza.
—Podrían hacerlo huir, o él mataría muchos perros. Y no tenemos demasiados. No, Ernenek. Deja que un estúpido hombre siga, como de costumbre, el camino más lento, pero más seguro.
Con un cuchillo de piedra había separado una varilla del arco de ballena. Arrolló la varilla, dejó que ésta se disparara para probar su elasticidad y luego le aguzó las puntas. Después sacó de su sayo una bola de grasa de foca que había puesto a ablandar al calor de su cuerpo y, operando rápidamente antes de que la grasa se congelara, envolvió con ella la varilla de ballena enrollada. Apenas puesta sobre el hielo, la grasa de endureció.
Anarvik comenzó a avanzar a gatas hacia el oso y éste retrocedió gruñendo y a saltitos; Anarvik se detuvo; gesticulando, lanzó gritos de lamento, y el oso volvió con cautela, describiendo un semicírculo. Los ralos bigotes de Anarvik vibraron cuando arrojó la amarilla bola sobre la delgada capa de nieve.
El cebo fue a parar a unos pocos pasos del oso, que lo husmeó, lleno de curiosidad, alargando el cuello y gruñendo receloso. El hambre le incitaba a comer; pero otro instinto, más profundo y misterioso, le sugería que desconfiara de todo cuanto provenía de aquellos extraños seres, mucho más pequeños que él, pero terriblemente seguros de sí mismos.
Anarvik esperó inmóvil, aplastado contra el suelo, con los brazos y piernas abiertos. Detrás de él Ernenek, con una rodilla en el hielo y conteniendo la respiración, vio que el oso, titubeando, alargaba su gran lengua azul y la pasaba una vez por el cebo, para retirarse, y luego volver a lamerlo y nuevamente retirarse. Pero el oso no podía resistir por mucho tiempo la tentación. Un oso, después de todo, no es más que un ser humano. Con un movimiento ondulante, alargó súbitamente el hocico y se tragó el cebo.
En el mismo momento, Anarvik y Ernenek se pusieron en pie de un salto y estallaron en risas y gritos de júbilo: ahora el oso les pertenecía.
O casi.
Al oír el repentino griterío, el oso se enderezó estupefacto y se puso a dar vueltas alrededor de los dos hombres como una mano alrededor de la muñeca. Luego se sentó para estudiarlos, sin dignarse a echar siquiera una mirada a los perros que aullaban con sus bocas babeantes. Por último se decidió a acercarse.
Los hombres se disponían ya a huir cuando el oso, sobresaltado, lanzó un rugido que, extendiéndose sobre el gran mar blanco, enmudeció a los perros e hizo estremecer a los cazadores; luego comenzó a saltar de aquí para allá, encorvando el lomo y aullando salvajemente. De pronto se enderezó y se alejó gimiendo.
—Ocurre que en su panza se ha disuelto la grasa —dijo Anarvik jubiloso. —¡Y se ha disparado la hoja! —agregó Ernenek. Y sin decir más, se pusieron a seguir a su presa, cambiándose jubilosas miradas y riendo, exaltados por la caza y olvidados de toda otra cosa.
Ya había oscurecido, pues los días eran todavía breves y la cima del mundo se aclaraba por pocas horas a cada vuelta del sol. Cojeando y lamentándose, el oso se retiró hacia la costa, porque los hombres le cortaban el paso hacia el mar helado, su elemento y su patria. Se detenía frecuentemente, miraba hacia atrás por ver si aún lo seguían y mostraba hilos de saliva que le colgaban sobre el pecho. Su guarida no debía de estar lejos, pero no quería conducir a los cazadores hasta ella. De mala gana, abandonó el océano y comenzó a trepar por las escarpadas elevaciones de tierra firme.
La planta de sus patas estaba provista de espeso pelo que le permitía andar con seguridad sobre el hielo; en cambio, las suelas del calzado de los hombres hacían poca presa en él; además, tenían que evitar sudar, puesto que sudar significaba morir en una camisa de hielo. Pero el oso avanzaba inseguro, titubeando y cambiando a menudo de camino, de suerte que sus perseguidores podían mantenerse cerca recorriendo menos camino que él.
En las alturas, el frío aumentó y llegó a unos cuarenta grados bajo cero; soplaba el frígido bóreas que a los dos hombres tanto les gustaba. Eran felices porque cazaban. Ni siquiera un instante se preocuparon por haber abandonado las provisiones, los perros y a la mujer. Pero ahora no tenían hambre. Los perros siempre tenían hambre, comieran o no; y en cuanto a la mujer, seguramente se las compondría de cualquier manera, como todas las mujeres. Ahora estaban cazando, y la caza era la esencia misma de la vida.
No comieron otra cosa que las heces del osó, estriadas de sangre, y cuando aquél se hubo vaciado de todo, menos de miedo y de dolor, y el hambre fue a golpear a las paredes del estómago de los hombres, Ernenek dijo:
—Alguien tiene hambre.
