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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (11 page)

BOOK: El país de los Kenders
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—¡No serán tuyas hasta que me hayas pagado las gallinas y las hortalizas que me prometiste a cambio!

En esta ocasión, el que intervino fue Feldon Cobblehammer, quien se lanzó a través de la mesa a tal velocidad que pareció un borrón azul en movimiento, y logró su propósito de arrebatar las codiciadas botas a Windorf.

En el estrado estalló una refriega y al poco volaban por el aire tres pares de botas. Huroneando con alegre despreocupación en medio del revoltijo de concejales, el alcalde encontró unos cuantos colmillos de animal, un juego de dados de madera —que eran iguales a los que le habían desaparecido en fecha reciente— y unos pastelillos de aspecto muy apetitoso. No acababa de guardarlos en un bolsillo cuando alguien lo asió por el copete y le propinó un tremendo martillazo con su propio mazo. Metwinger se desplomó inconsciente en el suelo, junto al Estrado del Tribunal.

Phineas despertó con un sobresaltado ronquido. Una rápida ojeada a su alrededor le hizo ver que todos los asistentes a la asamblea, excepto él, se hallaban enzarzados en la trifulca. La muchedumbre, como una descomunal pelota viviente, rodaba imparable en dirección a la puerta... ¡y a su asiento! Se puso de pie de un salto, se lanzó de cabeza hacia el rincón de la izquierda, lejos del acceso, y aterrizó de bruces entre las dos últimas filas de asientos, a escasos centímetros de la inexistente pared del exterior.

Incorporado sobre los codos, giró la cabeza y miró a su espalda. La silla que antes ocupara estaba convertida en astillas tras el paso de la algarada. Embotellada en el quicio de la puerta, la arracimada masa de cuerpos salió despedida en un revoltijo de piernas y brazos ondeantes, secundado por gritos de júbilo salvaje. Incorporándose al unísono, los integrantes de la bola viviente se lanzaron escaleras abajo hacia el vestíbulo con el propósito de reanudar la interrumpida contienda.

Solo en la estancia, Phineas se puso de pie poco a poco al tiempo que sacudía la cabeza para librarse del aturdimiento en que se hallaba sumido desde hacía horas. Había salido de su casa a la caza de un premio prometedor para vagar por toda la ciudad y casi perecer aplastado por una muchedumbre de kenders exaltados. Y todo ¿para qué? ¡Para nada! ¡Aún no tenía la más remota idea de dónde se encontraba Saltatrampas!

—¡Vaya, qué espléndido Día de Audiencia! —farfulló una débil voz que salió tras el Estrado del Tribunal. Una pequeña mano asió el borde de la mesa y tras ella apareció el dueño de la voz. Phineas reconoció la desgreñada cabeza del alcalde Metwinger, con el copete deshecho por completo. Al divisar al humano en la parte trasera de la estancia, arqueó las cejas sorprendido.

—¡Hola! —saludó después.

Phineas no salía de su estupefacción, pero procuró ser cortés en sus preguntas.

—Buenas tardes, señoría. ¿Acaso estas trifulcas son un hecho cotidiano?

Metwinger procuró arreglarse el desordenado cabello. La cabeza le zumbaba y no se encontraba muy bien.

—Oh, por supuesto que sí —respondió con un soplo de voz—. Las reyertas se inician después del segundo o tercer caso. Lo último que recuerdo es que alguien me golpeó con mi propio mazo.

El alcalde Meldon Metwinger logró ponerse de pie y se sacudió las mangas de la túnica. Entonces cayó en la cuenta de que ya no vestía la toga de terciopelo púrpura, sino una capa azul brillante que se parecía mucho a la que llevara puesta al inicio de la audiencia el concejal Feldon Cobblehammer. Alisó los pliegues de la esclavina y decidió que aquel color le sentaba a las mil maravillas.

Phineas se acercó presuroso, decidido a aprovechar aquel inesperado golpe de suerte.

