El país de los Kenders (46 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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Al desbordarse el agua por el final del conducto, se crearon unas nubes inmensas de vapor que se dispararon al cielo en columnas y ocultaron el Callejón del Tornado. A todo lo largo de los ardientes montones de escombro, las llamas voraces y las ascuas candentes sisearon, chisporrotearon y por último se extinguieron. El agua corría en todas direcciones; la cortina de vapor se propagó hasta más allá del campo de visión de Tasslehoff.

A los quince minutos de que el primer hilillo de agua escapara por la brecha abierta, el tanque estaba vacío. Las hileras de extenuados kenders se desplomaron bajo la cañería en un retorcido montón serpenteante. Se separaron poco a poco, se arrastraron sin resuello, y se tumbaron sobre el suelo ennegrecido. Tasslehoff se enjugó el sudor de la frente con la manga y se borró el hollín impregnado en la piel.

Descendió de la torre despacio y fue en busca de sus amigos.

* * *

—¡Tasslehoff! ¡Tasslehoff, aquí!

Tas y Woodrow levantaron la vista de las sendas jarras de cerveza espumosa que los dos amigos tomaban sentados a la puerta de la recién rebautizada Posada del Escorpión Chamuscado. Saltatrampas y Damaris se acercaban, cogidos del brazo, e inclinados contra las embestidas del fuerte viento reinante.

—¡Tas, mi sobrino predilecto! Te daré una noticia estupenda... Siempre que no te opongas, por supuesto —balbuceó Saltatrampas. Guiñó el ojo a la joven con malicia—. Damaris Metwinger y yo tenemos el propósito de comprometernos, y contraeremos matrimonio lo antes posible. ¡Te has soltado del anzuelo! ¡Ja, ja! ¿Qué te parece?

Tasslehoff miró a su tío y a la que fuera su prometida de hito en hito. Woodrow percibió una velada tristeza en el semblante del kender, aunque muy bien podía tratarse de una secuela del agotamiento de las últimas horas. Tas se puso de pie y los abrazó.

—¡Abrid otro barril! ¡Han pescado a mi tío! —pidió a voces.

25

Tanto el tornado como la tormenta abandonaron poco a poco la comarca de Goodlund en el curso de la noche. El día amaneció claro y brillante sobre Kendermore.

Saltatrampas Furrfoot y Damaris Metwinger se casaron al mediodía, en la cámara del Consejo de Kendermore. El padre de la novia, el alcalde Merldon Metwinger, presidió la ceremonia.

La joven vestía un bonito vestido de color amarillo cremoso que combinaba a la perfección con su cabello suave; el tejido estaba recamado con perlas diminutas y con ágatas ojo de gato. En las seis trenzas del copete se entretejían cordoncillos de hilo de oro. Remataba la corona del penacho un aderezo de plumas azules, tan suaves y delicadas que habrían causado la envidia de un abejaruco. Las manos, finas y esbeltas, sujetaban un ramo confeccionado con tréboles, dedalinas y cardos lavanda.

Saltatrampas vestía su mejor capa de terciopelo negro, una túnica nívea deslumbrante, y polainas de color rúbeo. No llevaba la cabeza cubierta.

Tanto el novio como la novia iban descalzos, un símbolo de los muchos caminos que habrían de recorrer (y los muchos zapatos que gastarían) en el curso de un matrimonio duradero y feliz.

Tasslehoff, que llevaba su vestimenta habitual, aunque las polainas azules relucían de limpias, actuó como acompañante de honor de su tío. En un bolsillo del chaleco guardaba dos sencillos anillos de plata. A causa del escaso tiempo transcurrido entre el anuncio de compromiso y la celebración de la ceremonia, a la novia la acompañaba un ruborizado Woodrow, que estrenaba para la ocasión una camisa de muselina de mangas largas y amplias.

El alcalde Metwinger, que exhibía una amplia sonrisa de satisfacción, se arregló los pliegues de la toga de corregidor, tragó saliva y respiró hondo, dispuesto a iniciar la tradicional ceremonia de matrimonio kender, larga aunque improvisada, ya que se trataba de un rito no escrito.