Ésas fueron las primeras palabras pronunciadas desde el comienzo de la persecución. Anarvik asintió. Pero a ninguno se le ocurrió por un instante pensar en volver atrás. Cuando una súbita tormenta fue a estallar en la cima del mundo, en medio de la noche, levantando la nevisca del suelo y oscureciendo el cielo, perdieron de vista a la presa y, alarmados, se lanzaron hacia adelante. Los lamentos del oso les permitieron volver a encontrar su pista; casi chocaron con el animal, y Anarvik logró asestarle un lanzazo entre las costillas.
Un formidable aullido de rabia se elevó de la enorme sombra erguida en medio del torbellino de nieve, y se alejó con el viento; a partir de aquel momento, los hombres siguieron a su presa de tan cerca que podían percibir el acre olor de miedo que emanaba de su piel.
De cuando en cuando, el animal se volvía y les hacía frente rugiendo. Entonces Ernenek y Anarvik huían gimiendo de miedo, tropezando y resbalando por las escarpadas pendientes, hasta que el oso terminaba por sentarse sobre las ancas, y allí se quedaba balanceando la cabeza; pero apenas pasado el peligro, los dos hombres se desternillaban de risa.
La segunda noche fue la peor de todas. La tormenta de nieve se hizo más violenta, la visibilidad disminuyó aún más y los cazadores se vieron obligados a permanecer muy cerca de la presa, para no perder su pista, mientras la mordedura del hambre los debilitaba y la debilidad aumentaba el riesgo de sudar. Y aquel oso, que parecía tener cien vidas, continuaba andando sin tregua, de aquí para allá, por las heladas pendientes.
En un momento estuvieron cerca de uno de los depósitos de víveres que los dos cazadores tenían diseminados en el hielo y en la tierra.
—Tal vez el oso vaya en esa dirección —dijo Anarvik—. Entonces uno de nosotros podrá retirar las provisiones.
Procuraron orientar al oso en la dirección deseada, pero fue en vano: él animal no sabía que ahí hubiera provisiones.
Cuando se les desvaneció esa esperanza, habían pasado cuatro vueltas de sol desde el momento en que habían comido y dormido, de manen que tuvieron que reemplazar las fuerzas del cuerpo, que menguaban, con las de la voluntad; y puesto que la idea de abandonar la persecución no les cabía en la cabeza, su existencia se encontró irrevocablemente ligada a la captura del oso, y el júbilo de la caza se exaltó ante aquella repentina amenaza de muerte.
Perdieron la noción del tiempo hasta que la tormenta, al ceder, reveló que ya había despuntado el nuevo día. Desde las alturas, los dos cazadores dominaban el Océano Glacial, castigado por nubes de nevisca; pero hacia el sur el cielo resplandecía y la tierra silenciosa parecía aguardar el sol naciente.
Ahora el oso estaba agotado. Se arrastraba penosamente, rozando el suelo con la cabezota que se le había tornado demasiado pesada. Tropezando y cayendo sobre las rodillas los hombres lo seguían, pero sin reírse ya, con los rostros, untados de grasa, marcados por el esfuerzo y con los ojos enrojecidos y cercados de escarcha. El hambre había desaparecido. Ni siquiera se inclinaban al suelo para recoger nieve. Llevaban las mandíbulas apretadas; se habían olvidado de los estímulos del vientre y hasta en sus cabezas habíanse desvanecido pensamientos y recuerdos. Entre la carne y la piel, la grasa se había ido consumiendo inexorablemente. El movimiento ya no los calentaba: temblaban ligeramente y a cada inspiración sentían en la garganta la cuchillada del hielo.
Y sin embargo ¿podía haber algo más bello que perseguir al oso blanco por la cima del mundo?
El fin sobrevino con rapidez fulmínea. Súbitamente el oso se detuvo. Parecía haber decidido que si tenía que morir, era mejor morir con dignidad. Se sentó sobre las ancas, recogió sus patas y esperó. Una espuma roja y helada le rodeaba el cuello. Tenía las orejas gachas, y los labios levantados sobre el hocico echado hacia adelante dejaban ver los dientes como en una risotada.
Ya no se lamentaba, pero las blancas nubecillas de su aliento eran rápidas y cortas, y los ojillos inyectados de sangre se movían con angustia en la cabezota triangular. Los dos hombres se le acercaron con cautela, prontos a esquivar el ataque del animal, Ernenek de frente y Anarvik de costado. Con un zarpazo el oso quebró la lanza de Anarvik en el instante en que Ernenek le traspasaba la garganta, por debajo del maxilar, donde la piel es más delgada.