—Señoría, tengo entendido que usted sabe el paradero de un tal... —El humano anduvo con pies de plomo en caso de que el tema incitara el enojo del alcalde—... de una persona llamada Saltatrampas Furrfoot.

—Saltatrampas... Saltatrampas... Conozco a un montón de Saltatrampas. Descríbemelo.

Phineas entornó los ojos en un supremo esfuerzo por concentrarse. La mayor parte del encuentro nocturno con el kender había transcurrido en medio de la penumbra.

—Lleva el cabello sujeto en un copete, tiene el rostro lleno de arrugas, y no es muy alto...

El humano comprendió consternado que aquella descripción encajaba con todos y cada uno de los kenders existentes desde la aparición de su raza.

—Colecciona huesos raros —añadió a la desesperada.

—¡Ah,
ese
Saltatrampas! —exclamó rotundo el alcalde—. ¿Por qué no lo dijo antes? ¡Es un gran amigo al que aprecio mucho y pronto seremos parientes! Su sobrino y mi hija Damaris están comprometidos desde la cuna, ¿sabe? Sí, claro que sé dónde está. Lo metí en prisión.

Para su sorpresa, Metwinger hizo tal afirmación sin que en su voz se percibiera preocupación o remordimiento.

—¿Ha hecho prisionero al futuro tío político de su hija? ¿Qué delito ha cometido?

Phineas hizo la pregunta a pesar de que en lo más hondo de su conciencia una vocecilla le decía que no comprendería la respuesta.

—¡Oh, ninguno! —contestó despreocupado el alcalde—. Su sobrino se retrasaba para la fecha prevista de la boda, así que enviamos a un cazador de recompensas en su búsqueda; que, por cierto, es el procedimiento habitual seguido con los novios obstinados en mantener su soltería. Teníamos que hacer algo que nos asegurara su regreso y pensamos que lo mejor era encerrar a su tío favorito. Y ahora, si no le importa, me retiro. Tengo una fuerte conmoción.

El alcalde se dio media vuelta en dirección a la puerta, pero sus pasos fueron tambaleantes. Phineas se interpuso en su camino y lo agarró por el brazo.

—Siento molestarlo con todo esto, señoría, pero he de liquidar una deuda pendiente —improvisó de forma atropellada.

Metwinger levantó los ojos vidriosos al rostro del humano.

—Si tengo dinero, se la pagaré —dijo, y rebuscó en los bolsillos—. ¿A cuánto asciende...?

—No, señoría. No me refiero a usted, sino a Saltatrampas Furrfoot. Si pudiera charlar un rato con él, estoy seguro de que llegaríamos a un acuerdo —explicó Phineas, mientras hacía un gran esfuerzo para mantener la calma.

El alcalde se sujetó al borde de la mesa, ya que el suelo de la sala, con total desconsideración a su estado, se mecía y se hundía bajo sus pies. ¡Qué bonitos colores tenían las chispas que danzaban en el aire!, pensó para sí.

—Él no está aquí —articuló tras un gran esfuerzo.

—Sí, eso ya lo sé, señoría. ¿Dónde lo tienen prisionero?

—En la cárcel, querido amigo —farfulló de forma incoherente Metwinger, en tanto se encaramaba a la mesa—. En el palacio. Esta noche celebramos una fiesta. Ponte tu traje azul para que haga juego con mi nueva capa...

Sin más, el alcalde se derrumbó sobre la fría madera y cerró los párpados.

—Gracias, señoría —dijo Phineas con un suspiro de alivio.

El humano salía a toda prisa de la sala cuando un súbito aguijonazo de culpabilidad lo hizo detenerse. Contempló al amodorrado alcalde; ¿se marcharía dejándolo en aquel estado? Después de todo, era médico; bueno, más o menos. Phineas no creía que Metwinger muriese; en el peor de los casos, su señoría se sentiría como si en lugar de cabeza, tuviera una calabaza cuando despertara.