—Papá, si no te importa, preferimos la versión corta. Nos gustaría asistir a las fiestas de la Feria de Otoño —pidió Damaris, que asía con fuerza la mano de su prometido.

—Comienzan hoy, ¿no es así? —preguntó el alcalde, con evidente alivio.

Desde que le dieran el mazazo en la cabeza, al pobre le costaba memorizar más de tres o cuatro frases seguidas.

—Entonces, tú la tomas a ella por esposa, y tú a él por esposo, ¿no?

—¡Sí! —exclamaron los dos al mismo tiempo.

—¡Hecho! —anunció el alcalde, con alegría—. Ahora, ¡qué empiece la fiesta!

* * *

Tasslehoff se encontraba sentado bajo el templado sol otoñal, con la espalda recostada en el tronco de uno de los árboles de Palacio.

El traslado del recinto ferial en el que se celebraba la Feria de Otoño, desde su asentamiento habitual al lado noreste de la ciudad, que apenas había sufrido daños, fue la única concesión hecha por los habitantes de Kendermore a la devastación que se abatiera sobre ellos.

Pero el dicho popular kender «de donde vino ésa, otras vendrán» se aplicaba a la perfección en lo relativo a los edificios destruidos. Los miembros del Departamento de Viviendas de la ciudad se echaron a las calles a primera hora de la mañana con resmas de pergaminos, decididos a planear la «nueva imagen» de Kendermore.

—¡Construiremos una ciudad nueva! —acordaron con alegría.

Por desgracia, aquello era en lo único en lo que estaban de acuerdo; ninguno aprobaba el proyecto de los otros.

Entretanto, el hecho de que un sinnúmero de edificios fuera ahora montones de escombros, proporcionó a los habitantes la ocasión de explorar parajes enteros.

Cerca de Tas se encontraban Phineas y Vinsint, y el kender escuchó la conversación que mantenían los dos personajes.

—Con tus músculos y mi cerebro, sacaríamos buen provecho como guías en la senda que va de Kendermore a la Torre de Alta Hechicería —decía el humano en aquel momento.

—No sé, no sé —dudó el ogro, mientras se rascaba la frente prominente.

—¡Te lo aseguro! ¡Es una mina de oro lista para la explotación! —prosiguió Phineas para engatusarlo—. Me encargaría de organizar las excursiones, y tú los conducirías a las Ruinas para que atravesaran sanos y salvos el robledal. ¡En dos o tres años, como mucho, recaudaríamos dinero suficiente para retirarnos!

—Tal como lo planteas, yo cargaría con la mayor parte del trabajo.

—¿Bromeas? A mí me tocaría la parte tediosa del negocio... Programar los viajes, anotar las reservas, publicidad, adquisición de víveres y suministros... ¡y, entretanto, tú en el campo, de paseo! Pero, estoy dispuesto a hacerlo por un porcentaje algo superior. Digamos... el ochenta por cien.

—¿De verdad lo harías? —preguntó Vinsint, con cierta ansiedad.

Woodrow llegó en aquel momento y se sentó en el verde césped, al lado de Tas, al que alargó un vaso de zumo de fresas recién exprimidas. El joven contempló con aire melancólico los tenderetes de los mercaderes, los puestos de frutas y verduras, el reducido cortejo de la boda reunido en las cercanías al pabellón de comestibles.

—Recuerdo a la señorita Hornslager. Deseaba vender los melones en esta feria, antes de que se echaran a perder —dijo con un hilo de voz.

—Lo sé. También la echo de menos —respondió Tasslehof.

Los dos amigos guardaron silencio unos minutos.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó por fin el kender.

—Desde que perdí tu pista en Port Balifor, no he dejado de dar vueltas al asunto —dijo el joven, que masticaba una brizna de hierba con aire ausente—. He aprendido mucho en estas últimas semanas. Lo más importante, que la vida es corta; al menos, para un humano. Quiero que la mía sea entretenida, pero sin ponerla en peligro. Tal vez reanude el negocio de importación de la señorita Hornslager. Conozco bastante el manejo del mismo; Gisella era una buena maestra. ¿Qué te parece? —preguntó, con una mirada inquisitiva.