No comieron de la carne del oso porque sus estómagos estaban aún paralizados y porque, al tornar a la casa, querían mostrar la presa intacta; mas, para recuperar alguna fuerza, Ernenek chupó la sangre de la herida, aunque le quemara los labios, y Anarvik succionó el cerebro a través de un agujerillo que abrió en la base del cráneo. Luego, trabajando rápidamente, antes de que la carne se congelara, apartaron las vísceras y despreciaron los intestinos porque estaban vacíos. Arrastraron después al oso cuesta abajo, hasta el mar. Lo sepultaron en la nieve y se pusieron en marcha, riendo clamorosamente y dándose uno a otro grandes palmadas en las espaldas.
Avanzando en línea recta sobre la lisa pista del mar emplearon menos de una vuelta de sol para llegar al lugar donde habían dejado los trineos.
Si los famélicos perros no se habían aún devorado unos a otros se debía a que tenían los dientes quebrados; pero de todos modos, se habían peleado furiosamente alrededor de la bolsa de pescado que estaba en el trineo de Anarvik, y algunos se lamían las heridas heladas.
Con uno de los trineos los cazadores fueron a cobrar su presa. El olor de la sangre les había estimulado el apetito, de manera que durante todo el viaje de ida y todo el trayecto de vuelta masticaron pedacitos de piel de foca para engañar el hambre.
Durante su ausencia se había levantado otro iglú junto al suyo, y frente a la entrada jugaban perros desconocidos.
Siksik salió del túnel seguida por Ululik, que acababa de llegar junto con su mujer Pauti y las dos hijas casaderas, tan esperadas, Imina y Asiak.
Fue una llegada clamorosa, puesto que siete esquimales constituyen toda una multitud.
Primero se saludaron todos con muchas ceremonias, cambiando sonrisas muy amplias y profundas inclinaciones, mientras se estrechaban las manos por encima de las cabezas. Luego se restregaron recíprocamente las narices. Entonces la familia de Ululik prodigó exclamaciones de superlativa admiración por el botín cobrado, como "No es nada chico" mientras los cazadores disminuían su importancia, para dar a entender que eran capaces de empresas mucho mayores, diciendo: "No es más que un falderillo; nadie quería hacerle daño, pero él insistía en hacerse matar."
Por fin todos se echaron a tierra boca abajo y entraron en el iglú para charlar y comer.
Junto con una aguja de coser y un cuchillo colgaron de un palo el bazo y la vejiga del oso, por vía de ofrenda, a fin de que el espíritu del animal fuera a contar a los demás osos que los hombres lo habían tratado magníficamente, por lo cual haría que sus compañeros desearan a su vez hacerse cazar.
Luego comenzó el festín.
Esperando que el oso se deshelara, comenzaron a atacar las varias golosinas que tenían guardadas en la despensa, cuidando de no tocar el pescado mientras comían carne, para no provocar la ira de los genios tutelares. Una vez que el oso se hubo ablandado, Anarvik lo desolló. Le correspondía la piel porque había sido él quien descubriera la presa. Pero como Ernenek la admiraba, Anarvik lo humilló cediéndosela.
En cambio el hígado correspondía a Ernenek, que había matado al oso, pero se lo regaló a Anarvik para vengarse de la donación que éste le había hecho de la piel. Anarvik, que no podía soportar semejante humillación, dio el hígado inmediatamente a Pauti la cual, como buena esposa, se lo pasó a Ululik. Éste, galantemente, lo ofreció a la dueña de casa, Siksik, que a su vez lo puso a disposición de Ernenek, quien lo pasó a las dos muchachas, demasiado jóvenes aún para poder aceptarlo.
Sin embargo, llegaron a consumirlo rápidamente cuando Ululik, dejándose vencer por el apetito y a despecho de la cortesía, le dio un mordisco, después de lo cual todos se precipitaron sobre el hígado con dientes y cuchillos. Ernenek provocó estrepitosas risas cuando, cegado por la avidez, descargó unas cuchilladas en la mejilla de la vieja Pauti, que se había prendido al hígado con los pocos dientes que le quedaban.
En medio de ruidosa alegría comieron todas las partes tiernas, mientras dejaban a un lado, a fin de que se ablandaran por la descomposición, los trozos más duros: la lengua fue puesta a secar al humo de la lámpara. Comieron la dulce carne de oso con trozos de sebo y médula verde por el moho, alternando los bocados con largos sorbos de té.
A medida que comían aumentaba el hambre de Anarvik y Ernenek. Completamente desnudos y jadeantes de alegría y de calor, continuaban hartándose mientras sus vientres se dilataban a ojos vistas. Cuando ya no consiguieron mantenerse en pie se tendieron en el suelo y permitieron que las mujeres les pusieran en la boca, entre eructo y eructo, escogidos trozos.
¡Qué hermosa era la vida!
Con los ojos lagrimeantes por el mucho reír, Ernenek miraba ya a una, ya a la otra, de las hijas de Ululik, inclinadas sobre él con alegre semblante y con las manos llenas de delicadezas.