Justo en aquel momento, varios kenders entraron por la puerta; reían alborozados; el humano los reconoció como algunos de los concejales que se sentaran en el Estrado junto al alcalde. Phineas ideó con rapidez la acción a seguir; sin pensarlo dos veces, corrió hacia los recién llegados.

—¡Ha ocurrido un terrible accidente! El alcalde se ha dado un golpe en la cabeza. ¡Atendedlo mientras voy en busca de ayuda! —gritó.

Sin más, el humano salió corriendo por la puerta. Estaba seguro de que los concejales no seguirían sus instrucciones; esperar con paciencia no era una de las principales virtudes de los kenders. No tardarían en decidir que lo que le hacía falta al alcalde era una zambullida en agua fría o tal vez un trozo de tarta de grosellas y lo sacarían de allí a empujones. Metwinger estaba en buenas manos. Phineas bajó las escaleras deprisa.

¡Al fin había encontrado a Saltatrampas!

7

—¡Un océano! ¿Seguro, Woodrow? —exclamó Tas perplejo.

—No apostaría en ello hasta mi última moneda de plata. También puede ser un mar. ¿Cómo se diferencian a simple vista, a menos que uno disponga de un mapa? —replicó el joven con aire circunspecto.

El kender descendió del carro con premura y se metió en la densa barrera de maleza y árboles.

Woodrow y Gisella lo siguieron de cerca, la enana sin disimular la irritación que la dominaba.

—¡Ay! Estas malditas ramas me han desgarrado la manga. ¡En los últimos kilómetros me he quedado sin vestuario! —se lamentó, en tanto trataba de apartar el follaje a su paso.

Tasslehoff irrumpió a través de los últimos arbustos y salió a un terreno pizarroso, plano, cubierto por una capa agrietada de barro reseco. El saliente terminaba de forma abrupta nueve metros más allá. Abajo, en el fondo distante del precipicio, rompían las olas.

El kender se corrió al borde del árido acantilado rocoso y se asomó al vacío. El límite de una vasta extensión de agua verdeazulada lamía la base del farallón. Tas cogió un trozo suelto de pizarra y lo lanzó al vacío. La piedra se perdió de vista en la caída, con lo que el kender llegó a la conclusión de que la distancia hasta el agua era muy, muy larga.

Tas miró hacia la izquierda. En aquella dirección, el acantilado retrocedía tierra adentro y ocultaba a la vista la línea de la costa que se extendía al norte. Unas gaviotas se cernían a unos palmos de su cabeza. Tas arqueó las cejas en un mudo gesto de desconcierto.

—Woodrow tiene razón. ¿En qué se basa la primera persona que hace un mapa para determinar si una gran extensión de agua es un mar, un océano, o sólo un lago enorme?

—Tú eres el cartógrafo —refunfuñó Gisella, que había llegado junto a él—. ¿Por qué no me lo explicas? Mientras lo piensas, cuéntame de dónde ha salido esta masa de agua. ¡Tal vez se había escondido tras la cordillera que olvidó tu tío Bertie! Y puesto a dar explicaciones, ¿cómo cruzaremos este «lago enorme» con el carromato?

—Déjeme pensar —respondió Tas circunspecto, con la frente arrugada en un gesto de profunda reflexión.

—No faltaría más —resopló Gisella malhumorada.

—¿Sabe? Estoy convencido de que esa expedición a través de la ciénaga nos ha desviado un poco hacia el sur de Xak Tsaroth. Es probable que en la ciudad alguien nos diga de dónde salió toda esta agua...

—¿Supones que este océano se evapora unos cuantos kilómetros más al norte? —chilló descompuesta Gisella.

La enana se arrepintió de haber perdido los estribos. Recobró el control y apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en la carne; luego, articuló con voz tranquila.