—¡Creo que es una gran idea! —aplaudió el kender.

Woodrow mordisqueó la brizna de hierba con aire pensativo.

—Llegará el día en que habré de regresar a Solamnia y reconciliarme con tío Gordon. Pero todavía no es el momento. —El joven sacudió la cabeza para alejar la melancolía—. ¿Y tú? ¿Qué harás?

Tasslehoff arrancó un diente de león y sopló las semillas vellosas, que se esparcieron en el aire con suaves balanceos.

—Lo he estado pensando. Hace varios años que no veo a mis padres. Desde que me marché al cumplir la mayoría de edad, para ser exactos. Tenía la intención de buscarlos ayer por la ciudad, pero debido al modo en que se desarrollaron las cosas —el fuego, el tornado, la tormenta—, no tuve tiempo para nada.

El kender suspiró y su semblante asumió una expresión de preocupación inusitada.

—El caso es que cuando tío Saltatrampas me dijo que mis padres estaban vivos, fui en su busca para invitarlos a la boda. —Las arrugas minúsculas que surcaban su rostro se hicieron más pronunciadas—. Su casa había resistido al fuego y al tornado, pero ellos no se encontraban allí. Pregunté a los vecinos, pero ninguno me dio razón de su paradero.

—Lo más probable es que estén con amigos; limpiarán la casa —sugirió Woodrow—. O, tal vez, se encuentren entre los que huyeron de la ciudad.

—Sí, tal vez —dijo Tas, sin convicción.

No había mencionado a su amigo que los vecinos no veían a sus padres desde hacía tiempo... Extraño, ya que eran un poco mayores para viajar. Tas dejó de lado las preocupaciones para no enturbiar la felicidad de una ocasión tan singular.

—¡Mira! —exclamó y señaló al cortejo nupcial, agolpado en torno a los novios, que estaban de pie junto al puesto de un artífice de plata—. Los recién casados se disponen a iniciar su viaje de luna de miel. Despidámoslos.

Los dos amigos se levantaron de un salto y se sumaron a los invitados.

—...Así que lo compré —decía Saltatrampas en ese momento—. Todo lo que tenemos que hacer es unir las manos y ajustarlo en torno a las muñecas, pronunciar las palabras mágicas, ¡e iremos a la luna!

—¿Estás seguro? —Damaris jadeaba por la excitación—. ¡Sería un viaje de novios maravilloso! ¡Intentémoslo!

Saltatrampas sacó una pulsera abierta, de plata labrada. La ajustó primero a su muñeca y luego estiró el extremo derecho de forma que abarcara la de Damaris.

—¡Ya está! —exclamó satisfecho—. Espero que funcione, querida. ¡Adiós a todos!

El rostro del maduro kender asumió una expresión de profunda concentración en tanto rememoraba las palabras mágicas.

—¡Esla sivas gaboing!

—¡Adiós, tío Saltatrampas! ¡Ojalá este viaje a la luna tenga más éxito que el anterior con tu primera esposa! —deseó Tasslehoff con voz alegre.

Los ojos de Damaris centellearon iracundos.

—¿Qué primera esposaaaaaa...?

Un estallido, una súbita nube de humo, y Saltatrampas y Damaris se desvanecieron en el aire.

—Ooops —masculló Tas, que se llevó la mano a la boca para simular una risita divertida.

Aquel mismo día, a la caída de la tarde, Tasslehoff se sentó a tomar una cerveza en tanto repasaba los acontecimientos ocurridos desde que abandonara la posada de El Último Hogar.

Levantó la mirada y, al divisar la luna, recordó con cariño a Saltatrampas y a Damaris. De súbito estrechó los ojos y contempló con atención el orbe luminoso. ¿Sería posible? Poco a poco su rostro se ensanchó con una sonrisa.

Juraría que, allá arriba, en la superficie irregular y agujereada, se vislumbraban dos siluetas diminutas... ¿O eran tres?

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