—Quizás en Xak Tsaroth nos digan dónde estamos y nos indiquen algún camino que se dirija hacia el este. Si es que encontramos Xak Tsaroth, se entiende.

Gisella se frotó los ojos con aire fatigado.

—Pero será mañana. No tengo fuerzas para proseguir hoy. Acamparemos aquí —concluyó, mientras señalaba el llano terreno pizarroso—. Woodrow, querido, haz el favor de traer el carromato. ¡Dioses, me estalla la cabeza!

—Sí, señorita Hornslager.

El joven rubio echó a correr y desapareció tras los cercanos arbustos.

La enana, con un brazo en la cintura y la barbilla apoyada en la otra mano, contempló ensimismada las distantes olas. Sacudió apesadumbrada la cabeza y esbozó una amarga sonrisa.

—¡Qué ironía! Toda esa masa de agua y ni siquiera puedo darme un baño.

* * *

Tasslehoff escuchó por primera vez los ruidos antes de que amaneciera. Se encontraba tumbado, hecho un ovillo, junto a las ascuas agonizantes de la hoguera; disfrutaba de un sueño de lo más placentero y no quería despertar antes de que finalizara. Se hallaba en la tienda de un mercader; las paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo con frascos de todos los tamaños y tonalidades; unos contenían ovillos de cuerdas de brillantes colores, otros rebosaban de confituras y algunos guardaban juguetes mecánicos de cuerda. Una de las estanterías estaba dedicada en exclusiva a exhibir anillos adornados con gemas, y otra a prendedores tachonados de rubíes.

El propietario de la tienda, que no había aparecido en el sueño hasta aquel momento, se volvió hacia él y le dijo: «Debes llevártelo todo. Escóndelo antes de que alguien lo robe. ¡Sólo confío en ti!»

Entonces, en el estrecho filo que separa lo onírico y la vigilia, Tasslehoff oyó el ruido de antes. Irritado, apretó los ojos y enfocó la mente en las estanterías de la tienda. Pertinaz, el ruido se repitió; parecía que un grupo de mapaches trastearan dentro de un cubo de basura. Se despertó contra su voluntad y se incorporó con brusquedad, malhumorado.

A la mortecina luz del alba, el kender se encontró con tres pares de ojos oscuros, enormes, que lo observaban atentos desde la esquina del carromato. ¡Salteadores! ¡Bandidos! ¡Los atacaban! Tasslehoff se puso de pie de un salto y asumió la posición de lucha kender: las piernas abiertas, cada músculo tenso, dispuesto para actuar. Asió con la mano izquierda su jupak por la parte ahorquillada, giró sobre las caderas e imprimió un movimiento de vaivén al extremo recto de su arma en torno a la mano derecha.

—¡Ni un paso más, quienesquiera que seáis! —advirtió.

De repente, aparecieron más pares de ojos. Sin apartar la mirada de los intrusos, Tas dio un punterazo a Woodrow en las costillas.

El joven dormido gruñó ante el golpe inesperado, se incorporó sobre los codos y, al cabo, levantó hacia el kender unos ojos desenfocados y legañosos. Al advertir la actitud combativa de Tas, se puso de pie como impulsado por un resorte, al tiempo que cogía lo primero que encontró, un tronco que no se había quemado del todo en la hoguera nocturna. Entonces atisbó las pupilas que, a la rojiza luz del amanecer, relucían como la neutral Lunitari. Los ojos asomaban por debajo de la carreta, por los lados, por el techo. ¡Habían rodeado el vehículo!

En aquel momento, la puerta trasera del carromato se abrió con violencia y Gisella, con un batín rojo de fina seda, salió al exterior. Lo que se encontraba de pie junto a la parte trasera del carro, retrocedió de un salto y soltó una risita ahogada.

—¡Por todos los dioses! —se lamentó la enana—. ¿A qué viene tanto jaleo? ¡Fuera, fuera, pequeñas bestias!

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